En medio del caos político argentino, sin líderes confiables a los cuales creer y seguir, buscamos alguna guía en el pasado y cuando no nos acordamos de Perón con aquello de “Quien no tenga cabeza para prever, necesitará espaldas para aguantar”, nos acordamos de Balbín y de su memorable frase en 1976 “Hay que llegar a las elecciones, aunque sea con muletas”. Perdidos en la supuesta legalidad del gobierno que supimos conseguir en unas elecciones sin internas previas, los argentinos intentamos en vano apartarnos de la lamentable realidad política, en un demencial esfuerzo por preservar nuestra de todos modos estéril razón.
Poco importan las reuniones entre el Gobierno y el campo, cuando todos sabemos que sólo se trata de ganar tiempo y de ceder un poco para no tener que enfrentar el problema en su real gravedad, o el supuesto consentimiento de los Estados Unidos a la ley de blanqueo de capitales. Todo es ilusorio, precario, contingente. Un gobierno que se desbarranca, pero no del todo. Una oposición que se reorganiza, pero siempre en fragmentos finalmente irreconciliables. La Argentina se cae a pedazos, pero no en su economía, sino en su cabeza. Lo que no vemos suceder en política, tiene su origen en la destrucción colectiva del razonamiento político veraz y consistente, creada por años de desinformación y falta de liderazgo competente.
Así, con muletas llegaremos a las elecciones, o bien, no habiendo sabido prever una dirigencia de recambio a la altura de las circunstancias, seguiremos rodando cuesta abajo, a los tumbos, aguantando mientras nos den las espaldas. Un evento electoral no es nada cuando prever es casi todo. Prever no es sólo ver por anticipado, es también planificar. Planificar remite a conocer y pensar, a saber y razonar. A abandonar la tradicional improvisación argentina, basada en la haraganería intelectual, la superficialidad y, sobre todo, la vanidad de que se puede ser el mejor sin ningún esfuerzo, o presidente sin ningún mérito o competencia.
Finalmente, en materia administrativa, hoy estamos en manos de nuestra peor cara, la más fea. La fealdad es lo que sobresale. Esas mentiras del gobierno de las que nos quejamos, son las nuestras. Y también la arrogancia, el engaño para predominar, la codicia para someter. Llevamos hoy como pueblo y de modo oficial y permanente esa máscara que los demás latinoamericanos vieron en nosotros, semejante a la que nosotros adjudicamos de a ratos a los norteamericanos, en el eterno juego paranoico de los espejos humanos que muestran lo feo que es el otro cuando uno no puede ser como él. Es también la máscara innecesaria, la que debería siempre caer, porque oculta los méritos verdaderos, los deforma y termina por anularlos. ¿Por qué ser arrogantes cuando podríamos ser humildemente orgullosos de nuestra herencia y nuestros dones? ¿Por qué mentir cuando la verdad lleva a tomar las decisiones correctas? No habrá un cambio de administración sin un cambio en este aspecto de la conciencia pública.
Sin embargo, la salud mental, el orden público y la clara idea de meta y destino están siempre a nuestro alcance, en un camino paralelo hacia el cual no nos animamos a saltar con decisión, abandonando la inercia de la confusión acumulada. ¿Qué nos falta para animarnos? Quien salte primero. O sea, la actitud correcta de liderazgo y organización por parte de los escasísimos dirigentes con aptitudes y conocimientos como para replantear el país sobre las ya bien conocidas bases de su potencial grandeza y de su legítima vocación para la felicidad. ¿Qué hace falta para animarlos a ellos? Que tengan ese pequeño plus que, finalmente, cambia la historia y que el General Perón llamaba el óleo sagrado de Samuel.
A esos dirigentes, no hay que explicarles cómo asimilar de modo correcto el peronismo y el liberalismo, ni dónde está la fuerza que mueve el país, ni como se construye una vida económica sana y una vida política con alta legitimidad e institucionalidad. Sólo, hay que pedirles que se hagan cargo ya de ese pequeño plus que Dios les dio, porque el sufrimiento nacional es grande y la locura galopa vestida con el disfraz de la razón.