La razón por la cual el peronismo—por más corrupción,
desacierto o ignorancia que haya en cualquiera de sus gobiernos—suele terminar
sus mandatos, es porque tiene claro un tema que los demás partidos, basados en y
con estructuras de partidos tradicionales, ni consideran: la conducción
política.
El peronismo, hijo de un militar que se preciaba de saber
poco de política pero todo de conducción, podrá fallar en muchas cosas, pero
difícilmente falle en la conciencia de la relación entre líder y liderados, y
de que en la Argentina, toda la comunidad tiene siempre una expectativa de ser
liderada hacia alguna parte, y que el conductor nominado para ese cargo es,
invariablemente, el o la Presidente.
Poco importa que muchísimos pensadores rechacen la idea
misma de líder, o que casi todos abjuremos de las deformaciones de los muchos
liderazgos que han resultado fatales en el mundo, y que muchos de los populismos
más despreciables se originen justamente en un exceso de liderazgo que termina
en dictadura.
La realidad es que, cuando hay un proceso colectivo de
cambio—como el que atraviesa hoy la Argentina—hay que conducir ese cambio, y
conducir significa contar un conductor confiable y legítimo, emergido desde los
mismo potenciales conducidos. El
conductor debería ser hoy el Presidente elegido Mauricio Macri, con su poder reafirmado
además en las elecciones legislativas de octubre de este año. Sin embargo, el
Presidente insiste en presentarse como un administrador o un gestor, antes que
como un conductor.
Los episodios recientes de violencia surgidos con el
pretexto de una ley insuficientemente explicada y discutida y el desánimo
general frente a este escenario no tienen otra explicación que la escasa
vocación del Presidente Macri para una conducción masiva.
Tiene un excelente entrenamiento empresarial como conductor
de equipos profesionales, pero aún no ha descubierto su veta de conducción de
masas. Por personalidad y temperamento no tiene aquello que el General Perón
llamaba “el óleo de Samuel”, el don nato y carismático para empatizar con
multitudes. Pero la conducción de masas es también una técnica que se aprende,
y una técnica imprescindible en un país convertido en una masa enemistada
consigo misma, fanatizada y violenta, interior o exteriormente.
En su programa de cambio, el Presidente Macri se ha aferrado
a la idea de que con el buen rumbo, la buena gestión y la consolidación gradual
de esta buena gestión, el cambio económico y la revigorización de las
instituciones republicanas están asegurados. Hasta ahora, no parece ser así. Por más que
las encuestas continúen favorables—en un voto de confianza que el honesto y
valioso proyecto presidencial por cierto merece—se percibe, cada vez con mayor
claridad, un vacío. No es un vacío de poder. Es un vacío de conducción. Un
vacío de ausencia.
Un presidente que no está allí donde se espera que un
presidente esté, en ese espacio invisible entre la realidad y el proyecto, allí
donde hay que explicar, acompañar, crear identidad e identificación con el rumbo
y el proyecto, allí, en fin, donde se encuentran el conductor y los conducidos.
Es en ese vacío que se instala el desorden de una cámara
legislativa, es en ese vacío que los familiares de las víctimas del ARA San
Juan se desesperan, es en ese vacío que unos pocos aprovechan para incendiar y
destruir el centro de la ciudad. Es en ese vacío donde uno querría que (además
de la voluntariosa conductora no oficial Elisa Carrió que intenta conducir pero
no puede ni debe), el Presidente y su equipo de gobierno más cercano
aprendieran algunas de las buenas lecciones del peronismo. Para que dure, para
que lleve a cabo su proyecto con éxito y acompañamiento, para que la Argentina entera
marche, unida en la aceptación o en el disenso, por el camino elegido por el
voto popular.
La conducción política no es pasiva: es una actividad de tiempo
completo. Tan demandante como la gestión y, aunque a muchos todavía no les
parezca así, justamente la única garante posible del éxito de una gestión. Y
más aún, en una gestión tan compleja como la actual, con tanto cambio
pendiente.
Hace dos años, los argentinos dijimos que sí al cambio, y
esa tarea de conducción se cumplió acertadamente porque el cambio no era sólo el
deseo de un pequeño grupo de políticos visionarios, sino el deseo profundo de
la gran mayoría. Desde entonces, sin embargo, el cambio anda solito por su
camino y los argentinos no somos invitados a participar activamente en la
realización de ese cambio y hasta dudamos, a veces, de si éste era el cambio
que queríamos. Por eso el desánimo, cuando no el enojo e incluso la violencia,
expresada o silenciosa.
Y el peronismo, que tampoco lidera y menos aún tendría hoy idea
de hacia dónde liderar después de su reciente exitoso liderazgo al barranco,
parece ser, en estos días de furia, el que está liderando, creando una
confusión aún más atroz. En el vacío, cualquier espejismo es posible.
¡Conducción, Presidente Macri, conducción!