(publicado en Peronismo Libre; http://peronismolibre.blogspot.com)
Cuando las rectificaciones a un rumbo nacional que nos lleva a la bancarrota y a la disolución no están en el objetivo del Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial pueden ser juzgados por el pueblo cuyos intereses representan como cómplices, si es que no actuasen con la severidad y energía que la situación nacional requiere. Tan responsables como el Poder Ejecutivo por el mal estado de la Nación y tan culpables como éste por lo que pudiera sobrevenir.
No basta con la actuación valiente y decidida de una jueza cuando otras dos quedan a mitad camino entre la solución total y la solución a medias. Tampoco es suficiente el juramento de las oposiciones unidas de actuar en conjunto para limitar al Poder Ejecutivo cuando de lo que se trata es de que el Poder Ejecutivo esté ejercido por personas honestas e idóneas, respetuosas además de las formas institucionales. Con el pretexto de que la oposición no puede tener, en su lucha contra el destructivo Poder Ejecutivo, los mismos malos modales institucionales, se somete a la Argentina y a los argentinos a la lenta agonía cuya hora final hacia finales de 2011 debería premiar el cristiano padecimiento con una resurrección institucional ya que no económica, porque para entonces es poco lo que quedará en pie.
¿Quién conduce esta sacrificada estrategia de la oposición? ¿Se trata de la generosa entrega republicana de líderes republicanos a ultranza o, una vez más, de pura especulación política? ¿Quién es hoy el enemigo de quién y quién el conveniente amigo del enemigo? Hay que volver a recordar la inteligente maniobra de los actuales ocupantes del Poder Ejecutivo, en enero de 2008, apenas ganado el segundo período presidencial, cuando decidieron ocupar también el partido político que habían despreciado por conservador y no izquierdista, un partido político del cual habían sido, además, echados por su fundador que les aclaró, en persona, aún vivo, que el peronismo no era socialista. En esa ocasión, ejecutaron un movimiento político que no sólo los beneficiaba sino que también extendía el beneficio a la oposición no peronista.
En efecto, con un Partido Justicialista ocupado por la izquierda, el peronismo real, no socialista y conservador, quedaría sin hogar, libre para engrosar las filas de otros partidos, mientras que el sello PJ, y el peronismo en general representados por una izquierda que volvía a decirse peronista, actuando y recordando lo peor del pasado, no dejarían de caer en la opinión pública, la cual, quizá y por fin, después de más de medio siglo de mayorías, abandonaría para siempre la ilusión peronista. Así, mientras la actual izquierda a cargo del PJ cumplía con su más modesto objetivo de bloquear a su enemigo letal de siempre, el peronismo real no socialista, era a la vez consentida en su propósito por todos aquellos opositores al peronismo real, siempre temerosos de su potencial electoral.
Esa pinza para la eliminación del peronismo real, cara a los antiguos oídos “gorilas”, ya de origen radical o liberal, y fundamentalmente útil para todas las social-democracias que aún se creen una solución fundante y duradera, podría ser, después de todo, nada más que la historia argentina siguiendo su curso y dejando atrás un movimiento significativo en su momento pero hoy acabado. Sin embrago, también podría ser lo que la realidad política argentina muestra que es: un mal cálculo político, pensado que la Argentina está sólo destruida por su escaso republicanismo, y no por el abandono de las políticas económicas liberales que la reintrodujeron en su camino de grandeza en los 90. El mal cálculo político que tolera que, por ejemplo, nadie reclame al Poder Judicial por su extraordinaria permisividad con la ocupación ilegal del PJ por los Kirchner. Ocupación a reafirmarse en las próximas semanas, por otra parte.
Así, la realidad política que está por debajo de la actual agonía argentina no es sólo la deshonestidad e incompetencia del actual Poder Ejecutivo, sino el intento de bloqueo al peronismo real, compartido por el Poder Ejecutivo, parte del peronismo retrógrado y diferentes fragmentos de la oposición.
Hoy, sin un liderazgo contundente, fraccionado entre las personalidades de Peronismo Federal y sus adherentes, este peronismo real no tiene hogar, no está listo para competir en una interna en el PJ, tampoco listo para armar un partido nacional que sustituya a éste, y no puede expresarse como lo que es hoy en su médula: la mayor avanzada creativa para reorganizar la Argentina como una auténtica democracia federal, republicana, capitalista, progresista, continentalista y globalista.
Este peronismo en total sintonía con el liberalismo más libertario y globalista no ha nacido de un repollo, sino de un proceso de reafirmación de valores iniciado por Menem y Cavallo en los 90 y reasegurado luego por la contraria, el total fracaso de quienes, desde fines de 2001, volvieron atrás el reloj de la historia argentina. Es este peronismo el que obviamente encarna la oposición más intransigente al Poder Ejecutivo, el que más presión hace para que el Poder Judicial intervenga y el que no puede tomar las riendas en el Poder Legislativo, siendo permanentemente frenado por aquellos que con el pretexto de la prudencia sólo contribuyen a una agonía funcional a sus intereses políticos. Aquellos para quienes el falso peronismo que gobierna, en su caída, arrastraría a todo el peronismo, de una y para siempre. En la agonía, es difícil advertir que la solución está, hoy como ayer, en el centro exacto de lo que muchos consideran “el mal”. Un peronismo en versión aggiornada, iluminado por aquellos mismos que supo en sus inicios combatir, en esa larga deglución histórica que los movimientos revolucionarios están obligados a hacer para resumir el total de la experiencia nacional.
Este peronismo real expresa las esperanzas profundas de una nación desorientada en sus preferencias políticas pero firme en sus deseos de vida organizada, de libertad y prosperidad. Su demora en llegar al poder será la demora de la Argentina en volver a ser lo que fue, no hace cien años, sino hace apenas diez. La agonía de la Argentina, es la suya, y mientras algunos lo matan, deseándolo bien muerto, otros lo reviven, boca a boca, entendiendo que su suerte es, también, la de la Argentina.
sábado, enero 30, 2010
lunes, enero 25, 2010
EL CAPITAL DEL PUEBLO
(Publicado en Peronismo Libre; http://peronismolibre.blogspot.com )
En 1991, a partir de la ley de convertibilidad, los argentinos comenzamos a recibir en forma masiva nuestra primera lección de economía práctica referida al eterno problema de la inflación local. Aprendimos que con un banco central independiente que manejara una moneda permanentemente respaldada por reservas en una moneda firme, era suficiente para mantener la estabilidad en los precios, eliminando no sólo los riesgos de hiperinflación sino la inflación misma. Por diez años vivimos dentro de esa regla y dentro de esa realidad (y no ilusión, como a muchos ignorantes aún les sigue gustando definir ese período por demás riguroso y realista en lo que a moneda estable se refiere). El problema argentino vino por el exceso de gasto en las provincias –en particular la Provincia de Buenos Aires—y el consiguiente endeudamiento de las provincias que, por una falta de auténtico federalismo, cayó sobre las espaldas de la Nación, propiciando así la debacle de fines de 2001. Aún estamos pagando los costos de esta debacle por las malas soluciones que aplicaron el duhaldismo primero y el kirchnerismo después, recurriendo no sólo a la devaluación de la moneda sino al desconocimiento de los derechos de propiedad al pesificar títulos y contratos en dólares.
Las discusiones de estos días en relación al Banco Central, al rol del presidente de esta institución, a las facultades del Poder Ejecutivo, del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia, vuelven a poner sobre el tapete el tema del respeto al valor real de la moneda nacional y a cómo el Presupuesto Nacional puede y debe manejarse en relación a este valor.
Las provincias, con el vanguardista Gobernador de San Luis a la cabeza, han comenzado a tomar posición en el tema y a ir a fondo en el análisis de los motivos reales de la debacle del 2001: si las provincias estuvieran bajo un auténtico régimen federal, recaudando sus propios impuestos, sólo podrían endeudarse en relación a su propia capacidad de pago y, si quebrasen por algún motivo, no arrastrarían con ellas a la nación ni a la moneda.
Todo esto viene a cuento de qué significa en realidad el capital del pueblo y cómo debe acompañárselo desde el Estado, un tema que se soslaya en la eterna discusión ideológica que quiere oponer estatismo y capitalismo, y en la cual el capitalismo juega el rol del angurriento villano que succiona el dinero para beneficiar a unos pocos dueños, y el estatismo como el benefactor dispuesto a repartir el dinero público y privado entre todos, en especial los más pobres.
Lo primero que hay que comprender es que el Estado no tiene un capital propio, per se. No se trata de una compañía pública con bienes propios, ni muebles ni inmuebles, sino que es ante todo una unidad de gestión de bienes públicos y de capital público. Es decir, el Estado no es dueño de los bienes públicos y mucho menos son sus dueños los representantes del pueblo elegidos para gestionarlos. Por otra parte, por un retraso en la redacción definitiva de lo que se sigue mal llamando coparticipación federal en la Constitución, el Estado Nacional aparece como administrador de bienes públicos que, por razones de forma constitucional federal y de pragmatismo en la gestión, deberían ser administrados por las provincias.
Esta reconceptualización del dinero público, donde a los bienes muebles de propiedad pública se suman las reservas y el total de la moneda circulante, es importante para que el público, el pueblo, único dueño del total de bienes públicos muebles e inmuebles, se adueñe simbólicamente de lo que es suyo y no permita más su desorganización y/o mal uso. Que esta desorganización sea ejecutada por un Poder Ejecutivo ignorante o, más frecuentemente, usurpador de ese dinero público en su propio beneficio o en el de sus amigos, o por un Congreso ignorante, comprado o poco eficiente, o por una Corte Suprema acomodaticia (como en el vergonzoso caso de la pesificación , que debería haber recibido una ejemplificadora condena de sus ejecutores), poco importa. Lo importante es completar el recorrido intelectual que este pueblo viene haciendo a la hora de reconocer que los impuestos sobre sus bienes individuales, los impuestos sobre cada producto comprado (a través del IVA universal, por el cual paga 21% sobre cada cosa que compra, desde una planta de lechuga hasta un electrodoméstico) y los impuestos sobre su trabajo o ganancias, no son propiedad de Estado, una vez recaudados, sino que continúan siendo su propiedad y que constituyen su aporte individual a las necesidades compartidas con toda la comunidad.
La pregunta del pueblo debe ser entonces: ¿qué es entonces lo que la comunidad precisa de verdad y cómo va a usarse ese, su, capital remitido al Estado en forma directa o indirecta bajo la forma de impuestos?
Lo primero que la comunidad precisa es estabilidad en su moneda, es decir, respeto absoluto por ésta y por las reservas que la respaldan. Dentro de este respeto se incluye el respeto a las leyes, que es lo que da la seguridad jurídica necesaria para la inversión y el crecimiento, y también la creación de nuevas leyes que perfeccionen el sistema de gestión del dinero público, por ejemplo, todas las leyes que avancen un federalismo impositivo real.
Lo segundo que la comunidad precisa es inversión comunitaria útil, y, en este sentido, hay un gran vacío en la decisión de estas inversiones por la falencia en la representatividad en el Congreso, debido a listas sábanas que no expresan distritos en sus matices más auténticos sino sectores políticos, ideología en general, y no necesidades concretas de la población. Una buena muestra de cómo también esto se ha abierto un espacio en la conciencia colectiva es la incorporación en las recientes elecciones de los diputados “del campo”, a raíz de la situación crítica en que el Ejecutivo colocó al sector durante los años 2008 y 2009.
La discusión acerca de qué es útil y qué no es útil no es otra que la discusión acerca de la asignación de recursos en el presupuesto nacional que debería llevarse en el Congreso acompañada por un gran debate público. En el caso de las mayorías automáticas que hemos vivido bajo el kirchnerismo, sin una real oposición, el público ha ignorado el contenido de este presupuesto, porque la prensa lo ha ignorado, y porque muchos dirigentes de la oposición prefieren todavía discutir generalidades ideológicas en vez de los temas concretos de en qué se gasta cada peso. Si ellos no piensan, el último responsable es el propio pueblo, que aún no se ha fijado en el presupuesto para ver en qué gastan su dinero. El capital del pueblo tiene su expresión en el presupuesto y el pueblo puede controlar y decidir el gasto a través de sus representantes pero también a través del debate público y abierto.
Hay cosas que el pueblo ignora, porque la prensa, que debería ser su guía en estos temas a veces un poco técnicos, es también bastante haragana a la hora de hacer docencia y también porque hay muy, pero muy pocos dirigentes que comprendan este tema del capital del pueblo. El radicalismo es estatista por vocación y por inercia. El peronismo, en cambio, ha sido estatista por dogma y quizá ya es hora de que todos aquellos dirigentes que no supieron dar el salto con Menem y con Cavallo, lo den ahora, no sólo por el bien y continuidad del peronismo, sino por el bien del pueblo, en especial de aquel más humilde, aquel con poco capital o ninguno, sólo dueño del potencial capital de su trabajo, cuando lo tiene.
Para que el pueblo pueda defender su pequeño o gran capital, o acceder a algún capital por medio de su trabajo, precisa no sólo la estabilidad de la moneda, leyes federales y control público del presupuesto, sino estar seguro de que cada partida atribuida a cada sector o institución comunitaria se administre bien y en beneficio del total de la comunidad. Y aquí viene el otro gran secreto de la eficiente administración del capital del pueblo: la descentralización. Así como se sacará mayor provecho y se minimizarán los riesgos con una recolección y distribución federal de los impuestos, se aumentará la eficiencia con una descentralización en la gestión.
Cada unidad de servicio comunitario debe manejar sus propios recursos: se trate de una comisaría, una escuela, un hospital o un teatro. Si el capital de esa institución es público, su gestión, en cambio, debe ser tan eficiente como la gestión de las instituciones de capital privado y estar capacitada para recibir no sólo capital público sino donaciones individuales que pudieran reforzar su mejor funcionamiento, allí donde la comunidad decidiera hacer una inversión personalizada. Esta gestión debe tener también, al igual que el presupuesto nacional, un control del público para aventar no sólo la mala gestión sino la corrupción. Es difícil controlar a un Estado centralizado que actúa sin control público sobre la totalidad de las instituciones de capital público; es sencillo, sin embargo, controlar cada institución en particular si la gestión está descentralizada en un 100% y supervisada por sus propios usuarios. La dirigencia peronista debería, desde ahora y mucho antes de embarcarse en las propuestas electorales, considerar esta nueva estructura de servicio al capital del pueblo, ese que está en el origen mismo de la preocupación peronista.
¿Qué diría el General Perón de todo esto? Que los instrumentos para servir al pueblo cambian y que el objetivo no son los instrumentos, sino el pueblo. Nadie como él defendió y respetó los derechos de los trabajadores. Hoy, en una economía globalizada por fuerza de la historia y no de la ideología, los trabajadores desean en primer lugar, seguir siendo trabajadores, es decir, tener un trabajo real y no obtener una magra derivación vía subsidio del capital de los que trabajan. Ya saben, ya han aprendido duramente, que sin inversión no hay trabajo y que no hay inversión donde no hay moneda ni leyes. Todavía no se animan a pensar del todo lo que sí sienten, que ese dinero que ceden al Estado bajo la forma de impuestos, es de ellos y que, de algún modo, la decisión sobre su uso le pertenece. No saben cómo hacerse oír: a los dirigentes les toca escucharlos y dar una respuesta clara acerca de qué piensan hacer con el dinero público si son elegidos para administrarlo.
A esos restos rezagados de la izquierda que aún anidan en el peronismo y en el alma de muchos nobles y románticos artistas, para que no desesperen y continúen llorando el socialismo de antaño, es bueno recordarles que un sistema capitalista abarca también la posibilidad de la organización privada en cooperativas, en organizaciones sin fines de lucro que pueden funcionar, también, con capital público si el pueblo así lo decide, atendiendo a su propio interés a veces no material sino espiritual. Para éstos, el concepto de capital del pueblo puede resultar una muy adecuada alternativa a la hora de pensar en las necesidades artísticas y culturales de la comunidad (pensamos en escuelas de arte con fondos insuficientes; en instituciones como teatros en franco descuido, etc) resaltando siempre el concepto de descentralización e introduciendo, allí donde fuera pertinente, la organización cooperativa y el aporte simultáneo de contribuyentes privados.
En 1991, a partir de la ley de convertibilidad, los argentinos comenzamos a recibir en forma masiva nuestra primera lección de economía práctica referida al eterno problema de la inflación local. Aprendimos que con un banco central independiente que manejara una moneda permanentemente respaldada por reservas en una moneda firme, era suficiente para mantener la estabilidad en los precios, eliminando no sólo los riesgos de hiperinflación sino la inflación misma. Por diez años vivimos dentro de esa regla y dentro de esa realidad (y no ilusión, como a muchos ignorantes aún les sigue gustando definir ese período por demás riguroso y realista en lo que a moneda estable se refiere). El problema argentino vino por el exceso de gasto en las provincias –en particular la Provincia de Buenos Aires—y el consiguiente endeudamiento de las provincias que, por una falta de auténtico federalismo, cayó sobre las espaldas de la Nación, propiciando así la debacle de fines de 2001. Aún estamos pagando los costos de esta debacle por las malas soluciones que aplicaron el duhaldismo primero y el kirchnerismo después, recurriendo no sólo a la devaluación de la moneda sino al desconocimiento de los derechos de propiedad al pesificar títulos y contratos en dólares.
Las discusiones de estos días en relación al Banco Central, al rol del presidente de esta institución, a las facultades del Poder Ejecutivo, del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia, vuelven a poner sobre el tapete el tema del respeto al valor real de la moneda nacional y a cómo el Presupuesto Nacional puede y debe manejarse en relación a este valor.
Las provincias, con el vanguardista Gobernador de San Luis a la cabeza, han comenzado a tomar posición en el tema y a ir a fondo en el análisis de los motivos reales de la debacle del 2001: si las provincias estuvieran bajo un auténtico régimen federal, recaudando sus propios impuestos, sólo podrían endeudarse en relación a su propia capacidad de pago y, si quebrasen por algún motivo, no arrastrarían con ellas a la nación ni a la moneda.
Todo esto viene a cuento de qué significa en realidad el capital del pueblo y cómo debe acompañárselo desde el Estado, un tema que se soslaya en la eterna discusión ideológica que quiere oponer estatismo y capitalismo, y en la cual el capitalismo juega el rol del angurriento villano que succiona el dinero para beneficiar a unos pocos dueños, y el estatismo como el benefactor dispuesto a repartir el dinero público y privado entre todos, en especial los más pobres.
Lo primero que hay que comprender es que el Estado no tiene un capital propio, per se. No se trata de una compañía pública con bienes propios, ni muebles ni inmuebles, sino que es ante todo una unidad de gestión de bienes públicos y de capital público. Es decir, el Estado no es dueño de los bienes públicos y mucho menos son sus dueños los representantes del pueblo elegidos para gestionarlos. Por otra parte, por un retraso en la redacción definitiva de lo que se sigue mal llamando coparticipación federal en la Constitución, el Estado Nacional aparece como administrador de bienes públicos que, por razones de forma constitucional federal y de pragmatismo en la gestión, deberían ser administrados por las provincias.
Esta reconceptualización del dinero público, donde a los bienes muebles de propiedad pública se suman las reservas y el total de la moneda circulante, es importante para que el público, el pueblo, único dueño del total de bienes públicos muebles e inmuebles, se adueñe simbólicamente de lo que es suyo y no permita más su desorganización y/o mal uso. Que esta desorganización sea ejecutada por un Poder Ejecutivo ignorante o, más frecuentemente, usurpador de ese dinero público en su propio beneficio o en el de sus amigos, o por un Congreso ignorante, comprado o poco eficiente, o por una Corte Suprema acomodaticia (como en el vergonzoso caso de la pesificación , que debería haber recibido una ejemplificadora condena de sus ejecutores), poco importa. Lo importante es completar el recorrido intelectual que este pueblo viene haciendo a la hora de reconocer que los impuestos sobre sus bienes individuales, los impuestos sobre cada producto comprado (a través del IVA universal, por el cual paga 21% sobre cada cosa que compra, desde una planta de lechuga hasta un electrodoméstico) y los impuestos sobre su trabajo o ganancias, no son propiedad de Estado, una vez recaudados, sino que continúan siendo su propiedad y que constituyen su aporte individual a las necesidades compartidas con toda la comunidad.
La pregunta del pueblo debe ser entonces: ¿qué es entonces lo que la comunidad precisa de verdad y cómo va a usarse ese, su, capital remitido al Estado en forma directa o indirecta bajo la forma de impuestos?
Lo primero que la comunidad precisa es estabilidad en su moneda, es decir, respeto absoluto por ésta y por las reservas que la respaldan. Dentro de este respeto se incluye el respeto a las leyes, que es lo que da la seguridad jurídica necesaria para la inversión y el crecimiento, y también la creación de nuevas leyes que perfeccionen el sistema de gestión del dinero público, por ejemplo, todas las leyes que avancen un federalismo impositivo real.
Lo segundo que la comunidad precisa es inversión comunitaria útil, y, en este sentido, hay un gran vacío en la decisión de estas inversiones por la falencia en la representatividad en el Congreso, debido a listas sábanas que no expresan distritos en sus matices más auténticos sino sectores políticos, ideología en general, y no necesidades concretas de la población. Una buena muestra de cómo también esto se ha abierto un espacio en la conciencia colectiva es la incorporación en las recientes elecciones de los diputados “del campo”, a raíz de la situación crítica en que el Ejecutivo colocó al sector durante los años 2008 y 2009.
La discusión acerca de qué es útil y qué no es útil no es otra que la discusión acerca de la asignación de recursos en el presupuesto nacional que debería llevarse en el Congreso acompañada por un gran debate público. En el caso de las mayorías automáticas que hemos vivido bajo el kirchnerismo, sin una real oposición, el público ha ignorado el contenido de este presupuesto, porque la prensa lo ha ignorado, y porque muchos dirigentes de la oposición prefieren todavía discutir generalidades ideológicas en vez de los temas concretos de en qué se gasta cada peso. Si ellos no piensan, el último responsable es el propio pueblo, que aún no se ha fijado en el presupuesto para ver en qué gastan su dinero. El capital del pueblo tiene su expresión en el presupuesto y el pueblo puede controlar y decidir el gasto a través de sus representantes pero también a través del debate público y abierto.
Hay cosas que el pueblo ignora, porque la prensa, que debería ser su guía en estos temas a veces un poco técnicos, es también bastante haragana a la hora de hacer docencia y también porque hay muy, pero muy pocos dirigentes que comprendan este tema del capital del pueblo. El radicalismo es estatista por vocación y por inercia. El peronismo, en cambio, ha sido estatista por dogma y quizá ya es hora de que todos aquellos dirigentes que no supieron dar el salto con Menem y con Cavallo, lo den ahora, no sólo por el bien y continuidad del peronismo, sino por el bien del pueblo, en especial de aquel más humilde, aquel con poco capital o ninguno, sólo dueño del potencial capital de su trabajo, cuando lo tiene.
Para que el pueblo pueda defender su pequeño o gran capital, o acceder a algún capital por medio de su trabajo, precisa no sólo la estabilidad de la moneda, leyes federales y control público del presupuesto, sino estar seguro de que cada partida atribuida a cada sector o institución comunitaria se administre bien y en beneficio del total de la comunidad. Y aquí viene el otro gran secreto de la eficiente administración del capital del pueblo: la descentralización. Así como se sacará mayor provecho y se minimizarán los riesgos con una recolección y distribución federal de los impuestos, se aumentará la eficiencia con una descentralización en la gestión.
Cada unidad de servicio comunitario debe manejar sus propios recursos: se trate de una comisaría, una escuela, un hospital o un teatro. Si el capital de esa institución es público, su gestión, en cambio, debe ser tan eficiente como la gestión de las instituciones de capital privado y estar capacitada para recibir no sólo capital público sino donaciones individuales que pudieran reforzar su mejor funcionamiento, allí donde la comunidad decidiera hacer una inversión personalizada. Esta gestión debe tener también, al igual que el presupuesto nacional, un control del público para aventar no sólo la mala gestión sino la corrupción. Es difícil controlar a un Estado centralizado que actúa sin control público sobre la totalidad de las instituciones de capital público; es sencillo, sin embargo, controlar cada institución en particular si la gestión está descentralizada en un 100% y supervisada por sus propios usuarios. La dirigencia peronista debería, desde ahora y mucho antes de embarcarse en las propuestas electorales, considerar esta nueva estructura de servicio al capital del pueblo, ese que está en el origen mismo de la preocupación peronista.
¿Qué diría el General Perón de todo esto? Que los instrumentos para servir al pueblo cambian y que el objetivo no son los instrumentos, sino el pueblo. Nadie como él defendió y respetó los derechos de los trabajadores. Hoy, en una economía globalizada por fuerza de la historia y no de la ideología, los trabajadores desean en primer lugar, seguir siendo trabajadores, es decir, tener un trabajo real y no obtener una magra derivación vía subsidio del capital de los que trabajan. Ya saben, ya han aprendido duramente, que sin inversión no hay trabajo y que no hay inversión donde no hay moneda ni leyes. Todavía no se animan a pensar del todo lo que sí sienten, que ese dinero que ceden al Estado bajo la forma de impuestos, es de ellos y que, de algún modo, la decisión sobre su uso le pertenece. No saben cómo hacerse oír: a los dirigentes les toca escucharlos y dar una respuesta clara acerca de qué piensan hacer con el dinero público si son elegidos para administrarlo.
A esos restos rezagados de la izquierda que aún anidan en el peronismo y en el alma de muchos nobles y románticos artistas, para que no desesperen y continúen llorando el socialismo de antaño, es bueno recordarles que un sistema capitalista abarca también la posibilidad de la organización privada en cooperativas, en organizaciones sin fines de lucro que pueden funcionar, también, con capital público si el pueblo así lo decide, atendiendo a su propio interés a veces no material sino espiritual. Para éstos, el concepto de capital del pueblo puede resultar una muy adecuada alternativa a la hora de pensar en las necesidades artísticas y culturales de la comunidad (pensamos en escuelas de arte con fondos insuficientes; en instituciones como teatros en franco descuido, etc) resaltando siempre el concepto de descentralización e introduciendo, allí donde fuera pertinente, la organización cooperativa y el aporte simultáneo de contribuyentes privados.
domingo, enero 03, 2010
LA HOJA DE RUTA DEL PERONISMO LIBERAL
(publicado en Peronismo Libre; http://peronismolibre.blogspot.com)
Entre las próximas elecciones y el presente, media un incierto tiempo político en el cual tanto las fracciones peronistas como las liberales pugnarán por la organización y resolución de un espacio de centro-derecha que vendría a oponerse al espacio, en principio, de centro-izquierda del radicalismo. Este último, heredero republicano del kirchnerismo y el duhaldismo, enfrenta sus propios problemas, de los cuales no es el menor cierta posible configuración del peronismo, que podría mantener en el PJ una férrea identidad kirchnerista o deslizarse hacia su identidad melliza, el duhaldismo. Esta última configuración desplazaría hacia la derecha al radicalismo, y buena parte del peronismo y el liberalismo deberían entonces conformar una tercera fuerza situada en el exacto centro del espectro político.
Mientras esta razón histórica, cuya belleza y verdad se expresan en la perfecta simetría del diseño republicano en tránsito hacia un bipartidismo genuino, la fusión peronista- liberal ocupará de todos modos el centro. El PJ puede continuar usurpado por las fuerzas oscuras que le niegan su libre expresión y el radicalismo puede adquirir, para diferenciarse, un tinte más liberal en la economía, pero el proceso profundo de fusión peronista-liberal buscará, de todos modos, su expresión electoral. El aspecto más importante de esta fusión no es entonces la definición del espacio electoral, sino la definición de su espacio ideológico en la conciencia ciudadana, la cual lleva un considerable atraso informativo y formativo, acumulado en la última década de pésimos liderazgos.
No existe un único líder en el espacio peronista-liberal, sino una respetable variedad que debería ir decantando a lo largo de los próximos meses y cuyo filtro sería no sólo el carisma individual frente a una población descreída y decepcionada, sino el talento para dibujar sin oscuridad y con osadía, el proyecto de país deseado. La primera barrera a superar, tanto dentro del peronismo como del liberalismo, es la evaluación de la década del 90. Haciendo caso a la impopularidad actual de esta década, promovida por sus enemigos de entonces y por medios social-demócratas, muchos líderes peronistas o liberales tienden a omitirla, o a apartarse de quienes fueron sus principales protagonistas, Carlos Menem y Domingo Cavallo, equivocándose en el primer paso de su diferenciación.
Si bien los 90 y su secuela hasta fines de 2001, distaron de ser perfectos, aún constituyen el esfuerzo más serio para reencaminar a la Argentina dentro de la mejor tradición de crecimiento liberal o peronista. Renunciar a identificar este primer paso en la dirección correcta, es renunciar a crear en la opinión pública una conciencia de su propio derrotero histórico. En particular, es renunciar a crear una nueva conciencia acerca de la propia responsabilidad de líderes y ciudadanos sobre las oportunidades perdidas y los errores cometidos por ignorancia.
En la última década se ha hecho un extraordinario avance colectivo, en líderes y dirigentes, en todo lo que hace a la conciencia republicana y al modo correcto de funcionamiento institucional de los tres poderes constitucionales. No se ha producido aún un salto equivalente en dos temas: el concepto de elite dirigente, que se confunde una y otra vez con oligarquía, con las consecuencias que están a la vista, y cuál es, finalmente, la organización económica adecuada para el crecimiento y reparto de la riqueza.
En la inevitable zaranda de líderes del espacio peronista-liberal, caerán como arena desdeñable aquellos que por demagogia se nieguen a reconocer el carácter organizativo y jerárquico de toda dirigencia eficiente y de las innegables similitudes del liberalismo y del peronismo en este valor. Volvemos a recordar que el mayor enfrentamiento sociológico del pasado entre liberalismo y peronismo fue por la democratización que este último introdujo en la formación de la elite nacional, y que el mayor rechazo de los restos del antiguo liberalismo por el peronismo actual se funda en el fracaso del peronismo en la conformación de una elite eficaz y respetable. Por lo tanto, quedarán como el oro disponible aquellos dirigentes que, de origen peronista o liberal, reconozcan a su par histórico y reivindiquen sin pudor el concepto de elite dirigente.
La conciencia acerca del esquema organizativo de la economía comprende una valiente revisión de los 90 que clarifique ante la opinión pública el por qué del aparente fracaso final: no se trataba de una dirección errada, como cree hoy quizá la mayoría de la población y más de un dirigente peronista-liberal reblandecido por la habitual demagogia y por la cómoda pátina de la social-democracia europea, sino de una dirección correcta con muchas cosas que quedaron a mitad camino o sin hacer. Por ejemplo, desde el lado peronista, falta comprender que no se podía hacer una reforma veloz de la economía sin los programas sociales de capacitación, organización cooperativa, y de seguro de desempleo, y, desde el lado liberal, que no se podía dejar a la Argentina dentro de una estructura fiscal no completamente federalista. Por caso, en las próximas campañas, la expresión “coparticipación federal” debería caerse para siempre de la boca de los líderes peronistas-liberales, los cuales deberían animarse a reclamar un federalismo fiscal puro y duro, con el Banco Nación como prestamista de primera instancia en una etapa inicial hasta que las provincias completasen su propio proceso individual de modernización, y con un aporte de las provincias a la Nación para los gastos nacionales. En resumen, falta convencer a la población de que una economía capitalista en libertad es la única opción para generar riquezas, también en lo interno, por medio de la descentralización y el federalismo, y que un estado eficiente es aquel que promueve las políticas que generan más riquezas y que contribuye al acceso de éstas por parte de toda la población en modos genuinos, ayudándola a financiar su educación, su capacitación para el trabajo, su salud y su vivienda.
Es posible que en los próximos meses, dirigentes y público permanezcan entretenidos o distraídos por los avatares políticos electorales. Es de esperar que algunos dirigentes aprovechen ese mismo tiempo para construir un vínculo honesto y sólido con la ciudadanía, invitándola a recorrer un camino nuevo, que una las dos grandes tradiciones del centro-derecha en la Argentina: el liberalismo y el peronismo.
Entre las próximas elecciones y el presente, media un incierto tiempo político en el cual tanto las fracciones peronistas como las liberales pugnarán por la organización y resolución de un espacio de centro-derecha que vendría a oponerse al espacio, en principio, de centro-izquierda del radicalismo. Este último, heredero republicano del kirchnerismo y el duhaldismo, enfrenta sus propios problemas, de los cuales no es el menor cierta posible configuración del peronismo, que podría mantener en el PJ una férrea identidad kirchnerista o deslizarse hacia su identidad melliza, el duhaldismo. Esta última configuración desplazaría hacia la derecha al radicalismo, y buena parte del peronismo y el liberalismo deberían entonces conformar una tercera fuerza situada en el exacto centro del espectro político.
Mientras esta razón histórica, cuya belleza y verdad se expresan en la perfecta simetría del diseño republicano en tránsito hacia un bipartidismo genuino, la fusión peronista- liberal ocupará de todos modos el centro. El PJ puede continuar usurpado por las fuerzas oscuras que le niegan su libre expresión y el radicalismo puede adquirir, para diferenciarse, un tinte más liberal en la economía, pero el proceso profundo de fusión peronista-liberal buscará, de todos modos, su expresión electoral. El aspecto más importante de esta fusión no es entonces la definición del espacio electoral, sino la definición de su espacio ideológico en la conciencia ciudadana, la cual lleva un considerable atraso informativo y formativo, acumulado en la última década de pésimos liderazgos.
No existe un único líder en el espacio peronista-liberal, sino una respetable variedad que debería ir decantando a lo largo de los próximos meses y cuyo filtro sería no sólo el carisma individual frente a una población descreída y decepcionada, sino el talento para dibujar sin oscuridad y con osadía, el proyecto de país deseado. La primera barrera a superar, tanto dentro del peronismo como del liberalismo, es la evaluación de la década del 90. Haciendo caso a la impopularidad actual de esta década, promovida por sus enemigos de entonces y por medios social-demócratas, muchos líderes peronistas o liberales tienden a omitirla, o a apartarse de quienes fueron sus principales protagonistas, Carlos Menem y Domingo Cavallo, equivocándose en el primer paso de su diferenciación.
Si bien los 90 y su secuela hasta fines de 2001, distaron de ser perfectos, aún constituyen el esfuerzo más serio para reencaminar a la Argentina dentro de la mejor tradición de crecimiento liberal o peronista. Renunciar a identificar este primer paso en la dirección correcta, es renunciar a crear en la opinión pública una conciencia de su propio derrotero histórico. En particular, es renunciar a crear una nueva conciencia acerca de la propia responsabilidad de líderes y ciudadanos sobre las oportunidades perdidas y los errores cometidos por ignorancia.
En la última década se ha hecho un extraordinario avance colectivo, en líderes y dirigentes, en todo lo que hace a la conciencia republicana y al modo correcto de funcionamiento institucional de los tres poderes constitucionales. No se ha producido aún un salto equivalente en dos temas: el concepto de elite dirigente, que se confunde una y otra vez con oligarquía, con las consecuencias que están a la vista, y cuál es, finalmente, la organización económica adecuada para el crecimiento y reparto de la riqueza.
En la inevitable zaranda de líderes del espacio peronista-liberal, caerán como arena desdeñable aquellos que por demagogia se nieguen a reconocer el carácter organizativo y jerárquico de toda dirigencia eficiente y de las innegables similitudes del liberalismo y del peronismo en este valor. Volvemos a recordar que el mayor enfrentamiento sociológico del pasado entre liberalismo y peronismo fue por la democratización que este último introdujo en la formación de la elite nacional, y que el mayor rechazo de los restos del antiguo liberalismo por el peronismo actual se funda en el fracaso del peronismo en la conformación de una elite eficaz y respetable. Por lo tanto, quedarán como el oro disponible aquellos dirigentes que, de origen peronista o liberal, reconozcan a su par histórico y reivindiquen sin pudor el concepto de elite dirigente.
La conciencia acerca del esquema organizativo de la economía comprende una valiente revisión de los 90 que clarifique ante la opinión pública el por qué del aparente fracaso final: no se trataba de una dirección errada, como cree hoy quizá la mayoría de la población y más de un dirigente peronista-liberal reblandecido por la habitual demagogia y por la cómoda pátina de la social-democracia europea, sino de una dirección correcta con muchas cosas que quedaron a mitad camino o sin hacer. Por ejemplo, desde el lado peronista, falta comprender que no se podía hacer una reforma veloz de la economía sin los programas sociales de capacitación, organización cooperativa, y de seguro de desempleo, y, desde el lado liberal, que no se podía dejar a la Argentina dentro de una estructura fiscal no completamente federalista. Por caso, en las próximas campañas, la expresión “coparticipación federal” debería caerse para siempre de la boca de los líderes peronistas-liberales, los cuales deberían animarse a reclamar un federalismo fiscal puro y duro, con el Banco Nación como prestamista de primera instancia en una etapa inicial hasta que las provincias completasen su propio proceso individual de modernización, y con un aporte de las provincias a la Nación para los gastos nacionales. En resumen, falta convencer a la población de que una economía capitalista en libertad es la única opción para generar riquezas, también en lo interno, por medio de la descentralización y el federalismo, y que un estado eficiente es aquel que promueve las políticas que generan más riquezas y que contribuye al acceso de éstas por parte de toda la población en modos genuinos, ayudándola a financiar su educación, su capacitación para el trabajo, su salud y su vivienda.
Es posible que en los próximos meses, dirigentes y público permanezcan entretenidos o distraídos por los avatares políticos electorales. Es de esperar que algunos dirigentes aprovechen ese mismo tiempo para construir un vínculo honesto y sólido con la ciudadanía, invitándola a recorrer un camino nuevo, que una las dos grandes tradiciones del centro-derecha en la Argentina: el liberalismo y el peronismo.
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