La campaña previa a las elecciones legislativas tuvo una característica inusual: la predominancia en el imaginario del electorado, no de los sueños y programas transmitidos por los aspirantes a representantes, sino de la encarnación crítica realizada por un extraordinario elenco de actores en el más popular programa de televisión del país. Los electores argentinos tuvieron la oportunidad de confrontar en vivo a políticos reales con sus encarnaciones televisivas y comprobar, con azoramiento pero también con un cierto deleite orgulloso, que la intensidad emocional de los actores, su honestidad humana y su estatura creativa superaban ampliamente a las de los políticos. Si los políticos argentinos carecen, en su gran mayoría, del más elemental profesionalismo, los actores argentinos demuestran con brillantez el suyo, en la entrega sin límites a una profesión, en el riesgo personal en nombre de la satisfacción del público y en el juego a gran altura con la verdad, ese “castigat ridendo mores” que desde los romanos hasta acá ha hecho de la comedia y la comicidad el gran instrumento moral de las comunidades. El contraste entre ambas profesiones, exhibido ante los televidentes, no podía ser más revelador de la naturaleza del más serio de los problemas argentinos: la falta de políticos profesionales y competentes.
Las largas horas de maquillaje con las consiguientes agresiones a la piel en el caso de las caracterizaciones, el entrenamiento permanente del físico y de la voz, el vivir permanente en una exigente elevación emocional como modo de registro de los demás y de sí mismo, la sumisión a la misión de entretener y mantener la atención del espectador por medio de refinados mecanismos de tensión de la energía, requieren años de preparación y de esfuerzo. Los Martín Bossi y los Freddy Villarreal no se hacen en un día y la naturalidad con la cual sus creaciones nos deslumbran representan la mejor muestra de su esforzado artificio: lejos de resultarles fácil, han invertido años en lograr lo que nos llega como un inesperado regalo. Por algún misterio de la siempre escasa vocación argentina por el razonamiento, el análisis veraz y la deducción, los argentinos estamos, sin embargo, inclinados a creer que los políticos se rigen por otras reglas profesionales, que pueden ir desde el cuidado por la apariencia personal en el peinado, los dientes y el vestuario, a la contratación de medidores de imagen. Pocos son los políticos que encaran su aspiración a representar con el estudio serio y sistemático de los problemas a resolver y muchos menos aquellos que, aspirando a la presidencia, o sea a ser la cabeza del ejecutivo administrativo, llegan al poder con los deberes hechos, los problemas estudiados y con las soluciones comprobadas en riguroso trabajo de laboratorio.
Que los más recientes políticos argentinos carezcan, en general, de dimensión personal tiene su correlato en que tampoco tienen dimensión personal en la vida civil ni cuentan con centros de investigación y estudio que soporten sus aspiraciones. A lo sumo, se ven fundaciones con escasos fondos para sostener los profesionales del nivel requeridos para replantear administraciones con gravísimos problemas de gestión, que terminan siendo mal abordados por militantes con escasa formación profesional. Tampoco los partidos políticos, que con el regreso a la democracia generaron en su momento una sana inclinación por fundaciones y centros de formación de dirigentes, han hecho algo al respecto en la última década. Destruidos, despreciados o ilegítimamente ocupados sin elecciones internas, los partidos se han echado a rodar con el conjunto, cuesta abajo en la decadencia nacional, con el sueño infantil de que la aparición in limine de un líder talentoso revertirá la caída.
Si talentoso líder hay, ese será el que como los actores, dedique tiempo, inversión patrocinada y esfuerzo al estudio y solución de los problemas. El que pueda explicar con frases articuladas sin baches racionales cuál es su visión y cuales sus intenciones y conseguir el soporte financiero para hacer el trabajo previo a la toma de gobierno. No basta que un líder sea popular o carismático, que le caiga bien a la gente o que gaste horas en peinarse y vestirse para lucir como una inventada realeza. Importa más que esté anclado en la realidad real del terrible estado en que se encuentra la Argentina por falta de pensamiento y organización. Un hombre –o mujer- de Estado debería ser, por definición, una persona habituada al trabajo intelectual de identificar las soluciones a problemas comunitarios complejos. Una persona apasionada además por complacer a sus electores, con el manejo de esa sutil energía comunicativa que, desde hace ya bastante tiempo, en la Argentina sólo parecen tener los actores.
Es un comienzo y también un consuelo: si podemos como cómicos, también, procediendo profesionalmente, podremos como políticos. Somos todos argentinos, aunque unos más profesionales que otros.