martes, junio 14, 2005

LA CIUDAD DE BUENOS AIRES, LA TRADICION Y LA MODERNIDAD

La historia de la Argentina de finales del siglo XX y de comienzos de siglo XXI ha sido explicada muchas veces a través de la crisis de los partidos políticos tradicionales, en especial del peronista, que parecen haber concluido su tiempo histórico sin que otro movimiento y su consiguiente institucionalización en un nuevo partido los haya sustituido. La ciudad de Buenos Aires, en particular, ha sido y continúa siendo el escenario privilegiado de los intentos por pasar a un nuevo tiempo político, ya que el resto del país, nunca lo suficientemente federal y siempre esperando el dictamen de su cabeza capital, no ha producido tampoco novedades sustanciales en lo que aún no se ha explicado como la lucha entre una específica tradición cultural y los impulsos disímiles de rebelión, traición y renovación de la misma, inserta en la batalla más amplia por la modernidad económica y cultural.
Una revisión de la historia más reciente a la luz de esta lucha, presente en forma solapada y no explícita en todas las elecciones, quizá sea útil para que la ciudadanía porteña comprenda mejor, más allá de los habituales clichés del pensamiento mediático, qué se va a jugar en las elecciones de octubre de este año y pueda recuperar su rol de liderazgo político del país.
Buenos Aires, la ciudad estado y capital de la Argentina, pareció erigirse, a partir de los sucesos de Diciembre de 2001, como la abanderada nacional y líder de la contrarreforma, entendiendo la reforma como la sustitución de una economía de capitalismo de Estado por un modelo de desarrollo capitalista pleno. En el anecdotario del porteñazo, con su violencia y muerte y la concreción del golpe de estado civil, quedó perdido el dato mayor de que la rebelión fue hostigada desde la Provincia de Buenos Aires, dato extraviado quizá porque quién estaba detrás de los acontecimientos, Eduardo Duhalde, el viejo enemigo de Menem y de la reforma de Cavallo, prefirió dejar creer a los porteños, sobre todo a aquellos de izquierda, tan útiles a la hora de embestir contra el capitalismo, que la revuelta les pertenecía.
El dato mayor se convirtió en un detalle sin importancia y en menos de dos semanas, y en una alucinante calesita de presidentes y presidenciables que fue el hazmerreír del mundo entero, Duhalde se convirtió en Presidente de los argentinos, sin que éstos pudiesen decir ni pío. Dos años más tarde, el contrarreformista Duhalde repetiría el truco de prestidigitación y ya no los porteños, sino todos los argentinos se sentirían protagonistas de la contrarreforma y aceptarían sin protestar un presidente con menos votos que el candidato más votado, justamente el reformista ex presidente Menem al cual el mismo Duhalde le había previamente impedido competir en la interna justicialista.
Kirchner, el sucesor de Duhalde, pronto hizo suyas las banderas de la legitimidad del default, de la ruptura de la convertibilidad y de los contratos entre particulares y aseguró desde el Estado que la contrarreforma estaba viva y en buenas manos. Kirchner contó con una alta aprobación de la mayoría de los argentinos y, sobre todo, de los porteños, que por segunda vez eligieron como Gobernador a otro mediocre contrarreformista, Aníbal Ibarra, despreciando a Mauricio Macri, quien, sin embargo, parecía encarnar la más tradicional de las imágenes de Buenos Aires: la del burgués liberal, rico y culto. El rechazo de la mayoría de los burgueses porteños, impregnado de contrarreformismo, continuaba expresando el rechazo peronista a aquel burgués pre-peronista de los años 40, el que frunció la nariz cuando los cabecitas vinieron a mojar las patas en la fuente, advirtiendo que aunque aquel burgués había muerto hacía ya mucho tiempo, había sido sustituido por los burgueses del peronismo, los menemistas reformistas y sus críticos socios, los cavallistas. El peronismo, como revolución justiciera, había logrado, en efecto y a través de medio siglo de lucha por el poder, la más intensa de las nivelaciones hacia arriba, creando su propio estamento de nuevos burgueses, ricos, cultos y, sorprendentemente, tan liberales como la tradición de Buenos Aires lo marcaba.
¿Por qué entonces la rebelión contra su propia condición de burguesía por la propia burguesía de Buenos Aires? ¿Qué pasó en la ciudad capital? ¿Acaso ganaron, en contra de los burgueses, los desarrapados cabecitas otra vez, como le gustaría creer a un Duhalde que nunca quiso viajar más allá de las fronteras de los años cuarenta, y que mantuvo con una eficaz contrarreforma, quizá por nostalgia, su propio ejército de pobres? La regresión parecería ubicarse más bien en la condición generacional de los nuevos burgueses, hijos legítimos del peronismo, sí, pero disfrazados en los años setenta de socialistas y envejeciendo mal en el siglo XXI, no pudiendo renunciar al bloque compacto de sus ideas modernas del pasado, hoy disfuncionales a la nueva cultura económica planetaria. El postergado y fantasmal ajuste de cuenta de la ciudadanía setentista con los antiguos burgueses, aquellos antiguos gorilas porteños que por rechazo al peronismo le dieron un golpe en el 76, muestra un singular efecto político: la rebelión porteña contra un enemigo que ya no existe, no defiende ahora la guerrilla ilustrada ni la modernidad, sino que contribuye a congelar en el poder nacional la mafia stalinista del peronismo más provincial y anticuado.
El panorama electoral de la capital argentina da cuenta de estas batallas no explícitas y un amplio espectro de agrupaciones políticas danza en la oscuridad buscando las posibles alianzas, aquellas que darían una mayoría absoluta que hoy cuesta definir. ¿Mayoría compuesta por quienes? ¿Mayoría defensora de qué valores? Herederos del viejo partido radical, del peronismo, de los liberales, o de la izquierda marxista, los aspirantes a representar la ciudad hoy sólo saben de agruparse en los dos grandes bandos enemigos: los depuestos reformistas y los hasta ahora victoriosos contrarreformistas. Se constituyen incipientes coaliciones denominadas de centro-derecha para oponerse al último fenómeno electoral conocido, la alianza de centro-izquierda, pero no hay aún una verdadera novedad política en la constitución de una coalición capaz de construir una mayoría genuina con valores ampliamente compartidos.
Que la ciudad de Buenos Aires tenga su propia historia, su propia tradición burguesa a la vez que liberal, y su propia lógica de destino no parece importarle hoy a nadie. Saltar la barrera de la economía, para entrar en el terreno más profundo de la identidad histórica y de las estrategias de desarrollo nacional no constituye aún un tema de debate. Se teme al supuesto poder hegemónico en el país del peronismo, pero no se percibe la necesidad de actualizar el debate en el terreno de su propia transformación: si Menem trajo la modernidad económica y en Kirchner la modernidad cultural aún es incipiente – tímida reforma del clientelismo político, esfuerzo por una administración transparente, declamación de la necesidad de participación ciudadana en el control de la gestión pública- cabe preguntarse quién se proyectará al futuro para unir la modernidad económica con la modernidad cultural, concluyendo así la etapa final del peronismo, protagonizada hoy por los restos de su generación más rupturista, aunque una buena parte de ésta haya quedado aprisionada en su fidelidad a los valores obsoletos de la modernidad de los años 70. Se trata del saldo final de la herencia de Perón y de cómo unir en forma creativa y funcional al destino del país, la modernidad económica y la modernidad cultural. La generación que se caracterizó por una visión humanista infinitamente más amplia que la de sus predecesores, debe ahora agregar el conocimiento instrumental de los nuevos sofisticados mecanismos de producción, de administración del Estado y de participación y gestión popular. No se trata de la izquierda devenida derecha, ni de la derecha izquierdizada, sino de un movimiento profundo hacia la modernidad, hacia la información y el conocimiento aplicados a todas las esferas de la vida individual y en comunidad.
El dilema específico que aqueja a la ciudad, microcosmos de la Argentina y afectada por la misma crisis de destino, puede formularse también en el marco de un rescate de la propia tradición o en una negación de ésta. ¿Los porteños debemos asumir como propio el destino de ciudad puerto y antiguo faro cultural de la América Hispana y reivindicar el orden burgués -comercial, liberal, productor de artes, exportador de bienes calificados y de lujo, promotor de personalidades propias y anfitrión de extranjeras, ambas representantes de la excelencia mundial-, afianzando con una férrea y certera administración dicha misión, o deberemos, más bien, encapsularnos en la idea setentista de una sociedad sin clases, sin empresas y sin otra misión que la de achatar todo al nivel de lo que se pueda con los mismos escasos recursos en nombre de la igualdad?
El concepto de rebelión a la tradición parece haber permanecido congelado en el tiempo y no se percibe, después de sus sucesivos momentos destructivos a lo largo de treinta años, en qué se basaría la nueva tradición a inaugurar. La intelectualidad setentista persiste en continuar una lucha fantasmal contra la burguesía pre-peronista, aún cuando ésta ya no es vigente, en un impulso estéril que ha anulado las reformas y que se ha transformado en el principal responsable de la actual parálisis y de la falta de crecimiento argentinos.
El largo momento de desorden e improvisación parece, sin embargo, estar llegando a su fin. Las próximas elecciones marcan sin duda el fin de esta larga transición de la negación de una tradición hasta la continuidad necesaria de la misma, reformada y revitalizada en el nuevo espíritu del tiempo. El vino nuevo, en fin, en esos odres viejos, los nuestros, propios, los únicos que tenemos como Nación y como ciudad en la cual la lucha por el regreso a la tradición más propia pasa por la superación de la hoy menos eficiente de las mutaciones del peronismo, la del peronismo anticapitalista y anti-burgués. La de ese peronismo contrarreformista sólo útil para demostrar que, contrariamente a lo que se ha creído siempre, la ciudad de Buenos Aires puede ser representada no sólo por el peronismo, sino por que de éste más la ataca en su propia esencia., demostrando hasta qué punto el pasado faccioso se repite invertido: los gorilas ahora son de izquierda y los peronistas, burgueses que no se animan del todo a asumirse como tales.
La burguesía porteña, hoy hija ilustrada del peronismo tanto como heredera espiritual de la más antigua burguesía liberal, tiene por delante las tareas inmediatas de restablecer una buena y eficaz administración en la ciudad - haciéndose cargo de que los problemas de inseguridad y caos urbano son, antes que nada, problemas de gestión- y la misión de concretar la histórica fusión de la modernidad económica con la modernidad cultural. El debate entre reformistas y contrarreformistas en lo económico, o entre conservadores y progresistas en lo cultural, o, más imprecisamente, entre izquierdas y derechas, se mudaría así por fin al siglo XXI, para que los argentinos podamos votar por la modernidad completa, sin quedar atrapados en la falsa opción entre una modernidad económica recortada en lo cultural, o una modernidad cultural anticuada en su incomprensión de la economía. En este debate, los nombres de los candidatos no tienen ninguna importancia, ni los nombres de los partidos con que los candidatos se presenten a la elección. La tradición y la modernidad encontrarán su propia revolucionaria forma de vivir en el presente.