martes, junio 14, 2005

LA MODERNIDAD: MOVIMIENTO Y LIDERAZGOS

La modernización de la vida argentina - en sus instituciones políticas, en sus organismos públicos, en la economía y en la cultura- requiere un debate público para descubrir sus características y para identificar el movimiento popular que la reclama. La modernidad precisa nuevos líderes que sepan interpretarla y nuevos instrumentos políticos para acceder al poder y gestar el cambio.
La aspiración a la modernidad aparece hoy en todas partes. Se canaliza a través de agrupaciones bien diferenciadas dentro de los dos grandes partidos políticos tradicionales –el radicalismo y el peronismo-, en los diferentes retoños de estos partidos conformados como nuevos partidos independientes y en las diferentes recreaciones del partido liberal-conservador de la antigua elite porteña antiperonista. Sin embargo, estas formaciones basan su prédica y su acción política sólo en aspectos parciales de la modernidad y no la encarnan en su totalidad. Así, defienden la modernidad económica negando la modernidad cultural, o rechazan la modernidad económica pero promoviendo aspectos de ésta como la transparencia en la gestión pública, o se aferran a un estatismo y centralismo obsoleto pero reivindicando la modernidad en la defensa de las libertades individuales. La fuerza que represente el total de la modernidad es aún invisible en el horizonte político.
El caso particular del peronismo, iniciador de la modernidad en los 90, propone una reflexión aparte, ya que es percibido como hegemónico, en su doble rol de Gobierno y oposición, y como dueño de un gran partido nacional resistente a la sangría de sucesivos desprendimientos. El peronismo ocupa hoy el Gobierno, desde donde se opone a la modernidad económica aunque también a los restos más arcaicos del peronismo caudillesco y antirreformista, y protagoniza a la vez la oposición, encarnada en el peronismo arcaico de la contrarreforma pero también, precisamente, en ese otro peronismo que supo modernizar la economía del país en los años 90. La actual disputa por el aparato del Partido Justicialista (PJ), no es sin embargo muy diferente del resto de las disputas políticas surgidas a partir de 1991, con el desprendimiento de la juventud setentista liderada por Carlos Álvarez, que cuestionaba la política de modernización económica pero, más sustancialmente, el uso caudillesco del poder para beneficio personal de los dirigentes, y luego en 1996, cuando la modernidad encarnada entonces por Domingo Cavallo, aún parte del gobierno peronista, intentó sin éxito avanzar sobre las áreas corruptas de un Estado que no podía consolidar las reformas económicas, sin reformar, por ejemplo, el Poder Judicial. La magnificación en la prensa de las batallas en el seno del PJ, la reiterada comparación con el PRI mexicano y el temor a que se convierta en el partido único de la Argentina, se explica por la inercia de continuar pensando a la Argentina en términos de peronismo y antiperonismo, según la antinomia que dividió a la sociedad argentina durante más de medio siglo. Esta tentación de permanecer en el pasado en vez de discutir lo que es hoy la nueva antinomia de modernidad y antimodernidad, puede comprobarse en el hecho de que las dos formaciones más importantes que hoy pretenden ser las antagonistas del PJ, son emergidas del antiperonismo radical. En su variante de izquierda, el ARI de Elisa Carrió y en su variante de derecha, el Recrear de Ricardo López Murphy, continúan dando batalla en los mismos términos del pasado, atacando una, al totalitarismo de un partido cerrado y antidemocrático, y el otro, al estatismo antirreformista de sus dirigentes. Incluso fuerzas nuevas como Compromiso para el Cambio, de Mauricio Macri, o como el Movimiento Federal de Sobisch, en vez de instalarse en la apetencia de renovación y modernidad del pueblo, se obligan a cabalgar sobre un movimiento popular que creen aún peronista e incluso, de tanto en tanto, a considerar como socio al peronismo arcaico, actual dueño de buena parte del aparato partidario. Que evalúen a éste último como una fuerza afín aunque contradiga la modernidad, prueba el grado de confusión que existe hoy sobre cuál es el objeto de conflicto en la vida política actual – la modernidad o la carencia de ésta- y hacia donde el movimiento del pueblo argentino contemporáneo se dirige.
La modernidad incluye sin embargo al peronismo, ya que si la Argentina vive un pleno tiempo post peronista, éste está aún habitado por quienes conocieron y siguieron a Perón. Perón ha muerto y no está presente para actualizar la estrategia que logre los dos objetivos doctrinarios de la grandeza de la Nación y la felicidad de su pueblo, y su único heredero, el pueblo, ha sido liberado para buscar nuevos liderazgos. Las luchas por el control de un aparato útil al movimiento revolucionario del pasado pero transformado hoy en carcasa vacía de contenido, no relatan ya la lucha del peronismo sino las dificultades de la modernidad para encontrar su más adecuado instrumento político. Si antes la antinomia era peronismo versus antiperonismo, y hoy la antinomia real y profunda es la de la modernidad enfrentada al arcaísmo político y cultural, no hay institución política donde este antagonismo sea más visible y patético que en el seno del partido que supo servir a la modernidad de su tiempo. La búsqueda de la modernidad en la vida política, en la economía, en la gestión pública y en la cultura comunitaria anima hoy el movimiento más genuino del pueblo argentino contemporáneo. Un movimiento difuso, aún irracional, sin la madurez ni los liderazgos que le permitan un grado suficiente de visibilidad institucional para aspirar al gobierno y al poder, agita a una comunidad que, de todos modos, no ha dejado de expresar inorgánicamente su reclamo de modernidad.
El movimiento a la modernidad busca su propio lugar en el espacio político, explorando las tradiciones del pasado de modo que sirvan al futuro. Así, el pensamiento político argentino moderno absorbe como suyos tramos importantes de la doctrina justicialista –tan abierta en sí misma a la modernidad- y expande el liberalismo hacia zonas aún inexploradas de las relaciones comunitarias y de la esfera espiritual. La modernidad expresa un cambio cultural de la humanidad, expuesta hoy a la globalización del conocimiento, del comercio y de las telecomunicaciones y la Argentina manifiesta sus propias modalidades políticas y culturales de aceptación o rechazo de este cambio. Es bajo la luz de este conflicto que deben interpretarse las luchas políticas del presente, que exceden la escala nacional y se extienden sobre el planeta.
Este movimiento hacia la modernidad es recogido dentro de la comunidad por una pequeña vanguardia de diversos líderes emergentes A ellos se les presenta, antes que la tarea de acceso al poder, su propio trabajo de conocimiento de esa modernidad hacia la cual quieren conducir a la comunidad y la investigación sobre los instrumentos necesarios para desarrollar con éxito su trabajo de modernización, una vez llegados al poder. Estos aspirantes a líderes deberían entonces concentrar sus esfuerzos en tres áreas simultáneas: 1) la creación de conciencia pública acerca del proceso en el cual la Argentina está inmersa y que es definido por la aceptación o el rechazo de la modernidad; 2) la construcción de un espacio político que permita la emergencia de dirigentes capacitados para conducir esta nueva revolución de la modernidad; y 3) la creación y promoción de organizaciones no gubernamentales para la investigación sistemática y completa de la reforma de las instituciones políticas y de los organismos públicos. El movimiento comunitario del cual estos líderes provienen continuará alimentando con su propia dinámica a los líderes y al cambio. Existe un partido virtual de la modernidad, aún sin expresión institucional, disperso en una multitud de iniciativas privadas que sólo requieren la coordinación de líderes atentos, para transformarse en una fuerza operativa capaz de gestar cambios visibles.
Desde un punto de vista político, una vez que el movimiento hacia la modernidad sea objeto de debate, cuente con líderes claros y esté asumido en forma consciente por la mayoría de los argentinos, será posible volver a formular un esquema bipartidista que permita ordenar, del modo más sencillo posible, la opción electoral. No existe tal cosa como el partido de la modernidad, pero ésta, para lograr la reforma completa de la vida pública argentina, requiere de un instrumento político. La construcción de este instrumento político coexistirá en forma obligada con los intentos de las fuerzas antimodernas por limitar la vida política a partidos controlados desde el Estado y con la reiterada ilusión de volver a formas organizativas del pasado, ya sea por medio de los partidos tradicionales o de otros nuevos. El partido de la modernidad enfrenta así dos posibilidades: puede organizarse como un nuevo partido o florecer dentro de un PJ con elecciones libres hasta abarcarlo en su totalidad.
La primera posibilidad es la del movimiento a la modernidad hecho nuevo partido y enfrentado al actual PJ como partido peronista arcaico, cerrado en su pasado y en las malas prácticas políticas. Un nuevo partido de la modernidad que comprenda que la revolución peronista concluyó con éxito en el siglo XX y que comenzó otra, propia del siglo XXI, y que reclama para sí el protagonismo de una nueva era. En ese esquema bipartidista, el PJ pasaría a ocupar el lugar segundón que ocupó el radicalismo en el pasado, cuando el peronismo nació como la fuerza revolucionaria que expresaba las necesidades del pueblo argentino posterior al yrigoyenismo. Así, el nuevo partido de la modernidad asumiría la tarea revolucionaria correspondiente a las necesidades del pueblo contemporáneo, y contaría incluso entre sus filas a peronistas con vocación modernizadora, del mismo modo que el peronismo del 45 pudo contar con un radicalismo aún leal a la revolución popular.
El segundo posible esquema bipartidista, registra el hecho de que Perón no pasó en vano como intelectual y formador de una generación de políticos y que éstos son también capaces de protagonizar la nueva revolución. En este caso, el cambio provendría de las filas de quienes dentro del PJ expresa la modernidad económica, el aún combativo menemismo, y su continuación biológica, la menos publicitada fracción de la generación del 73 –post menemista, antiduhaldista y anti kirchnerista- que expresando además la modernidad cultural y asumiendo como propios los años 90 de Menem y de Cavallo, consiguieran, por medio de internas abiertas, ordenar el movimiento hacia la modernidad y recapturar el PJ para ésta. El partido radical, en su definitiva instancia post alfonsinista, podría también revivir asumiendo algunos de los aspectos de la modernidad que sean afines a su propia tradición política y dejar en manos de la parte radical de la generación del 73, que asumió muchos de los postulados del peronismo, el juego de una oposición moderna y fuera de la ya superada antigua antinomia. Este segundo esquema bipartidista, tendría la belleza estética y cultural de conservar para la comunidad dos grandes partidos históricos con tradiciones importantes y también la belleza histórica de instalar en el poder a la generación más diezmada de la historia argentina con la lección aprendida, lista para cumplir con su postergado rol de eslabón histórico y traspasar el ejercicio de la vida política a las nuevas generaciones. Los dos partidos ganados para la modernidad, quizá uno con el acento en la modernidad económica y el otro con el acento en la modernidad cultural, pero ambos compenetrados con la modernidad en el estilo de gestión pública y en la organización de las instituciones políticas. Las fuerzas que emigraron hacia nuevas formaciones en el esfuerzo de renovar la vida política, regresarían a uno u a otro de los dos partidos, quebrados en su inercia reaccionaria y abiertos por fin, como en sus orígenes, a la revolucionaria participación popular y a la elección de los representantes genuinos del pueblo.
Para llegar a cualquiera de los dos esquemas bipartidistas y abrir el camino a la modernidad, faltan quizá organizaciones no gubernamentales que exijan y promuevan no sólo la reforma política en los partidos ya constituidos, sino que se preocupen de armar, en forma paralela a esos partidos, simulacros de elecciones nacionales, provinciales y municipales destinados a descubrir a los nuevos líderes de la modernidad, y a promover el cambio frenado por el Gobierno, por los partidos cerrados o por la justicia que no los obliga a abrirse. Esta táctica de privatización informal de las elecciones, hoy bajo el monopolio de un Estado corrupto acostumbrado a licitar el poder político por medio de la manipulación electoral, permitiría que los ciudadanos ejerciesen su poder, encontrasen sus líderes y diesen a éstos un mandato para presionar con peso legítimo sobre las instituciones políticas. Por esa vía paralela, menos costosa que la de formar partidos prematuros, se lograría afirmar el movimiento comunitario y penetrar poco a poco en las instituciones políticas y en los organismos públicos. Hasta ahora, el intento de abrir la política ha quedado a cargo de pequeños nuevos partidos que, aún en alianza, no han logrado cambiar la situación. Construir un partido antes de generar un movimiento ha sido en la última década el error principal de dirigentes que, aún bien intencionados, han fracasado en su intento de renovar la política. Así, la estrategia de alentar el movimiento por medio de las organizaciones no gubernamentales puede ser la que finalmente lleve al éxito. Estas organizaciones deberían cumplir un doble objetivo: por un lado, concentrar una fuerza suficiente para obligar a los dos partidos tradicionales a su apertura democrática a la modernidad y, por el otro, como resguardo, crear anclajes sólidos para un futuro partido institucionalizado si no consiguiesen modernizar los ya existentes. Es propio de la modernidad también no delegar la investigación y formulación de planes y políticas en las instituciones partidarias, sino llevar a cabo ese trabajo dentro de las formas ágiles y móviles de organizaciones no partidarias y no gubernamentales, que permiten la formación de equipos de gobierno muy calificados y altamente especializados y la construcción de políticas complejas, del modo más profesional.
Una de las herencias más positivas del Perón intelectual, fue esta diferenciación entre movimiento y partido. Según él, el movimiento expresaba la tendencia profunda del pueblo, que precisaba ser conducido a favor de este interés siempre cambiante y no congelado a destiempo en la estructura rígida de un partido ideológico. El partido era, siempre y sólo, un mero instrumento electoral, por el cual el pueblo instalaba en el Gobierno a los dirigentes que servían a su interés presente. El peronismo del PJ actual, cerrado a la participación popular y al debate, con listas sábanas negociadas por dirigentes alimentados desde el gobierno, es justamente lo opuesto al peronismo de Perón. Un Perón que dejó a los dirigentes del futuro, el ejemplo de una estrategia de organización política y comunitaria, bien recordado por muchos de aquellos que lo conocieron y, en tiempos de su vida, lo siguieron. Así, aunque la modernidad corresponde a un tiempo post Perón, el camino hacia ella no podrá dejar de contar con los legados más valiosos de la revolución exitosa que democratizó, para siempre, al pueblo argentino y lo hizo consciente y dueño de su destino político.
Quizá, con suerte, si es cierto que las instituciones vencen al tiempo, la modernidad pueda adueñarse también del instrumento partidario que permitió aquella revolución, y del viejo radicalismo que quedó a la zaga. El paradigma de la modernidad incluye el aprovechamiento de las tradiciones como un valioso diferencial cultural, también en el campo de la política. Pero si el vencedor es el tiempo, la modernidad se hará eco de su victoria, que es también la suya, e inventará sus propias y nuevas instituciones.