lunes, enero 25, 2010

EL CAPITAL DEL PUEBLO

(Publicado en Peronismo Libre; http://peronismolibre.blogspot.com )

En 1991, a partir de la ley de convertibilidad, los argentinos comenzamos a recibir en forma masiva nuestra primera lección de economía práctica referida al eterno problema de la inflación local. Aprendimos que con un banco central independiente que manejara una moneda permanentemente respaldada por reservas en una moneda firme, era suficiente para mantener la estabilidad en los precios, eliminando no sólo los riesgos de hiperinflación sino la inflación misma. Por diez años vivimos dentro de esa regla y dentro de esa realidad (y no ilusión, como a muchos ignorantes aún les sigue gustando definir ese período por demás riguroso y realista en lo que a moneda estable se refiere). El problema argentino vino por el exceso de gasto en las provincias –en particular la Provincia de Buenos Aires—y el consiguiente endeudamiento de las provincias que, por una falta de auténtico federalismo, cayó sobre las espaldas de la Nación, propiciando así la debacle de fines de 2001. Aún estamos pagando los costos de esta debacle por las malas soluciones que aplicaron el duhaldismo primero y el kirchnerismo después, recurriendo no sólo a la devaluación de la moneda sino al desconocimiento de los derechos de propiedad al pesificar títulos y contratos en dólares.

Las discusiones de estos días en relación al Banco Central, al rol del presidente de esta institución, a las facultades del Poder Ejecutivo, del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia, vuelven a poner sobre el tapete el tema del respeto al valor real de la moneda nacional y a cómo el Presupuesto Nacional puede y debe manejarse en relación a este valor.

Las provincias, con el vanguardista Gobernador de San Luis a la cabeza, han comenzado a tomar posición en el tema y a ir a fondo en el análisis de los motivos reales de la debacle del 2001: si las provincias estuvieran bajo un auténtico régimen federal, recaudando sus propios impuestos, sólo podrían endeudarse en relación a su propia capacidad de pago y, si quebrasen por algún motivo, no arrastrarían con ellas a la nación ni a la moneda.

Todo esto viene a cuento de qué significa en realidad el capital del pueblo y cómo debe acompañárselo desde el Estado, un tema que se soslaya en la eterna discusión ideológica que quiere oponer estatismo y capitalismo, y en la cual el capitalismo juega el rol del angurriento villano que succiona el dinero para beneficiar a unos pocos dueños, y el estatismo como el benefactor dispuesto a repartir el dinero público y privado entre todos, en especial los más pobres.

Lo primero que hay que comprender es que el Estado no tiene un capital propio, per se. No se trata de una compañía pública con bienes propios, ni muebles ni inmuebles, sino que es ante todo una unidad de gestión de bienes públicos y de capital público. Es decir, el Estado no es dueño de los bienes públicos y mucho menos son sus dueños los representantes del pueblo elegidos para gestionarlos. Por otra parte, por un retraso en la redacción definitiva de lo que se sigue mal llamando coparticipación federal en la Constitución, el Estado Nacional aparece como administrador de bienes públicos que, por razones de forma constitucional federal y de pragmatismo en la gestión, deberían ser administrados por las provincias.

Esta reconceptualización del dinero público, donde a los bienes muebles de propiedad pública se suman las reservas y el total de la moneda circulante, es importante para que el público, el pueblo, único dueño del total de bienes públicos muebles e inmuebles, se adueñe simbólicamente de lo que es suyo y no permita más su desorganización y/o mal uso. Que esta desorganización sea ejecutada por un Poder Ejecutivo ignorante o, más frecuentemente, usurpador de ese dinero público en su propio beneficio o en el de sus amigos, o por un Congreso ignorante, comprado o poco eficiente, o por una Corte Suprema acomodaticia (como en el vergonzoso caso de la pesificación , que debería haber recibido una ejemplificadora condena de sus ejecutores), poco importa. Lo importante es completar el recorrido intelectual que este pueblo viene haciendo a la hora de reconocer que los impuestos sobre sus bienes individuales, los impuestos sobre cada producto comprado (a través del IVA universal, por el cual paga 21% sobre cada cosa que compra, desde una planta de lechuga hasta un electrodoméstico) y los impuestos sobre su trabajo o ganancias, no son propiedad de Estado, una vez recaudados, sino que continúan siendo su propiedad y que constituyen su aporte individual a las necesidades compartidas con toda la comunidad.

La pregunta del pueblo debe ser entonces: ¿qué es entonces lo que la comunidad precisa de verdad y cómo va a usarse ese, su, capital remitido al Estado en forma directa o indirecta bajo la forma de impuestos?

Lo primero que la comunidad precisa es estabilidad en su moneda, es decir, respeto absoluto por ésta y por las reservas que la respaldan. Dentro de este respeto se incluye el respeto a las leyes, que es lo que da la seguridad jurídica necesaria para la inversión y el crecimiento, y también la creación de nuevas leyes que perfeccionen el sistema de gestión del dinero público, por ejemplo, todas las leyes que avancen un federalismo impositivo real.
Lo segundo que la comunidad precisa es inversión comunitaria útil, y, en este sentido, hay un gran vacío en la decisión de estas inversiones por la falencia en la representatividad en el Congreso, debido a listas sábanas que no expresan distritos en sus matices más auténticos sino sectores políticos, ideología en general, y no necesidades concretas de la población. Una buena muestra de cómo también esto se ha abierto un espacio en la conciencia colectiva es la incorporación en las recientes elecciones de los diputados “del campo”, a raíz de la situación crítica en que el Ejecutivo colocó al sector durante los años 2008 y 2009.

La discusión acerca de qué es útil y qué no es útil no es otra que la discusión acerca de la asignación de recursos en el presupuesto nacional que debería llevarse en el Congreso acompañada por un gran debate público. En el caso de las mayorías automáticas que hemos vivido bajo el kirchnerismo, sin una real oposición, el público ha ignorado el contenido de este presupuesto, porque la prensa lo ha ignorado, y porque muchos dirigentes de la oposición prefieren todavía discutir generalidades ideológicas en vez de los temas concretos de en qué se gasta cada peso. Si ellos no piensan, el último responsable es el propio pueblo, que aún no se ha fijado en el presupuesto para ver en qué gastan su dinero. El capital del pueblo tiene su expresión en el presupuesto y el pueblo puede controlar y decidir el gasto a través de sus representantes pero también a través del debate público y abierto.

Hay cosas que el pueblo ignora, porque la prensa, que debería ser su guía en estos temas a veces un poco técnicos, es también bastante haragana a la hora de hacer docencia y también porque hay muy, pero muy pocos dirigentes que comprendan este tema del capital del pueblo. El radicalismo es estatista por vocación y por inercia. El peronismo, en cambio, ha sido estatista por dogma y quizá ya es hora de que todos aquellos dirigentes que no supieron dar el salto con Menem y con Cavallo, lo den ahora, no sólo por el bien y continuidad del peronismo, sino por el bien del pueblo, en especial de aquel más humilde, aquel con poco capital o ninguno, sólo dueño del potencial capital de su trabajo, cuando lo tiene.

Para que el pueblo pueda defender su pequeño o gran capital, o acceder a algún capital por medio de su trabajo, precisa no sólo la estabilidad de la moneda, leyes federales y control público del presupuesto, sino estar seguro de que cada partida atribuida a cada sector o institución comunitaria se administre bien y en beneficio del total de la comunidad. Y aquí viene el otro gran secreto de la eficiente administración del capital del pueblo: la descentralización. Así como se sacará mayor provecho y se minimizarán los riesgos con una recolección y distribución federal de los impuestos, se aumentará la eficiencia con una descentralización en la gestión.

Cada unidad de servicio comunitario debe manejar sus propios recursos: se trate de una comisaría, una escuela, un hospital o un teatro. Si el capital de esa institución es público, su gestión, en cambio, debe ser tan eficiente como la gestión de las instituciones de capital privado y estar capacitada para recibir no sólo capital público sino donaciones individuales que pudieran reforzar su mejor funcionamiento, allí donde la comunidad decidiera hacer una inversión personalizada. Esta gestión debe tener también, al igual que el presupuesto nacional, un control del público para aventar no sólo la mala gestión sino la corrupción. Es difícil controlar a un Estado centralizado que actúa sin control público sobre la totalidad de las instituciones de capital público; es sencillo, sin embargo, controlar cada institución en particular si la gestión está descentralizada en un 100% y supervisada por sus propios usuarios. La dirigencia peronista debería, desde ahora y mucho antes de embarcarse en las propuestas electorales, considerar esta nueva estructura de servicio al capital del pueblo, ese que está en el origen mismo de la preocupación peronista.

¿Qué diría el General Perón de todo esto? Que los instrumentos para servir al pueblo cambian y que el objetivo no son los instrumentos, sino el pueblo. Nadie como él defendió y respetó los derechos de los trabajadores. Hoy, en una economía globalizada por fuerza de la historia y no de la ideología, los trabajadores desean en primer lugar, seguir siendo trabajadores, es decir, tener un trabajo real y no obtener una magra derivación vía subsidio del capital de los que trabajan. Ya saben, ya han aprendido duramente, que sin inversión no hay trabajo y que no hay inversión donde no hay moneda ni leyes. Todavía no se animan a pensar del todo lo que sí sienten, que ese dinero que ceden al Estado bajo la forma de impuestos, es de ellos y que, de algún modo, la decisión sobre su uso le pertenece. No saben cómo hacerse oír: a los dirigentes les toca escucharlos y dar una respuesta clara acerca de qué piensan hacer con el dinero público si son elegidos para administrarlo.

A esos restos rezagados de la izquierda que aún anidan en el peronismo y en el alma de muchos nobles y románticos artistas, para que no desesperen y continúen llorando el socialismo de antaño, es bueno recordarles que un sistema capitalista abarca también la posibilidad de la organización privada en cooperativas, en organizaciones sin fines de lucro que pueden funcionar, también, con capital público si el pueblo así lo decide, atendiendo a su propio interés a veces no material sino espiritual. Para éstos, el concepto de capital del pueblo puede resultar una muy adecuada alternativa a la hora de pensar en las necesidades artísticas y culturales de la comunidad (pensamos en escuelas de arte con fondos insuficientes; en instituciones como teatros en franco descuido, etc) resaltando siempre el concepto de descentralización e introduciendo, allí donde fuera pertinente, la organización cooperativa y el aporte simultáneo de contribuyentes privados.