La muerte del Fiscal Nisman llevó a
la superficie de la conciencia colectiva no sólo un dato más de la inmensa
corrupción y podredumbre que anida en el seno del actual gobierno argentino
sino la percepción de que está sucediendo algo infinitamente más grave y serio
que un gobierno desahuciado tratando de salvar el pellejo.
Desde el golpe institucional de
fines de 2001, organizado específicamente para derrotar el sistema económico liberal
instaurado desde comienzos de la década de los 90 y cuestionar el alineamiento
automático con los Estados Unidos en el marco de un proyecto continentalista
además de global, la Argentina entró en un derrotero oscuro no siempre bien
comprendido por sus ciudadanos. Sin liderazgos francos y activos que
defendiesen los lineamientos generales de la inserción argentina en el mundo de
los años 90, que la colocaron a la cabeza de Latinoamérica en su acceso a la
modernidad con las enérgicas reformas del sistema estatista caduco, los
argentinos quedaron inmersos en las críticas de circunstancias desfavorables,
muchas de ellas pasajeras si se hubiese tenido la paciencia y el carácter de
esperar, y otras lamentables, como los casos de corrupción endémica que poco
tienen que ver con el programa o ideología de gobierno. Duhalde y su estatismo
de la antigua ortodoxia peronista abrieron el camino para los Kirchner que
fueron un paso más allá, reivindicando un estatismo puro y duro, aliándose con
Cuba y Venezuela, y más recientemente con Irán, Rusia y China.
La idea para muchos no tan oculta
del kirchnerismo fue revelándose de a poco a la población: el proyecto
kirchnerista no resultó levemente estatista---como le gusta, en
definitivamente, a la mayoría de los argentinos que aún no comprenden del todo
el funcionamiento de la economía global—sino totalmente estatista y totalmente
alineado, con quien sea, en contra de los Estados Unidos. Unos Estados Unidos
que, hay también que decirlo, recientemente no han hecho mucho en el mundo para
reafirmar su liderazgo, dejando así el campo libre a gente ignorante,
oportunista y deseosa de laureles revolucionarios fáciles en todas partes del
mundo. En la Argentina, siempre proclive a la sobreactuación, más que en
ninguna otra parte.
Que Nisman viniera a describir con
su denuncia en el congreso este esquema de construcción de poder en su parte menos
inocente, entregar los muertos de la AMIA a cambio de favores de Irán, resultó
intolerable. La guerra civil entre un proyecto de integración liberal al mundo
en alianza con los Estados Unidos y un proyecto de poder hegemónico local
dispuesto a entregar lo que fuese antes que aceptar la realidad global y
permitir que el país se desarrollase en libertad dentro de un proceso siempre
institucional quedó explícita con la oportuna muerte del Fiscal Nisman un día
antes de declarar. Ahora la población comprendió la situación y tiene miedo.
Con justa razón, porque su reprimida sospecha de que había armas actuando por
fuera del sistema legal, y no sólo las del narcotráfico, acaba de ser confirmada.
Ya sabemos lo que este gobierno es,
desde su presidenta, su vicepresidente y varios de sus ministros y espadas
mayores en el Congreso: los juzgados no dan abasto con las causas por corrupción.
Ahora se agregan las causas por encubrimiento de un asesinato. Y aún las capas
de la verdad no están agotadas. Lo
importante ahora son dos aspectos institucionales de los cuales no se habla
pero fundamentales a la hora de impedir que la larga guerra civil oculta a la
mayoría de las conciencias no pase ahora a mayores: el primero, la construcción
de una nueva mayoría en ambas cámaras del Congreso; el segundo, verificar a quién
van a ser leales las fuerzas armadas y de seguridad, si son puestas en la
disyuntiva.
El kirchnerismo se nutrió de una
infinidad de cuadros juveniles enamorados de una revolución que no vivieron ni
conocieron y de muchos peronistas avezados que eligieron el cargo o el dinero
antes que la fidelidad a la memoria de un Perón que no quería un proyecto
montonero. Tampoco liberal, dirán muchos, pero eso no lo sabemos, aunque
podemos sospechar que con sus teorías continentalistas y universalistas había
comprendido con mucho adelanto qué opciones realistas tendría el país. Esos
diputados y senadores peronistas deberían ya mismo asegurar la nueva mayoría
que permita una solución institucional a la actual situación en la cual un
gobierno desesperado hará cualquier cosa para mantenerse en el poder. No es
cierto que “hay que llegar a octubre” con este exacto gobierno y tampoco que la
única solución es adelantar las elecciones haciendo de cuenta hipócritamente
que no pasa nada. La interesada paciencia que la oposición ha mostrado
(esperando terminar con el peronismo en todas sus variantes) no se ha mostrado
práctica para el país: la economía está paralizada, la oposición no ha usado el
tiempo para mejorar su oferta o su mensaje, y ahora debe ensanchar la espalda
para sostener un asesinato. La solución institucional puede coexistir con las
elecciones de octubre: sólo se trata de remover a los funcionarios con causas
judiciales, tal como lo exige el sistema republicano, utilizando la sustitución
prevista por la Constitución. Esta es la solución que los diputados y senadores
peronistas que aún recuerden que le deben lealtad a la Nación y al pueblo
argentino antes que a un gobernante desquiciado, pueden proveer.
El segundo aspecto político a tener
en cuenta es la lealtad de las fuerzas armadas y de seguridad. Si hay armas
paralelas que responden a este gobierno, son las fuerzas armadas y de seguridad
las que deberán reafirmar su lealtad a la Constitución, no agregando su fuerza
a las armas paralelas ilegales, y sobre todo, confirmar su lealtad a la Nación
en la cual van a vivir sus hijos y el resto de los argentinos. Si ellos no
tienen claro hoy de qué lado deben estar, los liderazgos civiles deben hacer lo
imposible para que lo entiendan, antes que la realidad los ponga en un brete en
el cual se confundan y no sepan del todo qué es lo que tienen que hacer. Las
fuerzas armadas y de seguridad han sido inmensamente atacadas en las últimas décadas,
desde el infortunado golpe de 1976, y no debería ser éste el tiempo en el que
vayan a humillarse y humillar a la Nación obedeciendo a quienes derrotaron. Antes,
es el día en que pueden reivindicarse completamente, obedeciendo lealmente a la
Constitución y sirviendo, como en sus días de gloria lo hicieron, a la Nación y
al pueblo, a esa bandera a la que juraron servir.
Estos son días negros. Pero también días
que contienen la promesa de un amanecer en la Argentina en el cual todo esté enderezado
y en su correspondiente lugar, terminados los cimbronazos del largo período de
guerra civil no explícita ni comprendida.