Los razonamientos políticos, como tantas otras cosas en la Argentina, suelen estancarse y ahí quedan, fijados en alguna muletilla de la cual dirigentes abusarán a la hora de dar explicaciones, por ejemplo, sobre política cultural. Los escuchamos entonces compensar la falta de creatividad política con la cansina reiteración de que nos falta una “política de Estado” para la cultura. Estos políticos que no hacen sus deberes pretenden instalar en el público que aún se molesta en escucharlos, una idea comodín, la de la mágica llave de la “política de Estado”, dejándolo en la cómoda convicción de que la producción cultural florecería, más allá de los inevitables cambios de administración, sólo por el estímulo de la permanencia y continuidad. Una política de Estado para el área cultural es necesaria, pero no suficiente, y en estos tiempos electorales que vuelven a agitar todos los temas irresueltos, conviene barajar y dar de nuevo y sentar las bases para lo que se transformará quizá, con el tiempo, en una nueva muletilla: la cultura precisa una “política de la Comunidad”.
El problema real de la producción cultural no está en el Estado sino en la comunidad. Es inimaginable construir políticas que no respondan a necesidades reales de la población y a convicciones culturales firmemente arraigadas en ella. Por eso, la respuesta para volver a pensar una política cultural exitosa está justamente en lo opuesto al Estado: en la misma comunidad. Como hélice propulsora de la acción del Estado y como molde que da forma al Estado, la comunidad argentina es la responsable, en última instancia, del volumen y calidad de su producción cultural.
No hay política de Estado válida si no hay primero una comunidad que la demande. Desde el más arraigado liberalismo hasta la izquierda más moderna pasando por Perón con su comunidad organizada, el problema de la insuficiente producción artística argentina con su a veces poco competitiva calidad o con su acotado consumo por parte de la población, requiere de una claridad conceptual en la comunidad antes que en sus funcionarios. La doble naturaleza de la producción cultural, que por un lado requiere un esquema productivo y por el otro es objeto de administración, ya desde el mercado, ya desde el Estado, no ha sido lo suficientemente explorada por los expertos en políticas culturales y gestión pública. Se traza en general una gruesa línea divisoria entre privado y estatal, sin discriminar con la necesaria sagacidad todas las posibles combinaciones entre lo estatal y lo privado y todas las variantes de lo público y de lo privado en materia de creación, producción, financiación, administración, distribución y promoción. La producción cultural, como rama de la economía, es aún una asignatura pendiente. Baste explorar en forma somera las capacidades ocultas en las potenciales entidades autónomas de capital público, o las aún no explotadas capacidades del Estado para promocionar localmente o en el exterior a vastos conjuntos de entidades privadas.
En primer lugar, conviene reconocer que la producción cultural –se rija o no por las leyes de mercado- es, antes que nada, lo que su nombre indica: un producto. Discutir si la producción debe estar a cargo de instituciones o empresas de capital estatal o de capital privado, atrasa. El problema está más bien en que la comunidad decida usar y acrecentar el capital creativo propio asentado en las mentes y las capacidades congénitas de sus conciudadanos artistas. La comunidad debería entonces reconocer, antes que nada, lo que ya sabe: que el arte es un valor absoluto dentro de la comunidad, superior a la política y comparable a la religión, en tanto atiende al desarrollo espiritual de la comunidad. Como parte de la comunidad global, la comunidad local tiene el saludable derecho de nutrirse de los bienes culturales producidos por los artistas de otras comunidades pero también la más trabajosa obligación de nutrir a los propios. En este trabajo, comienza la primera acción política de la comunidad.
LA PRODUCCIÓN LITERARIA EN LA ARGENTINA
El caso de la producción literaria argentina es paradigmático. Como consecuencia de las elites ilustradas que gobernaron la Argentina a partir del derrocamiento de Rosas, la Argentina tuvo un gran desarrollo literario que entre comienzos y mediados del siglo XX se complementó además con el necesario desarrollo industrial de editoriales y distribuidoras. No es necesario detallar el éxito y la importancia de editoriales como Sudamericana y Emecé y su influencia en el mundo de habla hispana. En los años sesenta, se produjo el apogeo productivo, con grandes editoriales de capital estatal como EUDEBA y pequeñas editoriales de punta como Jorge Álvarez que lideraron el boom de la nueva narrativa latinoamericana. Luego, con los sucesivos regímenes militares que promovieron la censura y la persecución de artistas comenzó un declive que aún no ha terminado y durante el cual las grandes editoriales argentinas fueron absorbidas por los conglomerados internacionales mientras que las pequeñas no encontraron aún el modo de crecer. En los discursos oficiales, se evoca el pasado de gloria y se insiste con la necesidad de una política de Estado para regresar a él pero habría más bien que imaginar el futuro, bastante diferente del pasado y con un potencial aún mayor, dada la absoluta democratización de la comunidad a partir de la Revolución Peronista y del igualmente democratizador potencial de las nuevas tecnologías.
¿Qué puede proponerse con éxito la comunidad? En primer lugar, darse el permiso intelectual para considerar la producción artística local como un capital propio disponible para ser acrecentado y para beneficiar, también económicamente, a la comunidad. Este primer proceso interno de revalorización, reflejado además a través de los medios de comunicación, abriría el espacio a nuevas respuestas a las preguntas de siempre. Si la producción literaria local precisa de escritores, editores, distribuidores, críticos y lectores, la comunidad debe considerar las diferentes opciones para ampliar y potenciar ese circuito, en cada uno de sus rubros.
Los escritores nacen, pero también deben hacerse. Un espacio aún inutilizado es el de las universidades que no contemplan la formación de escritores. Privadas o estatales, aún no ofrecen lo que tantísimas universidades norteamericanas ofrecen a los escritores potenciales en complemento a las tradicionales carreras de lengua: maestrías artísticas en escritura creativa. La competitividad entre los diferentes programas y la proliferación de una industria del buen escribir basada en publicaciones profesionales, revistas literarias, talleres de Internet y diferentes iniciativas, muchas de ellas alentadas por los mismos libreros que, más tarde o más temprano, se beneficiarán con más libros para vender han creado en los Estados Unidos una sub-clase muy numerosa de escritores con aspiraciones al título de profesionales y una calidad masiva ya en los primeros escalones, que en la Argentina actual muy pocos escritores profesionales alcanzan, por la falta de motivación y auténtica competencia.
El objetivo comunitario a cumplir sería entonces contar con la mayor cantidad posible de escritores, alentando por igual a todos los talentos incipientes y ofreciéndoles la mejor de la formaciones para una producción literaria de excelencia. La Argentina además cuenta con una tradición literaria muy importante que debería ser además objeto de una conservación académica y de una preservación cultural especial, para evitar entre otras cosas que políticos ignorantes envíen a ferias literarias a Maradona y Evita como emblemas de la literatura argentina. Este aspecto de la promoción y formación de escritores puede estar a cargo de instituciones o empresas estatales o privadas. Pueden crearse programas gratuitos o de mínimo arancel con recursos estatales y pueden crearse programas privados pagos: la modalidad financiera, a partir de la enunciación comunitaria del proyecto de contar con la mejor producción literaria posible, es sólo eso, una modalidad; un recurso variable para lograr un objetivo superior.
El lamento por la pérdida de las grandes editoriales del pasado y la melancolía por un tiempo que no volverá, constituye otra de las trampas a evitar. No hay ninguna razón, más que el no desearlo, para que las pequeñas editoriales locales de hoy no crezcan hasta a alcanzar una escala global, en particular prestando atención al igualmente sumergido mundo editorial en las Américas, incluyendo al mercado hispano de los Estados Unidos. Es, como siempre, un problema de proyecto empresario. Hay que apuntar a agrandar el mercado local y expandirse en las fronteras de América, derribando ideologismos de cuño chavista y comprendiendo que las Américas son un territorio destinado a la unión comercial y cultural antes que a la artificial separación entre unión del norte y unión del sur, escritas así con las minúsculas que la misma idea reclama.
Si el mercado externo sólo puede visualizarse con la correcta aproximación geopolítica, el interno merece una mención aparte. La idea generalizada al respecto es que los argentinos alfabetizados, en negación de si mismos e identificados con un ideal extranjero, no quieren leer autores argentinos y los editores, por lo tanto, no quieren invertir en editarlos. Una versión más consoladora para los escritores sostiene que los lectores argentinos los amarían, siempre y cuando los editores, en negación de su propia argentinidad e identificados con un ideal extranjero cuando no extranjeros ellos mismo, aceptaran esta verdad y los editaran. El hecho es que no hay mucha calidad en juego, ni de escritores, ni de lectores ni de editores, y la que existe, no tiene los suficientes carriles como para circular y revelarse. Faltan más concursos, falta más lectura pública, falta más difusión y, sobre todo, falta más acceso a los libros, un objeto demasiado caro si no cumple con su función de encantar, entretener o enseñar.
En este sentido, la solución instantánea para la comunicación de lectores y escritores es el uso de la biblioteca pública, ya sean las ya existentes estatales, como las que a un mínimo costo se pueden instalar en las escuelas públicas y privadas para uso de docentes, alumnos y padres. La novedad de estos verdaderos centros de formación de lectores consistiría en la compra de novedades, que se agregarían a un fondo básico obtenido por donaciones particulares o compra estatal. En escala de trescientos o quinientos usuarios, con una contribución mínima, todos los participantes pueden estar en condiciones de leer el último best seller o de conocer al autor contemporáneo que los expresa. Las editoriales, que a los costos actuales no pueden vender libros a lectores individuales, verían aumentar sus ventas exponencialmente, ya que además de los libros que comprarían centenares de bibliotecas a lo largo y a lo ancho del país, se sumarían aquellos lectores que querrían, después de haberlo leído, comprar el libro para su biblioteca particular. Las bibliotecas son la base de la extraordinaria industria editorial de los Estados Unidos. La única política de Estado fue la de la libertad.
Los críticos, necesarios para sostener la tradición o refutarla y para dar a conocer y promover la producción literaria, incluyendo en esto la creación mediática de escritores con potencial simbólico para identificación de lectores y de aspirantes a escritores, son otro de los eslabones necesarios para que la producción llegue a destino. Obviamente, son los medios gráficos, radiales, televisivos y de Internet los que deben brindar este espacio a los críticos decidiendo incluir al público lector de libros, actual o potencial, como parte de la audiencia posible y deseable. En esto, como en el caso de las editoriales, rigen los mismos prejuicios: no se publican críticas de libros, ni siquiera de escritores extranjeros porque se considera que el público lector es mínimo y desdeñable como mercado. Se merma por desdén y no se acrecienta por falta de visión. ¿No se parece esta actitud a una modalidad argentina usual en muchos terrenos, incluso el político? En este ejemplo puede verse que mucho del fracaso argentino viene por la falta de fe y confianza en la propia capacidad de crecimiento y por la entrega a la peor de las paranoias, aquella que dice que lo mejor, aquí, no es posible.
Por último, hay que considerar el rol de los consumidores finales de la producción literaria: los lectores. A veces, también escritores ellos mismos, constituyen la parte más numerosa de la comunidad a la hora de definir el volumen e influencia de la producción literaria. Los lectores habituales y los lectores potenciales, como mercado real y mercado a conquistar, son los únicos capaces de crear escritores profesionales y de darles la oportunidad de influir en los sueños comunitarios y en el destino colectivo. Los únicos, además, que aún con todo el ocasional peso de su indiferencia o el eventual desprecio por la vida espiritual, no conseguirán jamás suprimir la más barata de las artes, que sólo precisa papel y lápiz, ni impedir la creación literaria más elevada, que sólo requiere de un escritor con talento. En la producción cultural como rama de la economía, la literatura expresará más de una vez una paradoja del mercado, el de la oferta sin demanda, o el de la producción not on time y, sin embargo, eficiente y necesaria.
Más allá de la particularidad específica del arte, que en su dimensión más profunda escapa al orden de la política y la economía, el objetivo de la comunidad debería ser que, en tanto ciudadanos de una misma nación, sus escritores y sus lectores se encuentren para su mutuo beneficio, felicidad y engrandecimiento. El ya muy duradero divorcio entre ambos puede continuar, pero sería una pena. Una más, de las tantas evitables con un poco de organización.