No todos nuestros problemas son políticos.
Muchos de ellos corresponden más a áreas de la experiencia común mal
identificadas y, sobre todo, mal procesadas. Mientras que los políticos tienen
como misión conquistar el poder para decidir sobre las reglas administrativas y
organizativas del país y para conducir las relaciones internas y externas, el
pueblo común debe, además de votar y participar allí donde le sea requerido en
la toma de decisiones, ser consciente de sí mismo y de su propia historia y
cultura El proceso de unificación de los
argentinos como pueblo capaz de avanzar hacia un futuro mejor sin retroceder,
exige la aceptación de todas las tradiciones culturales y su unificación en una
cultura nacional común.
Los eventos nacionales, la
experiencia de éstos y la reacción a los mismos lideran todos los procesos populares
de avance y cambio y van creando sus propias tradiciones. Muchas veces estos
procesos son acompañados por el correspondiente análisis y verbalización y unas
pocas veces precedidos por éstos. Sin embargo, muchas otras veces, como en el
caso de los procesos no comprendidos cabalmente y que tienden a estancarse y
perpetuarse irresueltos en el tiempo, esos procesos no llegan a un nivel
suficiente de conciencia que permita su resolución y el avance colectivo. En
los últimos dos años, se ha popularizado la denominación otorgada por el
periodista Jorge Lanata al más reciente proceso de división en la sociedad
argentina, “la brecha”. La palabra ha quedado instalada y es usada a esta
altura como un cliché. En dicha “brecha” se continúa oponiendo la mayoría de la
sociedad moderada al kirchnerismo en descomposición, pero, también y de paso, abonando con interés político el recuerdo de
divisiones más antiguas, peronismo-antiperonismo, peronismo-guerrilla
izquierdista, peronismo-dictadura militar, peronismo- radicalismo, para sólo
mencionar las categorías más recientes y significativas que continúan creando
fuertes reacciones emocionales. Más allá de las luchas políticas, de los
triunfos y las derrotas de cada bando político, puede observarse que cada una
de estas tendencias políticas ha representado antes una tendencia cultural, es
decir, un modo de entender la realidad y de proceder frente a ella, modo muchas
veces compartido genuinamente por cientos, miles o millones de connacionales. Modos
culturales, en definitiva, generados por las mismas personas, y que pueden o no
gustar a unos o a otros, pero que, a la hora de mirar el total de la cultura
argentina, es decir, de los modos de sentir y hacer de todos los argentinos, no
se pueden ignorar y mucho menos suprimir.
El problema a resolver, entonces,
cada vez que se habla de “brecha” o divisiones, no es un problema político que
se termina con la predominancia temporaria de una u otra, sino el de la difícil
pero necesaria aceptación calma de la cultura común, reservando la belicosidad para
la lucha política por el poder. La cultura común es. Allí está, compuesta por el conjunto de
tradiciones, pidiendo simplemente de cada uno de nosotros ser aceptada y
reconocida como el conjunto variopinto de lo que somos como pueblo, con
nuestros diferentes niveles de experiencia e interés. Diferenciar la cultura
común de la lucha política nos ayudará a lograr una nación más madura, mucho más
rica en la aceptación de su diversidad e infinitamente más potente en su
capacidad de abrevar en distintas experiencias para encontrar nuevos caminos y
soluciones como nación cada vez que sea necesario.
La cultura común argentina requiere
la unificación de todas las tradiciones culturales. Unificación no significa
identificación personal con otras tradiciones fuera de la tradición personal, sino
la simple aceptación de la existencia legítima de tal o cual tradición dentro
del patrimonio cultural común. No hay brecha, hay pertenencia a distintas
tradiciones, algunas mayoritarias, otras minoritarias, pero todas legítimas en
tanto han sido generadas por nacionales. El enfrentamiento sucede cuando se
confunde la legitimidad cultural con la lucha política y cuando se trata ya ni
siquiera de que una tradición prevalezca y domine el conjunto—como debe
obligatoriamente suceder en la lucha política—sino que se persigue la desaparición de una
tradición dentro del conjunto de la propia cultura. Por ejemplo, la brutal
represión de la dictadura militar con la literal desaparición de personas, un
grado cultural llevado mucho más allá de una legítima guerra contra la
guerrilla.
Así, si se supera la necesidad
narcisística de que “mi” tradición se transforme en la tradición del conjunto,
lo que se obtiene es una tradición compleja, multifacética, infinitamente más
rica y con más opciones para los compatriotas, que pueden servirse de unas y
otras para construir el presente del modo más conveniente, y programar el
futuro de modo de acrecentar las tradiciones y no de secarlas, agotándolas. Un
ejemplo positivo: superando los enfrentamientos del pasado, la mutua aceptación
durante los años noventa del peronismo como movimiento social necesario y
aceptable y del liberalismo económico como instrumento privilegiado para crear
riqueza nacional. No se trata de considerar
a las tradiciones particulares en modo especialmente valorativo, ya sea este
positivo o negativo, sino simplemente de aceptar a cada una de ellas como
componente y parte de la cultura común e incluso usarlas en nuestro propio
interés, como genuinas herramientas de progreso. Otro ejemplo positivo, el uso
del asistencialismo populista de la izquierda peronista por parte del actual
gobierno macrista como herramienta ocasional para lograr la paz social.
De ese modo, la historia de la
nacionalidad argentina y de su cultura dejarán de ser el campo de batalla
traumático cultivado a lo largo de más de dos siglos, para transformarse en un
legado común que no se discute sino que se acepta como el propio, el que el
destino y el tiempo nos permitieron tener. Protestar en contra de la cultura
común es tan improductivo como protestar contra nuestros genes, la cara que nos
tocó o los padres que tuvimos. Somos eso. No se puede cambiar ni ser otros.
Aunque sí se puede mejorar lo que somos por nacimiento y desarrollo. Uno de los
rasgos esenciales de esa mejoría consiste en asumir el total de la historia
como propio y el total de las tradiciones culturales como partes insoslayables
de nuestra cultura común y, en tanto argentinos, de cada uno de nosotros.
Si somos nosotros, pero al mismo
tiempo también los otros, ¿qué nos puede separar? La lucha política, pero esa
es la historia superficial, no la de nuestra identidad profunda, la de nuestra
alma como pueblo. Esa que, en definitiva, nos hace una nación.