Si algo caracteriza en estos días la vida pública en Argentina es la renuncia a los sueños. Se comprueba un escepticismo generalizado en la población acerca de la posible mejoría en las condiciones de vida y un rechazo defensivo de los sueños que anticiparían, de modo introspectivo, esa mejoría. Este ánimo colectivo tiñe la mayoría de las campañas en ciernes, donde se escucha de todo, menos la palabra proyecto. El futuro es, para ciudadanos y políticos, después de tanto fracaso, algo que sucederá por sí mismo, sin intención ni esfuerzo. La despechada actitud de una comunidad que no termina de entender cabalmente las razones reales de su fracaso cancela a la vez el pensamiento colectivo y la exigencia de un pensar profundo a sus líderes. Pero no seríamos argentinos si todos nuestros sentimientos terminasen en ese empecinado enojo adolescente con la realidad, nuestro más profundo sentimiento, la nostalgia, debe anidar, de todos modos, en alguna parte. Esta vez ha elegido el futuro.
Son pocos los que se atreven ya a añorar alguna etapa del pasado, triturado ya por el exceso de análisis o ideología, diezmado por un presente que, sin nada que ofrecer, ha comido hasta el último hueso de las décadas vividas. Ni los peronistas pueden reivindicar ya los años 40 y 50, reinventados bajo otras formas en los 90, en el 2002 y en el postrer revival montonero de Kirchner; ni los conservadores soñar con las décadas del 80 al 30 reformadas en los 90 por un peronista, ni los socialistas imaginar utopías marxistas o cubanas hoy en práctica visible en la Venezuela chavista. Si el presente es pura realidad desencantada y el pasado una fuente vacía, la nostalgia sólo puede llorar un futuro maravilloso, atribuyéndole las características de inalcanzable, porque si fuera posible concretarlo, la nostalgia no sería tal, sino que se transformaría en un proyecto. La imposible nostalgia por el pasado sustituida ahora por nostalgia del futuro funciona sin embargo, en ambos casos, como resistencia a encarar el presente en forma creativa. Si la nostalgia por el pasado expresaba la dificultad para asumir los cambios y las necesarias revoluciones, la nostalgia por el futuro implica la parálisis de la acción sobre el presente: la renuncia a la utopía, al sueño de un futuro mejor como algo posible de lograr se transforma así en la más exquisita forma del conservadorismo, la de la persistencia en la decadencia conocida antes que la aventura en un futuro a crear.
No hay opciones colectivas que puedan construirse sin una toma de conciencia individual. Si de un modo personal creemos que la Argentina no tiene solución, que nunca crecerá de modo sostenido y armónico, que jamás las instituciones funcionaran como es debido, que jamás habrá seguridad, ni justicia, ni orden público, que no hay plan posible que asegure trabajo, techo, educación y salud a toda la población, entonces las soluciones no aparecerán. Si en cambio damos a nuestro sentimiento de nostalgia un curso positivo, transformándola en decepción por nuestra propia incapacidad de pensar la realidad en forma correcta y productiva, la palabra “proyecto” volverá a aparecer en nuestra vida cotidiana y en el discurso político.
¿Hay algún líder comunitario capaz de inventar el futuro? En las próximas elecciones presidenciales, en las elecciones para gobernador y en las mucho más invisibles elecciones cotidianas para la construcción de proyectos sólidos y sostenibles, no deberíamos fijarnos en otra cosa más que en esta poco común cualidad en los argentinos aspirantes al liderazgo: la del pensamiento y la planificación para el control del destino argentino. El optimismo, sostenido por el alma, nace en el cerebro.
Son pocos los que se atreven ya a añorar alguna etapa del pasado, triturado ya por el exceso de análisis o ideología, diezmado por un presente que, sin nada que ofrecer, ha comido hasta el último hueso de las décadas vividas. Ni los peronistas pueden reivindicar ya los años 40 y 50, reinventados bajo otras formas en los 90, en el 2002 y en el postrer revival montonero de Kirchner; ni los conservadores soñar con las décadas del 80 al 30 reformadas en los 90 por un peronista, ni los socialistas imaginar utopías marxistas o cubanas hoy en práctica visible en la Venezuela chavista. Si el presente es pura realidad desencantada y el pasado una fuente vacía, la nostalgia sólo puede llorar un futuro maravilloso, atribuyéndole las características de inalcanzable, porque si fuera posible concretarlo, la nostalgia no sería tal, sino que se transformaría en un proyecto. La imposible nostalgia por el pasado sustituida ahora por nostalgia del futuro funciona sin embargo, en ambos casos, como resistencia a encarar el presente en forma creativa. Si la nostalgia por el pasado expresaba la dificultad para asumir los cambios y las necesarias revoluciones, la nostalgia por el futuro implica la parálisis de la acción sobre el presente: la renuncia a la utopía, al sueño de un futuro mejor como algo posible de lograr se transforma así en la más exquisita forma del conservadorismo, la de la persistencia en la decadencia conocida antes que la aventura en un futuro a crear.
No hay opciones colectivas que puedan construirse sin una toma de conciencia individual. Si de un modo personal creemos que la Argentina no tiene solución, que nunca crecerá de modo sostenido y armónico, que jamás las instituciones funcionaran como es debido, que jamás habrá seguridad, ni justicia, ni orden público, que no hay plan posible que asegure trabajo, techo, educación y salud a toda la población, entonces las soluciones no aparecerán. Si en cambio damos a nuestro sentimiento de nostalgia un curso positivo, transformándola en decepción por nuestra propia incapacidad de pensar la realidad en forma correcta y productiva, la palabra “proyecto” volverá a aparecer en nuestra vida cotidiana y en el discurso político.
¿Hay algún líder comunitario capaz de inventar el futuro? En las próximas elecciones presidenciales, en las elecciones para gobernador y en las mucho más invisibles elecciones cotidianas para la construcción de proyectos sólidos y sostenibles, no deberíamos fijarnos en otra cosa más que en esta poco común cualidad en los argentinos aspirantes al liderazgo: la del pensamiento y la planificación para el control del destino argentino. El optimismo, sostenido por el alma, nace en el cerebro.