(publicado en http://peronismolibre.wordpress.com)
La inmensa cantidad de denuncias a funcionarios del ejecutivo por enriquecimiento ilícito sumada a la rápida reestructuración de la Justicia por ese mismo cuestionado Ejecutivo con el objeto de evitar investigaciones y condenas, despierta más pasión en la ciudadanía que las próximas elecciones legislativas. La esperanza en un final rápido de este gobierno, que debería ser desalojado del poder por una Justicia obediente del derecho y de la Constitución, es comprensible. ¿En que país occidental y, ni que hablar, en qué país del G-20, toda la plana mayor del ejecutivo—presidente (viuda del igualmente cuestionado ex-presidente), vicepresidente y ministros clave—se encuentra a pocos segundos legales de la cárcel?
El suspenso acerca de si la Justicia será inexorable y si, siendo inexorable, logrará que la fuerza policial dé cumplimiento a sus órdenes, compite con la intriga acerca de si el orden constitucional estará asegurado, como debería estarlo, en este extremo caso de corrupción colectiva o si deberemos pasar otra vez por alguna variante de guerra civil. El ahora argentino es impredecible y, por supuesto, peligroso. No se trata, como en el pasado, simplemente de antagonismos políticos y proyectos administrativos o económicos contrapuestos, sino, como ya ha sido dicho muchas veces en los últimos tiempos, de la anulación total del Estado de derecho por una banda decidida a no respetarlo y a salirse con la suya por las buenas o por las malas.
Las elecciones, sin embargo, deberían despertar igual o mayor preocupación. Un gobierno que no se detiene ante ninguna mentira y con un absoluto y exclusivo control de las elecciones—similar al de las últimas internas y presidencial general—permite imaginar un escenario similar en Octubre. Podríamos así desayunarnos con una misteriosa mayoría surgida no se sabe de dónde, con la cual esta peligrosa banda terminaría de dominar el país. Más de un kircherista ha sostenido en los últimos tiempos: “Se trata de llegar a Octubre.” No importa la bancarrota, siempre hay ingenio para robar a alguien más y seguir aguantando y mucho menos preocupa la creciente impopularidad; con negarla por ahora basta, ya que eso tendrá arreglo en las manos mágicas del Ministerio del Interior y la Justicia Electoral.
Sí, el ahora es triste, a veces desesperante, pero, si los que tienen el deber de defender la Constitución y los derechos del pueblo argentino cumplen con su deber, se hará justicia, y este ahora dejará paso a ese después que hoy ni nos animamos a imaginar, atascados como estamos en el miedo de transformarnos en una nueva Venezuela.
Superado el incierto ahora, el después tiene que ver con quién se haga cargo de la sucesión constitucional y con la nueva composición del Congreso, es decir, con ese gran conglomerado hoy opositor que seguramente coincidirá, como lo estamos viendo ya en estos días, en su republicanismo, pero que poco hará por cambiar la estructura económica puesta en pie por Duhalde y los Kirchner. Que todo el peronismo opositor y el Pro coincidan en la figura de Lavagna—el economista de Duhalde y de los Kirchner hasta que éstos decidieron ser sus propios ministros—puede deprimir a los más lúcidos y desorientar a los menos informados que, sin embargo, saben dónde revistó Lavagna y se preguntan si no hay algo mejor.
Ese después, en un pueblo que rechaza el capitalismo, que no quiere a los Estados Unidos y para el cual, ya sea en grandes fracciones del peronismo socialdemócrata o en el radicalismo tradicional o el rebelde de Carrió, el ideal de país es Suecia, es difícil volver a introducir un pensamiento de economía de avanzada global. El después parece estar, desde este ahora, ya asignado a un gobierno socialdemócrata blando, con exigencia republicana eso sí, pero sin ninguna creatividad relevante en cuanto a cómo encarar el imprescindible y postergado crecimiento equilibrado del país. Después de haber evitado ser como la Venezuela actual, que unos cuantos sueñen con que seamos Suecia, será un alivio, aunque no una solución.
El largo plazo es el que hay que animarse a mirar de frente: ¿cómo imaginamos que la Argentina va a lograr las inmensas inversiones que precisa para rehacerse, además de rehacer todo el aparato de administración nacional federalizando y descentralizando? Reinventar un camino posible de desarrollo integral de la Argentina requiere revisar el pasado: no es que nunca hayamos estado bien encaminados, sino que nunca hemos comprendido bien, como nación, quiénes somos, dónde tenemos que ir, y qué tenemos que hacer para ello. ¿Podrá una gran mayoría dar el salto a la modernidad y buscar la vuelta a las aspiraciones caseras para no perder el tren de la economía global? El termómetro del largo plazo tiene un nombre y una medida: Domingo Cavallo. No porque sea él el llamado a ningún rol en especial, sino porque siendo el hombre más capaz y talentoso de la economía argentina, hoy—mientras el país de los que nunca lo quisieron y lo hicieron caer se derrumba estrepitosamente—continúa siendo ignorado o, peor aún, considerado el chivo expiatorio de un pasado que, sin embargo, lejos de culparlo, sigue honrándolo. La mayor, menor, o nula resistencia de los argentinos a su nombre o a la reconsideración objetiva de sus políticas marcará el grado de posible salud económica de nuestra nación.
¿Qué país tenemos donde los ladrones son amados y obtienen crédito hasta que son descubiertos en su estafa y los honrados luchadores por un país mejor son odiados y tildados de mentirosos? ¿Qué país tenemos donde los fracasos por no saber se equiparan con los fracasos por saber e intentar hacer aún en circunstancias desesperadas? ¿Qué país tenemos donde como pueblo no somos capaces de discriminar entre lo falso y lo verdadero, entre aquel que quiere nuestro bien y aquel que nos usa? Sin duda, un país que todavía no se encontró del todo a sí mismo ni a su verdadero destino. Un país hoy abrumado por este ahora, soñando tímidamente con un tibio después y sin atreverse a ver la llama de su real grandeza. Esa que brilla en el largo plazo, y que seguirá brillando, imperturbable, hagamos lo que hagamos, recordándonos quienes somos y qué tenemos que hacer, hasta que seamos por fin lo que somos y hagamos lo que debemos hacer.