martes, junio 28, 2005

CAVALLO O EL TEST DE LA MODERNIDAD


En los últimos dos años, el fantasma de Cavallo reapareció cada tanto en los medios, con la versión de que asesoraba en secreto al gobierno de Kirchner, que lucía así para su ventaja un poco más cerca de la modernidad en oposición a su padrino Duhalde, encarnación misma de las políticas más anticuadas e ineficientes. En el castillo encantado de la Argentina durmiente, se oía el atemorizante tintinear de las cadenas de la siempre fugaz aparición y mientras algunos llamaban al escándalo –no fuese el ex Ministro a retomar su batalla por la modernidad- otros suspiraban aliviados: después de todo, quizá Kirchner fuese como el Menem preelectoral, que parecía Facundo y después dio la sorpresa. Hoy el fantasma se disolvió en el aire y quedó en escena el hombre que fue primero el más admirado y luego el más odiado de la Argentina contemporánea: Domingo Cavallo.

El hombre real, en carne y hueso, quiere presentarse ante los electores porteños y ser su representante. No se sabe qué sábana va a arrastrar ahora, en este país con dedos y sin internas, pero en su caso ésto no tiene importancia. Estarán allí sus colaboradores más ese otro gran cuadro político que es su mujer Sonia y muchos jóvenes, que son los que tienen el olfato para reconocer la modernidad y la realidad tras las sombras y las fantasías de una sociedad envejecida, y los que lo han convocado otra vez a la lucha. Ellos intuyen que del Cavallo exitoso de los 90 al Cavallo derrotado de Diciembre de 2001, pasó algo más que un cambio de siglo y que su caída y la de su proyecto fue también la de los argentinos. Sostenerlo o empujarlo: una prueba de carácter con las que el destino tienta a los pueblos en las horas difíciles y que los argentinos, en aquellos duros días del 2001, no pasamos.

Se puede contar a Cavallo como el hombre que, con el éxito de la convertibilidad de los 90, fue llamado a salvar el indeciso y débil gobierno de Fernando de la Rua, y fracasó, con una última medida fatal, el famoso corralito en el cual los argentinos se sintieron encerrados y sin salida. Pero también, con más realismo y madurez, se puede hacer el relato de una lucha desigual entre él y los que comprendían las reglas de la modernidad, y los que no entendían en absoluto los términos de la batalla que se estaba librando. En este relato, el corralito, lejos de ser una cárcel, era el arma de la liberación: se trataba de mantener, en forma temporaria, los dólares dentro de la circulación bancaria, sin expropiarlos, y para evitar que pudieran fugarse del país y perjudicar la convertibilidad, como los millones de dólares fugados antes del corralito por la falta de confianza de los argentinos en que la historia del país en vías de modernización terminase bien. Si los argentinos, en vez de escuchar la voz de los enemigos de la modernidad – que en ese momento eran enemigos de la convertibilidad, piedra fundamental de la estabilidad - hubiesen creído en Cavallo y tolerado el corralito como un mal menor o como lo que era, el episodio de una batalla entre antiguos y modernos, se hubiesen evitado y evitado al país el desfalco y la estafa que significaron el golpe de estado institucional, el corralón devaluador y expropiador y el retroceso a las políticas más inadecuadas e ineficientes para el país. Cavallo no fracasó solo, como sostienen los que lo han transformado en estos años en un chivo emisario. Fracasó también porque los argentinos no creyeron en sus propias fuerzas ni en la fortaleza y potencial de un pueblo cuando está en claro acerca de lo que quiere para sí mismo. Cavallo fue primero, en el imaginario colectivo de los argentinos descomprometidos, el mago que todo lo podía, y luego el cruel político que mató a la Argentina. En el gran jardín de infantes, María Elena Walsh dixit, hay siempre mucha emoción y poca cabeza y sería bueno en las próximas elecciones pasar, por lo menos, a primer grado y hacerse responsable por lo que se elige. La candidatura de Cavallo es el test colectivo de comprensión de la modernidad.

En estos días, la primera crítica absurda que su regreso a la política recibió provino de los que se creía, hasta media hora antes, eran sus compañeros de ruta, cuando la versión de una conspiración de Cavallo con el gobierno para derrotar a la incipiente coalición de centro derecha tomó la primera plana de los diarios. ¿Cómo vendría él a restar y no a sumar? La modernidad tiene ya suficientes enemigos como para que él, que fue el gran introductor de la modernidad en las relaciones exteriores, la economía y la administración pública, volviese para atacarla o a atacar a los pocos hombres públicos que la defienden. Una nueva interpretación interesada que vuelve a movilizar fantasmas en vez de apoyarse en realidades. La realidad es que en listas complementarias, juntas o separadas, Ricardo López Murphy, Mauricio Macri, Jorge Sobisch y Domingo Cavallo van a defender la misma idea de país. Importa poco que los votos se repartan, y que algunos piensen más que en la elección de diputados o senadores, en la presidencial del 2007. En la vidriera de la ciudad de Buenos Aires, importa que la modernidad gane – y es mejor que Elisa Carrió tenga más votos que Bielsa – y que gane de verdad – con los votos sumados de Macri, Cavallo y candidatos menos relevantes, como Patricia Bullrich, superando a los votos sumados de Carrió y Bielsa. Se eligen diputados y senadores y esto simplifica los términos de la batalla: se trata de que en las cámaras la modernidad tenga suficientes representantes como para reencauzar la Argentina. No importan las carreras personales, que encontrarán su escenario de competencia en el 2007, sino el destino del país. Hay que alegrarse de tener muchos calificadísimos políticos que defiendan las ideas correctas, que tengan experiencia y que sean aptos para el trabajo en los grandes equipos que va a precisar el país para ponerse otra vez en la órbita adecuada.

En octubre se vota por una idea de país moderno: una economía abierta, en igualdad de condiciones competitivas con el mundo libre, una administración nacional moderna y federalista y una inserción continental que acepte y use, en beneficio de la Argentina, el liderazgo de los Estados Unidos. La ventaja de Cavallo es que no tiene que demostrar quién es ni qué ideas defiende: todos saben que ha sido el principal promotor del país moderno y el artesano laborioso de su construcción. Para que el odio se transforme otra vez en el amor del pasado, sólo habrá que trabajar para que los argentinos que, sabiéndolo o no, anhelan la modernidad, tomen la decisión de defenderla y de elegir en consecuencia a sus representantes .

Las elecciones de octubre expresan un nuevo test colectivo: a favor o en contra de la modernidad. Que en estos días los medios y el público en general se presten a revisar o no su idea de Cavallo, dará una pista acerca de cuán cerca o cuán lejos estamos, como país, de un proyecto moderno.

miércoles, junio 22, 2005

EL VACÍO Y LA APATÍA

En las elecciones de Octubre de 2005, no se eligen ni Presidente ni gobernadores. Que sólo estén en cuestión diputados y senadores, no parece conmover a la adormecida ciudadanía, dedicada más a sostener su vida privada que la decepcionante vida pública. El gobierno, que pretende hacer de la elección una campaña de apoyo al Presidente, y algunos candidatos que parecen agotados antes de salir a competir, animan sin entusiasmo la escena política. Entre el vacío de dirigentes carismáticos y la apatía de un pueblo golpeado por tantos fracasos y desilusionado hasta de sí mismo, se percibe sin embargo la huella del futuro, como siempre sigiloso y burlón amigo de las sorpresas.

No es que la Argentina fracasó en su proceso de modernización de los noventa y ahora cayó en la realidad de su propia mediocridad y nada puede hacer al respecto. La Argentina fracasó, más bien, en su información acerca de la realidad, de sí misma y del mundo. La Argentina siempre fue el resultado de la construcción de un pueblo inseguro y dubitativo, si no en el objetivo de construcción de una gran nación, sí en el conocimiento y sostén de la metodología para lograr ese objetivo. Desde el siglo XIX a la última década del siglo XX, la frustración de los argentinos nace en la falta de carácter para adoptar y sostener una metodología nacional eficiente. A comienzos del siglo XXI, la estrategia de consolidación y crecimiento aceptada durante más de diez años fue, una vez más, súbitamente cambiada y reemplazada por la opuesta. Lo que se disfrazó de un gesto adaptativo, fue sólo una actuación más de la misma neurosis colectiva: la búsqueda de la metodología fácil o la ilusión del atajo. Si el camino a la gran Nación luce largo y difícil, seguramente se trata del equivocado. Cambiar de camino y poner la esperanza en el nuevo y reluciente sendero, mejoró los ánimos colectivos durante un tiempo, hasta que la falta de resultados ciertos y un cierto vislumbre de que el pasado despreciado fue mejor, sumergen al pueblo inmaduro en esta apatía ya tradicional, posterior a las desilusiones políticas. Los actuales gobernantes, por otra parte, cumplen con su rol complementario y navegan en ese vacío de ideas que ya parece una impronta de la Argentina del último lustro, un vacío menos peligroso que lo demasiado lleno de un mundo del cual no comprenden las reglas.

No importa si esta vez no se puede elegir un líder con un gran proyecto de país que entusiasme otra vez o a gobernadores que puedan hacer el milagro, por lo menos, en sus provincias. Se puede elegir con conciencia y sin inocencia, diputados y senadores que pongan sobre la mesa ideas claras y, sobre todo, un dibujo prolijo del futuro al cual aspiran. Esto no es poco.

No se trata de una elección menor. Recordar como ejemplo la elección de Octubre de 2001, la del ausentismo casi masivo, que puso a Duhalde como senador y le dio una gran mayoría en la Cámara de Diputados. En aquella ocasión, grandes sectores de población, la clase media en particular, no se presentaron a votar porque ningún candidato estaba a la altura, sin advertir que no elegir, es elegir. Dos meses después, se sufría el golpe constitucional que engendró a Duhalde como Presidente. Y así el país, que luchaba desde hacía más de una década para ingresar en la modernidad, fue asesinado de un certero tiro en su sistema monetario y financiero. Un jaque mate que comenzó en una elección aparentemente menor y desdeñable.

Esta elección sin grandes partidos, con pocas internas y con las mismas listas sábanas de siempre, ofrece, sin embargo, una novedad: esta vez son decenas de pequeños partidos con un primer candidato decidido a pelear por sí mismo y a olvidarse de ocupar un cómodo lugar en una lista elegida a dedo por un amigo con más poder. Una elección donde las fuerzas que apuntalan al proyecto de la modernidad están dispersas y requieren ser unidas en el imaginario de los votantes. Hay una Argentina moderna posible y se la va a ganar en dos elecciones: en ésta de octubre y en la presidencial del 2007. La más importante es la próxima porque ofrece la ocasión de retomar el camino abandonado de la Argentina moderna. Moderna en su administración y en su economía, moderna en su concepción de la cultura y moderna en su visión del mundo y en su rol dentro de él. Hay que plantar en las dos cámaras diputados y senadores que defiendan esta visión y sostengan la metodología adecuada.

Octubre, más que una elección, expresa una gran interna abierta en la cual cada voto va a contar y en la cual conviene saber qué proyecto de país se quiere apoyar. Será, para los argentinos, la ocasión de dejar la apatía, para acelerar el futuro, y de llenar el vacío, para recuperar el sentido de una Argentina bella y ordenada. La patria soñada y la patria merecida, aunque haya algunos que persistan en creer que sólo merecemos el infierno.

viernes, junio 17, 2005

¿EXISTE UN MOVIMIENTO HACIA LA MODERNIDAD?

La Argentina se encuentra en un año electoral. El Partido Justicialista continúa en una situación anormal en tanto en muchos de sus distritos no se han realizado internas abiertas. Desde la proscripción de Menem, la línea de la modernidad económica no ha podido expresarse. Ya sea con Menem o sin él, la modernidad económica ha sido expulsada del PJ. La modernidad cultural tampoco tuvo suerte, ya que quien pretende encarnarla, el Presidente Kirchner, lleva un retraso en la comprensión de la nueva realidad de por lo menos dos décadas. El actual Partido Justicialista y el igualmente cerrado Partido Radical se han transformado en partidos conservadores de viejas ideas y viejas costumbres políticas. Hasta que no se abran – ya sea por empuje de sus afiliados o por renuncia de los jueces a manipular a pedido del gobierno la base misma de la democracia- la modernidad no los elegirá como su morada. ¿Dónde buscarla hoy? En los pequeños partidos y movimientos que expresan, aunque en aspectos parciales, la respuesta a la necesidad de modernidad de los argentinos. Frente a Duhalde con su atraso ya legendario o Kirchner con su falsa y patética modernidad, los argentinos pueden elegir entre Carrió, con la lucha por la transparencia y una real vida democrática en los partidos, López Murphy y Macri en su esfuerzo por lograr que la Argentina y la Ciudad de Buenos Aires tengan una administración moderna que responda a la nueva economía o Sobisch con su promoción a ultranza de un verdadero federalismo, sin el cual no hay país posible. No se trata de peronismo o antiperonismo, antinomia que le queda cómoda al gobierno para confundir a peronistas y simpatizantes desorientados. Se trata de volver a colocar a la Argentina en el camino de la modernidad, que nunca debiera haber abandonado.

martes, junio 14, 2005

LA MODERNIDAD: MOVIMIENTO Y LIDERAZGOS

La modernización de la vida argentina - en sus instituciones políticas, en sus organismos públicos, en la economía y en la cultura- requiere un debate público para descubrir sus características y para identificar el movimiento popular que la reclama. La modernidad precisa nuevos líderes que sepan interpretarla y nuevos instrumentos políticos para acceder al poder y gestar el cambio.
La aspiración a la modernidad aparece hoy en todas partes. Se canaliza a través de agrupaciones bien diferenciadas dentro de los dos grandes partidos políticos tradicionales –el radicalismo y el peronismo-, en los diferentes retoños de estos partidos conformados como nuevos partidos independientes y en las diferentes recreaciones del partido liberal-conservador de la antigua elite porteña antiperonista. Sin embargo, estas formaciones basan su prédica y su acción política sólo en aspectos parciales de la modernidad y no la encarnan en su totalidad. Así, defienden la modernidad económica negando la modernidad cultural, o rechazan la modernidad económica pero promoviendo aspectos de ésta como la transparencia en la gestión pública, o se aferran a un estatismo y centralismo obsoleto pero reivindicando la modernidad en la defensa de las libertades individuales. La fuerza que represente el total de la modernidad es aún invisible en el horizonte político.
El caso particular del peronismo, iniciador de la modernidad en los 90, propone una reflexión aparte, ya que es percibido como hegemónico, en su doble rol de Gobierno y oposición, y como dueño de un gran partido nacional resistente a la sangría de sucesivos desprendimientos. El peronismo ocupa hoy el Gobierno, desde donde se opone a la modernidad económica aunque también a los restos más arcaicos del peronismo caudillesco y antirreformista, y protagoniza a la vez la oposición, encarnada en el peronismo arcaico de la contrarreforma pero también, precisamente, en ese otro peronismo que supo modernizar la economía del país en los años 90. La actual disputa por el aparato del Partido Justicialista (PJ), no es sin embargo muy diferente del resto de las disputas políticas surgidas a partir de 1991, con el desprendimiento de la juventud setentista liderada por Carlos Álvarez, que cuestionaba la política de modernización económica pero, más sustancialmente, el uso caudillesco del poder para beneficio personal de los dirigentes, y luego en 1996, cuando la modernidad encarnada entonces por Domingo Cavallo, aún parte del gobierno peronista, intentó sin éxito avanzar sobre las áreas corruptas de un Estado que no podía consolidar las reformas económicas, sin reformar, por ejemplo, el Poder Judicial. La magnificación en la prensa de las batallas en el seno del PJ, la reiterada comparación con el PRI mexicano y el temor a que se convierta en el partido único de la Argentina, se explica por la inercia de continuar pensando a la Argentina en términos de peronismo y antiperonismo, según la antinomia que dividió a la sociedad argentina durante más de medio siglo. Esta tentación de permanecer en el pasado en vez de discutir lo que es hoy la nueva antinomia de modernidad y antimodernidad, puede comprobarse en el hecho de que las dos formaciones más importantes que hoy pretenden ser las antagonistas del PJ, son emergidas del antiperonismo radical. En su variante de izquierda, el ARI de Elisa Carrió y en su variante de derecha, el Recrear de Ricardo López Murphy, continúan dando batalla en los mismos términos del pasado, atacando una, al totalitarismo de un partido cerrado y antidemocrático, y el otro, al estatismo antirreformista de sus dirigentes. Incluso fuerzas nuevas como Compromiso para el Cambio, de Mauricio Macri, o como el Movimiento Federal de Sobisch, en vez de instalarse en la apetencia de renovación y modernidad del pueblo, se obligan a cabalgar sobre un movimiento popular que creen aún peronista e incluso, de tanto en tanto, a considerar como socio al peronismo arcaico, actual dueño de buena parte del aparato partidario. Que evalúen a éste último como una fuerza afín aunque contradiga la modernidad, prueba el grado de confusión que existe hoy sobre cuál es el objeto de conflicto en la vida política actual – la modernidad o la carencia de ésta- y hacia donde el movimiento del pueblo argentino contemporáneo se dirige.
La modernidad incluye sin embargo al peronismo, ya que si la Argentina vive un pleno tiempo post peronista, éste está aún habitado por quienes conocieron y siguieron a Perón. Perón ha muerto y no está presente para actualizar la estrategia que logre los dos objetivos doctrinarios de la grandeza de la Nación y la felicidad de su pueblo, y su único heredero, el pueblo, ha sido liberado para buscar nuevos liderazgos. Las luchas por el control de un aparato útil al movimiento revolucionario del pasado pero transformado hoy en carcasa vacía de contenido, no relatan ya la lucha del peronismo sino las dificultades de la modernidad para encontrar su más adecuado instrumento político. Si antes la antinomia era peronismo versus antiperonismo, y hoy la antinomia real y profunda es la de la modernidad enfrentada al arcaísmo político y cultural, no hay institución política donde este antagonismo sea más visible y patético que en el seno del partido que supo servir a la modernidad de su tiempo. La búsqueda de la modernidad en la vida política, en la economía, en la gestión pública y en la cultura comunitaria anima hoy el movimiento más genuino del pueblo argentino contemporáneo. Un movimiento difuso, aún irracional, sin la madurez ni los liderazgos que le permitan un grado suficiente de visibilidad institucional para aspirar al gobierno y al poder, agita a una comunidad que, de todos modos, no ha dejado de expresar inorgánicamente su reclamo de modernidad.
El movimiento a la modernidad busca su propio lugar en el espacio político, explorando las tradiciones del pasado de modo que sirvan al futuro. Así, el pensamiento político argentino moderno absorbe como suyos tramos importantes de la doctrina justicialista –tan abierta en sí misma a la modernidad- y expande el liberalismo hacia zonas aún inexploradas de las relaciones comunitarias y de la esfera espiritual. La modernidad expresa un cambio cultural de la humanidad, expuesta hoy a la globalización del conocimiento, del comercio y de las telecomunicaciones y la Argentina manifiesta sus propias modalidades políticas y culturales de aceptación o rechazo de este cambio. Es bajo la luz de este conflicto que deben interpretarse las luchas políticas del presente, que exceden la escala nacional y se extienden sobre el planeta.
Este movimiento hacia la modernidad es recogido dentro de la comunidad por una pequeña vanguardia de diversos líderes emergentes A ellos se les presenta, antes que la tarea de acceso al poder, su propio trabajo de conocimiento de esa modernidad hacia la cual quieren conducir a la comunidad y la investigación sobre los instrumentos necesarios para desarrollar con éxito su trabajo de modernización, una vez llegados al poder. Estos aspirantes a líderes deberían entonces concentrar sus esfuerzos en tres áreas simultáneas: 1) la creación de conciencia pública acerca del proceso en el cual la Argentina está inmersa y que es definido por la aceptación o el rechazo de la modernidad; 2) la construcción de un espacio político que permita la emergencia de dirigentes capacitados para conducir esta nueva revolución de la modernidad; y 3) la creación y promoción de organizaciones no gubernamentales para la investigación sistemática y completa de la reforma de las instituciones políticas y de los organismos públicos. El movimiento comunitario del cual estos líderes provienen continuará alimentando con su propia dinámica a los líderes y al cambio. Existe un partido virtual de la modernidad, aún sin expresión institucional, disperso en una multitud de iniciativas privadas que sólo requieren la coordinación de líderes atentos, para transformarse en una fuerza operativa capaz de gestar cambios visibles.
Desde un punto de vista político, una vez que el movimiento hacia la modernidad sea objeto de debate, cuente con líderes claros y esté asumido en forma consciente por la mayoría de los argentinos, será posible volver a formular un esquema bipartidista que permita ordenar, del modo más sencillo posible, la opción electoral. No existe tal cosa como el partido de la modernidad, pero ésta, para lograr la reforma completa de la vida pública argentina, requiere de un instrumento político. La construcción de este instrumento político coexistirá en forma obligada con los intentos de las fuerzas antimodernas por limitar la vida política a partidos controlados desde el Estado y con la reiterada ilusión de volver a formas organizativas del pasado, ya sea por medio de los partidos tradicionales o de otros nuevos. El partido de la modernidad enfrenta así dos posibilidades: puede organizarse como un nuevo partido o florecer dentro de un PJ con elecciones libres hasta abarcarlo en su totalidad.
La primera posibilidad es la del movimiento a la modernidad hecho nuevo partido y enfrentado al actual PJ como partido peronista arcaico, cerrado en su pasado y en las malas prácticas políticas. Un nuevo partido de la modernidad que comprenda que la revolución peronista concluyó con éxito en el siglo XX y que comenzó otra, propia del siglo XXI, y que reclama para sí el protagonismo de una nueva era. En ese esquema bipartidista, el PJ pasaría a ocupar el lugar segundón que ocupó el radicalismo en el pasado, cuando el peronismo nació como la fuerza revolucionaria que expresaba las necesidades del pueblo argentino posterior al yrigoyenismo. Así, el nuevo partido de la modernidad asumiría la tarea revolucionaria correspondiente a las necesidades del pueblo contemporáneo, y contaría incluso entre sus filas a peronistas con vocación modernizadora, del mismo modo que el peronismo del 45 pudo contar con un radicalismo aún leal a la revolución popular.
El segundo posible esquema bipartidista, registra el hecho de que Perón no pasó en vano como intelectual y formador de una generación de políticos y que éstos son también capaces de protagonizar la nueva revolución. En este caso, el cambio provendría de las filas de quienes dentro del PJ expresa la modernidad económica, el aún combativo menemismo, y su continuación biológica, la menos publicitada fracción de la generación del 73 –post menemista, antiduhaldista y anti kirchnerista- que expresando además la modernidad cultural y asumiendo como propios los años 90 de Menem y de Cavallo, consiguieran, por medio de internas abiertas, ordenar el movimiento hacia la modernidad y recapturar el PJ para ésta. El partido radical, en su definitiva instancia post alfonsinista, podría también revivir asumiendo algunos de los aspectos de la modernidad que sean afines a su propia tradición política y dejar en manos de la parte radical de la generación del 73, que asumió muchos de los postulados del peronismo, el juego de una oposición moderna y fuera de la ya superada antigua antinomia. Este segundo esquema bipartidista, tendría la belleza estética y cultural de conservar para la comunidad dos grandes partidos históricos con tradiciones importantes y también la belleza histórica de instalar en el poder a la generación más diezmada de la historia argentina con la lección aprendida, lista para cumplir con su postergado rol de eslabón histórico y traspasar el ejercicio de la vida política a las nuevas generaciones. Los dos partidos ganados para la modernidad, quizá uno con el acento en la modernidad económica y el otro con el acento en la modernidad cultural, pero ambos compenetrados con la modernidad en el estilo de gestión pública y en la organización de las instituciones políticas. Las fuerzas que emigraron hacia nuevas formaciones en el esfuerzo de renovar la vida política, regresarían a uno u a otro de los dos partidos, quebrados en su inercia reaccionaria y abiertos por fin, como en sus orígenes, a la revolucionaria participación popular y a la elección de los representantes genuinos del pueblo.
Para llegar a cualquiera de los dos esquemas bipartidistas y abrir el camino a la modernidad, faltan quizá organizaciones no gubernamentales que exijan y promuevan no sólo la reforma política en los partidos ya constituidos, sino que se preocupen de armar, en forma paralela a esos partidos, simulacros de elecciones nacionales, provinciales y municipales destinados a descubrir a los nuevos líderes de la modernidad, y a promover el cambio frenado por el Gobierno, por los partidos cerrados o por la justicia que no los obliga a abrirse. Esta táctica de privatización informal de las elecciones, hoy bajo el monopolio de un Estado corrupto acostumbrado a licitar el poder político por medio de la manipulación electoral, permitiría que los ciudadanos ejerciesen su poder, encontrasen sus líderes y diesen a éstos un mandato para presionar con peso legítimo sobre las instituciones políticas. Por esa vía paralela, menos costosa que la de formar partidos prematuros, se lograría afirmar el movimiento comunitario y penetrar poco a poco en las instituciones políticas y en los organismos públicos. Hasta ahora, el intento de abrir la política ha quedado a cargo de pequeños nuevos partidos que, aún en alianza, no han logrado cambiar la situación. Construir un partido antes de generar un movimiento ha sido en la última década el error principal de dirigentes que, aún bien intencionados, han fracasado en su intento de renovar la política. Así, la estrategia de alentar el movimiento por medio de las organizaciones no gubernamentales puede ser la que finalmente lleve al éxito. Estas organizaciones deberían cumplir un doble objetivo: por un lado, concentrar una fuerza suficiente para obligar a los dos partidos tradicionales a su apertura democrática a la modernidad y, por el otro, como resguardo, crear anclajes sólidos para un futuro partido institucionalizado si no consiguiesen modernizar los ya existentes. Es propio de la modernidad también no delegar la investigación y formulación de planes y políticas en las instituciones partidarias, sino llevar a cabo ese trabajo dentro de las formas ágiles y móviles de organizaciones no partidarias y no gubernamentales, que permiten la formación de equipos de gobierno muy calificados y altamente especializados y la construcción de políticas complejas, del modo más profesional.
Una de las herencias más positivas del Perón intelectual, fue esta diferenciación entre movimiento y partido. Según él, el movimiento expresaba la tendencia profunda del pueblo, que precisaba ser conducido a favor de este interés siempre cambiante y no congelado a destiempo en la estructura rígida de un partido ideológico. El partido era, siempre y sólo, un mero instrumento electoral, por el cual el pueblo instalaba en el Gobierno a los dirigentes que servían a su interés presente. El peronismo del PJ actual, cerrado a la participación popular y al debate, con listas sábanas negociadas por dirigentes alimentados desde el gobierno, es justamente lo opuesto al peronismo de Perón. Un Perón que dejó a los dirigentes del futuro, el ejemplo de una estrategia de organización política y comunitaria, bien recordado por muchos de aquellos que lo conocieron y, en tiempos de su vida, lo siguieron. Así, aunque la modernidad corresponde a un tiempo post Perón, el camino hacia ella no podrá dejar de contar con los legados más valiosos de la revolución exitosa que democratizó, para siempre, al pueblo argentino y lo hizo consciente y dueño de su destino político.
Quizá, con suerte, si es cierto que las instituciones vencen al tiempo, la modernidad pueda adueñarse también del instrumento partidario que permitió aquella revolución, y del viejo radicalismo que quedó a la zaga. El paradigma de la modernidad incluye el aprovechamiento de las tradiciones como un valioso diferencial cultural, también en el campo de la política. Pero si el vencedor es el tiempo, la modernidad se hará eco de su victoria, que es también la suya, e inventará sus propias y nuevas instituciones.

GLOBALIZACIÓN Y DIFERENCIA: MARCA PAÍS

Una marca país no se construye sólo sobre las características históricas y culturales. Una política exterior errada y disfunciones acentuadas en las instituciones políticas pueden también dejar, en el escenario internacional, una marca indeleble. Si el propósito de una marca país es favorecer a éste en la competencia global de las naciones, no basta el esfuerzo de construir una marca acertada, atractiva y positiva. Hay que evitar, también, una conducción errada de los asuntos externos del país, sean éstos geopolíticos, militares, económicos o financieros, con su consecuencia no programada de marca negativa y, a veces, casi irreversible.
En 1997 se comenzó a hablar en la Argentina de la necesidad de una marca país, siguiendo una tendencia mundial nacida dentro del acelerado proceso de globalización económica y de la explosión del comercio internacional Las nuevas condiciones del comercio global requerían nuevos objetivos de marketing. Para competir con ventaja, se precisaban no sólo calidad, precio y una estrategia de ventas agresiva, sino un fuerte dibujo global de la nación exportadora y un trabajo concienzudo de orientación, diversificación y diferenciación de su producción. Usada en su comienzo sólo como instrumento de marketing político, la idea de la marca Argentina avanzó en aquellos años de modo desordenado e inorgánico. Muchos, atrapados por lo novedoso de la idea, se conformaban con poco y confundían la bandera argentina aplicada sobre productos diversos, con la creación de una real marca país. El uso y abuso de localismos, desde la bandera al tango, distrajo la atención del tema de fondo que no es otro que el de la mirada del otro, del otro en tanto mercado comprador, sobre esa marca que describiría además el propósito y rol comercial continental y global de la Argentina, expresado en sus opciones de producción exportable. Personalidad política y rol exportador, productos y diferenciación: el trabajo de investigación sobre estos pares complementarios que construirían la marca y dilucidarían el plan productivo quedó apenas esbozado y sin concretar, mientras el golpe institucional de 2001 que se abatió sobre la Argentina, producía casi instantáneamente una marca de facto y una automática selección de productos a partir de la devaluación.
El mundo que antes de Diciembre de 2001 poco sabía de la Argentina, pronto la conoció y la Argentina, que no tenía marca, pasó a tener una: la de una nación en default, con varios presidentes auto elegidos en rápida y tragicómica sucesión, con un gobierno que no honraba ya no sólo sus deudas con los organismos e inversores internacionales, sino con sus desesperados ciudadanos. Antes de 2001 era posible construir una marca con las características argentinas que la hicieron diferente entre sus pares latinoamericanos –a saber, fuerte herencia europea en la Ciudad de Buenos Aires y sus industrias culturales, fuerte democratización debida al peronismo y con una inclinación capitalista en los modos de producción y de consumo, fuerte apego a la modernidad cultural con, por ejemplo, su condición de capital latinoamericana del psicoanálisis y una tradición de lujo y refinamiento desparramada al resto de la sociedad por la antigua oligarquía porteña y asumida como ideal por las clases populares ascendentes. A partir de 2001, y antes de que el mundo pudiera conocer la imagen de esa Argentina rica y sofisticada, súbitamente anulada por el golpe, se instaló la marca de un país sin instituciones, con presidentes bananeros y con un pueblo compuesto por clases medias y altas que destrozaban los bancos y por humildes que asaltaban trenes y camiones con alimentos. A través de la televisión satelital, y de los programas humorísticos del planeta, esta marca penetró bien hondo en un mundo que de todos modos comenzaría a recibir productos argentinos muy abaratados por la devaluación, sin prestigio pero con bajo precio y a enviar turistas y compradores inmobiliarios a una Argentina también devaluada, en obvia liquidación y remate.
No es cierto entonces que en 2005 hay que construir una marca país: la marca país ha sido construida gracias a los que irreflexivamente decidieron el golpe de Estado de 2001 y a las contrarreformas que destrozaran tanto la economía como la incipiente imagen de una Argentina que, en los años noventa, estaba tratando de dar lo mejor de sí misma. En todo caso, hay que pensar antes en borrar con sumo cuidado esa marca y en construir una nueva, a conciencia de que no se opera ahora sobre terreno virgen como en los años anteriores al 2001, sino sobre una imagen que dañó y continúa dañando a la Argentina.
Conviene entonces volver a replantear el trabajo alrededor de la marca, que hoy no es otro que el trabajo sobre el desorganizado y destruido país. La marca país es inseparable de su política exterior. Si no se piensa en destino y rol, no es posible pensar en trabajo exportador. En este sentido, el retroceso de 2001 creó también confusiones al retirar a la Argentina del escenario financiero internacional, al distanciarla de los Estados Unidos y, en un juego compensatorio, al acercarla a los países más cuestionados y marginados de América Latina, como Cuba y Venezuela. La Argentina debe ser redefinida como país americano, en su doble identidad de parte constitutiva del continente político y cultural americano y de heredera de diversas culturas europeas, la española en primer lugar. De la identidad al destino: el destino argentino es inseparable del destino de América. Y del destino al rol: el rol de líder político alternativo de los países americanos hispano parlantes, basado en su aptitud aún intacta para reformarse y crecer, y en su aptitud para producir productos de alto valor cultural agregado, con poca competencia en una región que por su semejante formación cultural, los precisa y aprecia. Una política exterior activa que trabaje la pertenencia americana implica la reformulación de los lazos con los Estados Unidos en primer lugar, pero también con México, el otro líder continental en el comercio con los países hispanos parlantes por el vacío dejado por la Argentina en su resistencia a su identidad americana total, y con Brasil, aspirante a líder subcontinental político. Se notará que el planteo actual de una Argentina limitada en su pertenencia a sólo la América del Sur, es tan empobrecedor de las posibilidades argentinas como el que llevó a retirar al país del mundo financiero internacional. La visión estrecha que propone una unión sudamericana opuesta a la del norte, imagina que Europa y China ayudarán a un país que se propone debilitar a los Estados Unidos, sin comprender que con esa política la que se debilita es la Argentina y sus chances de proyección política y comercial continental. El rol intracontinental redefine también el rol extracontinental: la Argentina es un país que venderá productos al resto del mundo también desde América, en la medida que el Tratado de Libre Comercio de las Américas se convierta en realidad. Rol y destino son entonces inseparables del reordenamiento de la política exterior, en particular de las relaciones con los Estados Unidos, y del reordenamiento de las irregularidades financieras creadas a partir del 2001 y que paralizan las alianzas políticas y los vínculos comerciales de la Argentina con el resto del continente y del mundo.
Si hablamos de un destino americano, de un rol de líder alternativo en el continente y de un comercio desde la comunidad americana hacia el mundo, surge el tema de las condiciones de producción, ligadas no sólo a la continuación de las reformas anteriores a 2001 sino a las reformas institucionales necesarias para equiparar aquellas condiciones a las condiciones globales. No se puede pensar en producción de exportación sin inversión y sin crédito, y esto está tan ligado al reordenamiento financiero como a la calidad institucional necesaria para no permitir que suceda otro golpe como el del 2001.
Clarificados la pertenencia, el destino y el rol; reencausados los efectos financieros del 2001 y retomado el camino de las reformas económicas, de las instituciones públicas y políticas, es posible volver al lugar esencial de la Argentina y retomar sus marcas históricas y reorganizarlas según convenga al rol. Es importante volver a recalcar que en la creación de una marca se debe trabajar asociando productos a características culturales específicas. La gran marca rural de la Argentina, con sus estancias de la pampa húmeda pero también con las otras producciones rurales regionales, desde el vino a las naranjas, es quizá la marca más potente para salir desde América al mundo: esta Argentina americana de las grandes extensiones y de la abundancia alimenticia es menos interesante en el resto de América por las características similares compartidas, y más atractiva en Europa y en Asia. La gran marca urbana de Buenos Aires con sus particulares características de puerto europeísta y universalista, con su sofisticación tradicional y su lujo, con su intelectualidad y su arte, es especialmente atractiva en el resto de los países americanos, incluyendo los Estados Unidos. La marca rural, vinculada a la producción agropecuaria tradicional y trasladada con énfasis a los productos industriales de la alimentación y los servicios anexos de gastronomía y aplicada también a las industrias de la moda y la decoración, y la marca urbana, vinculada por igual a la gastronomía, a la moda, la decoración y a todas las industrias y servicios del buen vivir, desde la perfumería al psicoanálisis, desde el instrumental científico a la medicina, describen a un país con una sólida y definida personalidad compuesta de dos fuertes rasgos contrastantes y complementarios. Esas dos marcas tradicionales argentinas y profundamente americanas, del campo y la ciudad, de lo rural y lo urbano, de lo “bárbaro” y lo civilizado, se suman y complementan también en el sostén de los productos de las industrias culturales convencionales como las de la música, las artes plásticas, el teatro, la danza, el cine, la televisión y la editorial, vinculadas indistintamente a la Argentina rural y a la Argentina portuaria, ambas creadoras de una valiosísima y poco explotada creación artística.
Hay una marca particular también que se desprende del rol y del destino: la Argentina como el país latinoamericano que fue capaz de hacer una audaz y veloz modernización económica en los años 90, así como en el pasado supo también protagonizar la vanguardia política de Latinoamérica con la revolución incruenta del peronismo, democratizadora en tiempo record de una sociedad postergada. Por lo tanto, la marca país no debería dejar de lado sus muy atractivos componentes de país con vocación democrática y tradicionalmente inteligente para adaptar cada vez para sí, lo más moderno del planeta. La Argentina ha sido desde siempre ejemplo, estímulo y valorizado socio para los otros países americanos que no han dejado de admirarla, aunque en los últimos años se haya empeñado en dar el mal ejemplo debido a algo que no es marca tradicional pero que es su marca desde hace algún tiempo, la horrible calidad política de sus dirigentes. La marca argentina deberá además incluir el concepto de un federalismo consolidado, por las mismas razones políticas de construirse como un ejemplo de país moderno e integrado, pero, sobre todo, por estrategia propia y de crecimiento. Las marcas provinciales, regionales y municipales deberán tener su propio espacio de construcción dentro del más amplio paraguas de la marca nacional. Contribuirán así, por su variedad y riqueza, al valor económico del conjunto e incidirán en forma móvil y alternativa sobre la marca país. Esta extensión de las submarcas regionales, provinciales y municipales hacia la marca nacional, repite en la superestructura lo que debería ser el modelo base de creación de riqueza y de crecimiento.
La forma de un país es su contenido. La gente, su modo de vivir y producir, su modo de organizarse política e institucionalmente, su percepción de destino y rol en el mundo y sus productos, conforman la marca real, esa que se adivinará debajo de los emblemas geográficos, históricos y culturales. Esta marca real constituye la síntesis cultural nunca explícita y sobre la cual el profundo trabajo intelectual y creativo de publicistas, políticos y comunicadores, encontrará la mejor expresión formal que revele lo esencial del contenido.
En este sentido, nunca se estará lo suficientemente prevenido contra la tentación de un nacionalismo emocional y superficial en la creación de marcas locales. Una marca eficiente requiere la actitud opuesta: la reflexión y el planeamiento, capaces de ayudar a la penetración de productos argentinos en mercados desconfiados y resistentes, ignorantes la mayor parte de las veces de lo que la Argentina ha colocado como valor agregado propio en esos productos. Una marca país, regional, provincial o municipal no se inventa a partir de un nacionalismo emocional sino de un nacionalismo reflexivo, en el cual la creación está puesta al servicio del estudio serio de las características culturales que en cada caso conviene promover y de la estrategia adecuada a cada producto o conjunto de productos en cada mercado, signado siempre por un conocimiento anterior acertado, errado o escaso de la Argentina. El nacionalismo emocional, sin análisis ni reflexión, es proclive a repetir imágenes gastadas en vez de ser creativo y en muchas incipientes tentativas de construcción de marca Argentina se registra, una y otra vez, un patrioterismo superficial sin creatividad profunda, sin concepto y sin rigor y destinado por la falta de claridad en su mensaje, a estrellarse en la indiferencia de los mercados a los que quiere tentar.
Cabe señalar que una también histórica repugnancia al nacionalismo de sectores formados en la admiración exclusiva a culturas extranjeras, constituye otro error, al perder por una errada desvalorización, las ventajas comparativas de la diferencia. Una marca Argentina, además de reasegurar a los compradores sobre las cualidades institucionales, comerciales y financieras del país exportador y de promover las bondades sus productos debe, en la economía global, explotar la diferencia como un plus a su favor.
Desplegada en el continente, en el marco de un tratado de libre comercio que no hará más que favorecer la exportación de productos culturalmente diferenciados y desplegada desde América al mundo, la Argentina como exportadora cuenta con muchas oportunidades si como productora responde al desafío de su rol y su destino. Un destino histórico y constructor, después de todo, de una marca más potente que la de los errores de sus malos dirigentes.

LA ARGENTINA Y LA MODERNIDAD CULTURAL

La política argentina fracasa, cuando en nombre del progresismo, atrasa en la adopción de instrumentos económicos modernos, y cuando en nombre de la modernidad económica, deja de lado la compleja tecnología humanística de un siglo veinte rico en hallazgos y conocimientos acerca de la naturaleza de los individuos y de sus vínculos sociales. El problema más grave del pensamiento político argentino, en cualquiera de sus partidos, ha sido no poder armar la modernidad como un todo. Como resultado de esta falencia, la población ignora lo que debería saber para orientarse políticamente en términos positivos y realistas: que una real modernidad cultural no es posible sin la modernidad económica que forma parte de ella y que la modernidad económica no es viable sin el cambio cultural total que la modernidad propone a la comunidad planetaria. La Argentina ha padecido en los últimos años, una práctica intensiva de confusión alrededor de este conflicto y continua aún sometida a su tensión.
De modo sorprendente y suicida, a partir de Diciembre de 2001, la Argentina como comunidad política, renunció a la modernidad económica por considerar erróneamente que ésta representaba una experiencia conservadora regresiva, y se abrazó al antiguo progresismo de los años setenta, expresando así, de forma inconsciente y paradojal, su de todos modos absoluta necesidad de modernidad cultural. El golpe de estado constitucional en Diciembre de 2001, consentido por la mayoría de la población, y las elecciones posteriores, no dejaron dudas acerca del súbito “giro a la izquierda” de una sociedad que había, sin embargo, apoyado calurosamente, a comienzos de los noventa, la modernización económica. La falta de reflexión sobre este proceso y el escaso trabajo intelectual en la proyección contemporánea de los opuestos de conservadurismo y progresismo, de obsolescencia y modernidad, contribuyeron a crear la más perfecta tragedia sobre la vida de los argentinos. Estos, confundidos además en sus valores más tradicionales y desconfiando de líderes políticos que en forma parcial o total participaban de la misma confusión., no han dejado de recorrer la traumática historia de los últimos treinta años, signada por la muerte.
Abrumados y sin poder elaborar una versión integrada de la historia contemporánea, a los argentinos les ha resultado difícil decidir, entre la guerrilla terrorista y el terrorismo de Estado, quienes eran los buenos y quienes los malos, quién el que quería el progreso y quién el que lo frenaba y reconocer cómo se ha proyectado ahistóricamente ese antagonismo en las decisiones políticas actuales. Si el Muro de Berlín cayó y el comunismo se terminó como receta, en la Argentina todavía se vive bajo el peso de la culpa colectiva por la deserción del Estado, durante los años de la dictadura militar, en sus más elementales deberes de rectitud y justicia. La población, en un intento de empatía reparadora, ha inclinado el fiel de la balanza hacia los perdedores de la guerra y regalado la simpatía pública a los valores emblemáticos derrotados en los años setenta, percibidos además como la última modernidad cultural conocida.
En los años setenta, la modernidad no sólo tenía un tinte socialista y anticapitalista. Traía, además, consigo una revolución en las costumbres, en la sexualidad, en el modo de comprender el individuo y la sociedad como un complejo sistema de relaciones conscientes e inconscientes, decodificables por las nuevas ciencias de la psicología, de los estudios sociales, de la investigación de las relaciones entre el trabajo y el capital. Los setentistas junto a los baby boomers e hijos culturales del Mayo francés, expresan la primera generación homogénea de la modernidad global, generación hoy obsoleta. Esta generación es la que hoy gobierna en muchos países, incluyendo la Argentina actual, y la que aún se resiste a hacer la síntesis entre la modernidad de su juventud y la modernidad actual que ha dejado a la anterior anticuada y rezagada en muchos de sus aspectos. Los pueblos tienen sed de modernidad, quieren vivir a pleno en su tiempo histórico, pero en un tiempo histórico acelerado, y con dirigencias retrasadas, no han podido hacer el trabajo de descarte y purificación y de actualización de sus viejas creencias.
En la conciencia pública figuran así, inalterados, los actores y los valores calificativos de la tragedia setentista. De un lado, los “conservadores”, los militares oligárquicos, antipopulares y antiperonistas, represores de aquella juventud revolucionaria; el Estado asesino más que defensor del territorio y de los argentinos; los Estados Unidos que entrenaban a los militares en la guerra contra el comunismo y, en forma estelar, los economistas capitalistas, amigos de los Estados Unidos y obviamente enemigos del comunismo. Del otro lado de la trinchera, los “progresistas”, la romántica y rebelde estudiantina de los años setenta, que imitando al Compañero Fidel y al no menos mítico Che, tomó las armas en pos de un sueño socialista que mejoraría la vida de los argentinos. El punto es que esta juventud, al mismo tiempo que reivindicaba una economía socialista, fue la que quebró el otro corsé conservador de la Argentina con su adhesión a la revolución global de los nuevos conocimientos sobre el hombre, y trajo, más allá de su fracaso por imponer un sistema anticapitalista, una saludable renovación en las costumbres y una verdadera modernización en la cultura familiar, educativa, social y artística que benefició a todos los argentinos y los arrancó de una sociedad un poco provinciana para proyectarla intelectualmente en aquellos años, a lo más novedoso del planeta. En el inconsciente colectivo de los argentinos vivos figura inscripta aquella generación como la que primero accedió a la modernidad en un aspecto básico de ésta: la pertenencia a la modernidad global, aunque esta pertenencia en los años setenta fuera en lo político la del socialismo o comunismo planetario.
Por su parte, en la Argentina un tercer actor, el peronismo, fue cursando su propia historia, misteriosa y secreta, y fabricando la propia modernidad de la mayoría, siempre un poco más lenta que la modernidad de las vanguardias intelectuales y guerrilleras urbanas. Ubicado entre la guerrilla perseguida y el estado represor, el peronismo jugó en la historia ambos roles: cuando Estado, represor aunque dentro de los límites de la Constitución, y cuando desplazado del Gobierno por el golpe militar de 1976, víctima de la represión. Durante la última mitad del siglo XX, la Argentina se ocupó, más allá de la guerra entre militares y guerrilleros, de resolver su batalla histórica, arrastrada desde su formación nacional a comienzos del siglo XIX: la de circular de una sociedad rural y bárbara a una sociedad civilizada con el acceso de todos los argentinos en el poder político, transformándose así a la vez en una sociedad democrática y en una democracia política. De un modo imperfecto pero contundente, el peronismo declaró en 1989 terminada su etapa dogmática y con el peronismo de los humildes y marginados, los antiguos bárbaros, hecho gobierno, se institucionalizó. Procedió así, ya como gobierno y sin dudas ni temor, a la modernización de la economía y a un principio de reforma del Estado, obsoleto y postergado durante los cincuenta años que duró la gran guerra casi religiosa entre peronistas y antiperonistas, devenidos por fin hermanos en la irreversible democratización de la sociedad argentina. Es con el fin de esta guerra particular, y con la asimilación del peronismo como fuerza popular mayoritaria a un menemismo transformado de repente en aparente fuerza oligárquica y otra vez regresiva, que las facturas pendientes de la generación setentista, izquierdista pero también peronista, comenzaron a circular, transportando otra vez a la ciudadanía a la antigua disyuntiva de los setenta: de un lado los antiguos jóvenes progresistas, idealistas y desinteresados, ahora abuelos recientes o padres de adolescentes, y del otro, los enemigos de siempre, los de antaño: los capitalistas, oligarcas, conservadores, anticuados caudillos de costumbres feudales, obedientes sirvientes de los Estados Unidos que se encarnaban a la perfección en la figura de un Menem anticuado en su actitud personal hacia el poder y en el usufructo de éste en su propio beneficio. Perteneciente a una generación anterior, Menem era por otra parte demasiado mayor ya, para siquiera intentar reivindicar la modernidad cultural de los setenta o para dar, después del salto a la modernidad económica, el salto cultural hacia una modernidad total, usando las mismas bases doctrinarias del justicialismo, una doctrina argentina con una inmensa apertura a la modernidad, y que sólo precisaba de una actualización instrumental. Las elecciones del 95 expresaron este dilema, que no dejó de repetirse con diferentes variables hasta la actualidad: una modernidad económica incompleta y con nuevos problemas para resolver resistida por los ahora anticuados revolucionarios del pasado, también unidos a los peronistas conservadores que resistían el paso de su propio movimiento a la modernidad.
Desde un punto de vista político, el dilema no trataba de otra cosa que la modernidad resistida por los conservadores, aunque ahora los conservadores fueran antiguos progresistas, aquellos jóvenes socialistas y peronistas estatistas, y aunque guardasen ante la ciudadanía desactualizada en el debate, su antiguo prestigio de modernidad. El dilema menos explícito e insuficientemente debatido era también, que si la modernidad de unos era insuficiente y la de otros anticuada, el problema a resolver no era otro que el de la comprensión de la modernidad en su totalidad, particularmente en los sensibles aspectos del manejo del aparato público y de la transición y acceso a la modernidad cultural de la inmensa mayoría de trabajadores. La renuncia de Cavallo al gobierno de Menem en el año 1996 marcó un punto importante de inflexión: la modernidad económica no sería tal sin una modernización de las costumbres políticas, tanto en los organismos públicos como en los partidos políticos y en los sindicatos, y la guerra declarada contra las mafias y la corrupción en el Estado, unió por un período a los ahora maduros revolucionarios del pasado con el político más formado y esclarecido de la modernidad. La posibilidad de actualizar a la generación revolucionaria duró hasta culminar el gobierno de la Alianza, caracterizado tanto por su antimenemismo como por su vocación de buscar un camino más integrado hacia la modernidad. El fracaso de la experiencia incluyó la caída del más valeroso y kamikaze combatiente de la modernidad, un Cavallo ingresado in extremis a ese gobierno, y que apeló a los recursos más heterodoxos en su afán de salvarla- incluyendo el famoso corralito destinado a preservar el valor de los depósitos en su moneda original-, arriesgando todo su prestigio político para que la Argentina no cayera en el pasado, como finalmente cayó. No por las características de la modernidad en sí misma, sino por la inadecuada comprensión cultural de ésta por parte de una mayoría de gobernantes, cuadros políticos, intelectuales y periodistas, y, como consecuencia de esta carencia en la formación de opinión, de la población que, entre la espada y la pared, se negó a sostenerla y a alentar su continuidad.
El problema de la modernidad es que no deja de cambiar su rostro: hoy los jóvenes son otros y la modernidad que les es contemporánea requiere sus propias definiciones, en especial frente a la Argentina envejecida que gobierna en nombre de un progresismo que ya no es tal. El progreso no ha quedado exactamente del lado del socialismo ni del estatismo y si bien el capitalismo expresa hoy la más cierta posibilidad de progreso para pueblos insuficientemente capitalistas, la modernidad, junto con el triunfo de ese capitalismo, ha traído una gran cantidad de preguntas aún sin respuesta. La modernidad económica no se caracteriza sólo por estar protagonizada por el capitalismo sino por la globalización, tanto del capitalismo como de las comunicaciones y del conocimiento. El despliegue de estos tres factores en la vida de los pueblos aún no se puede medir bien y mucho menos organizar y sistematizar. La modernidad -cualquier modernidad- no se comprende nunca del todo contemporáneamente, no se conocen sus efectos y se procede a tientas en un espíritu general de avance allí donde se están abriendo nuevos caminos y construyendo una comunidad global de un nuevo tipo, y por nueva, desconocida e imprevisible. Hay una avidez de modernidad, también en el mundo subdesarrollado de América, pero no se sabe aún lo suficiente como para hacer llegar los beneficios de ésta a todos. Esta aspiración hacia la justicia global y la equidad social global, que se expresaba en los años setenta con el paradigma del socialismo, expresa la misma tendencia de modernidad cultural hacia el progreso, ahora con el instrumento del capitalismo. Este cambio de paradigma, con el progresismo capitalista sustituyendo al progresismo socialista, hoy en el rincón del anticuario, muestra a las claras el inmenso trabajo intelectual pendiente para las nuevas generaciones, para ser leales al espíritu de su propia modernidad y no quedar atrapados en los viejos paradigmas que son hoy los que están en el lugar conservador, el que detiene el progreso y el que impide la actualización del más genuino ideal progresista.
Después de la interrumpida y por ahora frustrada modernización de la economía argentina, quedó claro que el problema no había estado en la modernización de la economía en sí, sino en su parcialidad: no se podía reformar una parte sin reformar el todo, y la falta de modernización de Estado y de los organismos públicos así como la falta de modernización de las instituciones políticas, contribuyó a que las reformas que se habían logrado, no pudieran sostenerse, tanto por la confusión de la gente en sostener esas reformas al ser agitados los viejos fantasmas del pasado, como por la carencia de una fuerza política que expresase simultáneamente la modernidad económica pero también la modernidad en la administración pública, en las interrelaciones individuo, comunidad y estado, en la representación política, en la organización territorial, en la educación, la ciencia, la tecnología y las costumbres, y en la conciencia de la pertenencia continental y planetaria, superadora del nacionalismo. La modernidad no habla de una cultura nacional propia opuesta o avasallada por una cultura extranjera, sino que representa una nueva cultura global, a disposición de cada una de las naciones, basada en el uso global del conocimiento y de las nuevas tecnologías. La guerra del grupo terrorista Al Qaeda contra los Estados Unidos y la ocupación por parte de los Estados Unidos de Afganistán e Irak, muestran el rostro global de esta misma batalla por la modernidad, anhelada, envidiada y resistida por los pueblos que no encontraron el camino del progreso. Esta guerra, con sus aspectos también religiosos y de preservación defensiva de culturas arcaicas, agrega, a veces, más confusión en el espíritu de los argentinos que, con la memoria de su propio pasado aún no digerido, tienden a perder de vista su propio interés y su necesidad actual de modernidad, y a pensar que los Estados Unidos, su inevitable socio en el progreso, son más los represores de pueblos rebeldes que los abanderados de la libertad en cuyo nombre combaten, más los constructores de un imperio que los representantes de esa modernidad que, saben, es su misión compartir y desplegar en el mundo.
La modernidad del rostro cambiante, en la cual los debates por la organización económica son paralelos al debate sobre las organizaciones familiares y en la cual, el enorme avance tecnológico plantea problemas nuevos que requieren una mentalidad sin prejuicios que desborde a cualquier pensamiento del pasado y que se abra al intercambio planetario para encontrar soluciones que deberán ser, inevitablemente, comunes. Muchos ideales de la modernidad de los años sesenta y setenta tienen un espíritu que es posible rescatar: el de la fraternidad universal, el de la justicia social a escala planetaria –aunque ahora ésta llegue obligadamente de la mano del capitalismo- y el del reconocimiento de la libertad de cada individuo para vivir su vida –también la sexual y familiar- según los designios de su propia soberanía. La integración de esos ideales, a los ideales políticos de conformación de una economía y una democracia modernas, es la tarea pendiente para esos políticos desprestigiados que no terminan de convencer a argentinos siempre abiertos a las novedades y seguros de merecer un destino mejor.
Encaminados hacia la modernidad en los noventa, perdidos en las dificultades de la modernidad a fines del 2001, yendo hacia atrás desde entonces, con la brújula rota de la dirigencia que cree avanzar cuando retrocede, paralizados en 2005 sin saber bien donde están parados ni a quién seguir, los argentinos no han perdido las chances de acceder a la modernidad. Sólo les falta mirar, entero, el mapa y los caminos que llevan a ésta.

LA COMUNIDAD AMERICANA Y EL FEDERALISMO CONTINENTAL

La modernización de la Argentina, así como la de los demás países latinoamericanos, no parece viable como un exclusivo proyecto nacional y requiere ser pensada en el marco más amplio de la comunidad de países americanos, en la cual la presencia de los Estados Unidos comunica la idea de un federalismo continental como un instrumento para el crecimiento común.
La Iniciativa de las Américas, lanzada en 1990 por el primer Presidente Bush, y reafirmada en Abril de 2001 por el segundo Presidente Bush, como tratado de libre comercio en el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA o FTAA) fue desde sus inicios un proyecto político: el de contribuir a la modernización económica de los rezagados países de América Latina y asegurar un espacio continental de crecimiento común. El proyecto inicial reconocía que el crecimiento de los Estados Unidos requería también del crecimiento del resto de los países americanos y que éstos, a su vez, no crecerían sin modernizar su economía y sin la asistencia tecnológica y financiera de los Estados Unidos. Un proyecto transparente y comprensible, en el inmediato mundo post-comunista y aún pre-terrorista, donde no costaba demasiado convencerse en los mutuos beneficios de esa asociación.
La Argentina fue, en los años noventa, líder regional de la modernización y fiel amiga de los Estados Unidos en la concreción de ese proyecto, que interesaba a la Argentina por su propia proyección geoestratégica en el subcontinente, como modo de balancear al coloso brasileño. La abrupta contrarreforma económica antimodernizadora de Diciembre del 2001 en la Argentina y los acontecimientos terroristas en Septiembre de 2001 en los Estados Unidos, que se desplazaron hacia Medio Oriente en defensa de los mismos principios de libertad y modernidad, postergaron toda discusión profunda sobre un ALCA que continuó avanzando, a pesar de todo, en los acuerdos del CAFTA en América Central y el Caribe. Los intentos de algunos sectores políticos contrarreformistas de Argentina por separar aún más a ésta de todo vínculo estrecho con los Estados Unidos, creando y promoviendo una Unión Sudamericana, han vuelto a poner sobre el tapete los aspectos políticos, culturales y militares, hoy más significativos que los comerciales, de una unión del total de los treinta y cuatro países americanos firmantes del tratado del ALCA, a los cuales habría que agregar a Cuba en un futuro muy cercano. No se trata ya, en este mundo post-terrorista, sólo del comercio, sino de los alcances mismos de la modernidad en la vida de los pueblos y del combate cultural, político y militar que ella misma ha generado a escala planetaria.
Si en la Argentina, el retroceso en el proyecto ALCA coincidió con el fracaso de su proyecto modernizador y si Estados Unidos, para imponer una democracia política y comercial en Medio Oriente, optó por la guerra, las preguntas geopolíticas para la Argentina y los países que conforman la latente Comunidad Americana vuelven a pasar por la definición del tipo de vínculo a establecer con la modernidad y con su encarnación formal, los Estados Unidos de Norteamérica. La nítida línea de un mundo dividido entre amigos y enemigos de la modernidad que los sucesos terroristas de 2001 trazaron en el planeta, no sólo dibuja una frontera militar. También señala a los pueblos latinoamericanos, que no puede permanecer en la frontera de la modernidad sin conquistarla del todo, ya que a los tibios, no es sólo que los vomite Dios sino que al menor descuido, como se vio en la Argentina, terminan del otro lado, junto a los enemigos de la modernidad. No sería entonces ya posible limitar el proyecto de asociación a un tratado de libre comercio, y tampoco limitar el proyecto de modernización de las economías latinoamericanas, a un mero proyecto de asistencia financiera, ya que es imposible una asociación justa entre estados dispares, unos pocos muy organizados y la mayoría, con una muy baja calidad institucional. Por otra parte, y como demostró el caso argentino, no será posible una real modernidad económica ni en la Argentina ni en América Latina, sin concretar, simultáneamente, la reforma de los organismos públicos, la reforma de las instituciones políticas y sin construir en cada país un auténtico federalismo que asegure un crecimiento equitativo. El ejemplo argentino expresa con claridad la necesidad de un plan maestro de modernización, más amplio que el plan modernizador de los noventa, a escala nacional, para la Argentina y para cada uno de los países latinoamericanos necesitados de reformas, y subraya, muy especialmente, la necesidad de un plan continental supra nacional que dé consistencia y sentido a esa modernización.
Después de haber apoyado la modernización de la economía, el vital entusiasmo de los argentinos se trocó en desencanto y confusión cuando se vio que el esfuerzo no había servido para nada y que el país volvía a caer en el desorden y la pobreza, sin que los Estados Unidos comprendiesen tampoco la situación con la velocidad necesaria, para asegurar que el país latinoamericano más adelantado en las reformas avanzase en las mismas y ayudase así, con su ejemplo, a organizar al resto. A partir de esta frustrada experiencia, los argentinos y la mayoría de los latinoamericanos no han dejado de preguntarse si la modernización es posible, si lleva de verdad al progreso y si los Estados Unidos representan a un auténtico combatiente de la modernidad o a un mezquino e interesado administrador de la misma. El nuevo rol de los Estados Unidos en Latinoamérica debería entonces ser el de regresar a la batalla por la modernidad económica y, en esta nueva instancia reparadora, insistir y asistir en la promoción de una modernización total de los aparatos estatales y de las instituciones políticas en los países latinoamericanos, de modo de elevar a esos países al mismo nivel de calidad institucional de los Estados Unidos. Esta calidad institucional sería la que aseguraría en cada país la permanencia de las reformas económicas y el establecimiento de justos tratados comerciales entre pares institucionales y aventaría la sospecha de una gestión de tipo imperial en un continente subdesarrollado y vulnerable.
Por otra parte, si el objetivo inmediato es el de obtener en la Argentina y en cada uno de los países latinoamericanos una calidad institucional semejante a la de los Estados Unidos como único camino realista hacia el crecimiento, no puede ignorarse el más importante efecto político de este proyecto: con la equiparación institucional las bases de un federalismo continental quedarían firmemente asentadas. Naciones libres y unidas bajo un sistema federal, firmantes de un estatuto común institucional y comercial, inaugurarían para América una era de grandeza a la vez que se enlazarían al mismo proyecto más amplio de federalismo global. El continentalismo no es otra cosa que federalismo continental y la globalización no es sino federalismo a escala planetaria. Las reformas a escala continental y global plantean así otra posible resolución metodológica de la modernidad por medio de la política y no de la guerra.
La metodología política del federalismo continental y global es quizá el desafío intelectual más fuerte del momento para los intelectuales latinoamericanos y norteamericanos y la experiencia argentina ha dejado diáfanas y expresivas lecciones al respecto. A poco que se miren las enormes necesidades insatisfechas de América Latina coexistentes con la actual necesidad de los Estados Unidos de un máximo despliegue de su propia influencia política y militar, se descubre que los estrechos lazos establecidos por la Argentina con los Estados Unidos durante la década modernizadora de la economía tenían un profundo sentido continentalista y hablaban tanto del respeto al liderazgo norteamericano en la modernización y las nuevas tecnologías, como del propio interés argentino en desplegar su influencia en un continente principalmente hispano parlante y equilibrar a sus propias alicaídas Fuerzas Armadas en el contexto de una fuerza multilateral en la cual los antiguos enemigos fueran socios. No parece casual que en aquella fructífera relación entre los Estados Unidos y la Argentina –en aquel momento en la vanguardia de la modernización- estuviera el germen de la derrota: el éxito de la Argentina como potencia apadrinada por los Estados Unidos para ejemplificar el acceso a la modernidad hubiera significado para los Estados Unidos también la llave subcontinental para concretar una Comunidad Americana desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. A partir de fines de 2001, la pérdida por parte de la Argentina de su vocación de asociación con los Estados Unidos y su renuncia a la posibilidad de modernizarse, confirmó a la vez las peores sospechas de América Latina acerca de los consejos y recomendaciones de los Estados Unidos, vistos tradicionalmente como promotores de explotación y pobreza y no como los Reyes Magos que de verdad son, cuando comprenden qué es lo que deben hacer para expandir la libertad y el progreso general.
El actual clamor en contra de lo que se continúa llamando imperialismo yanqui se apoya en la confusión general de Argentina y Latinoamérica acerca de la modernidad e impide la percepción de lo obvio: que la relación latente entre unos y otros países americanos es de una índole completamente diferente a la de un Imperio y sus países vasallos. Los Estados Unidos se han constituido como una unión federal y es impensable que una comunidad de países americanos pudiese establecerse, con ellos incluidos, bajo otra norma que la de un equivalente federalismo continental. Cuando desde las izquierdas o desde los nacionalismos conservadores de Latinoamérica se alude al imperialismo yanqui, se elimina del razonamiento la más importante figura organizativa política de los Estados Unidos: su sistema federal. Un sistema federal que por su misma característica de descentralización es lo opuesto a un sistema imperial y que por su vocación de libertad y autonomía, sólo admite la paridad en cualquier tipo de asociación, transformándose en el más claro instrumento antiimperialista de que se tenga conocimiento. Por otra parte, los mismos Estados Unidos, al tratar de reducir el acuerdo entre países, a un mero acuerdo comercial, dejaron de lado lo que podría crear una sólida unión de mutuo interés e incluso mover la agenda comercial: una unión de estados americanos federados, o sea, la promoción lisa y llana de los países latinoamericanos con economías subdesarrolladas, con Estados obsoletos y disfuncionales e instituciones políticas desorganizadas y poco representativas, a la misma modernidad económica e institucional de los Estados Unidos.
Los líderes latinoamericanos más avanzados, desvinculados de un proyecto general y común a sus naciones pares, han tenido históricamente mucha dificultad en promover y sostener las reformas en naciones siempre demasiado débiles para provocar un giro total en su destino de subdesarrollo. En el marco de un federalismo continental, que alentase además el federalismo interno en las naciones asociadas, creando marcos aún más amplios de libertad, descentralización y crecimiento regional, las reformas en la economía, en los organismos públicos y en las instituciones políticas sucederían con mayor velocidad y con mejores niveles de confianza. El sistema de la asociación federal cooperativa permitiría que los Estados Unidos, lejísimos de ese rol imperial dibujado por sus enemigos, jugasen más bien el rol de líder ideológico y tecnológico de una modernidad en la cual el crecimiento de unos sólo es factible a través del crecimiento –y no de la explotación- de otros. El nuevo paradigma federalista, con su base de unión libre de los Estados en un conjunto regido por leyes comunes, aplicado a escala continental, con su nuevo recetario de modernización económica puesto al día con las reformas complementarias, serviría como base para un federalismo global. Dentro de esta nueva concepción, los países estarían más tentados a unirse que a separarse, y sin duda disminuirían el terrorismo y otras variantes de protesta y agresión, motivadas tanto por el escaso desarrollo como por la incapacidad institucional para salir de él.
Desde el punto de vista de la Argentina, importa saber que su capacidad de reforma no sólo permanece intacta, sino que puede ser sostenida por porciones cada vez más amplias de población toda vez que éstas comprendan el proyecto general de federalismo, en el marco del cual van a realizar aquellas reformas destinadas a proporcionarles un mejor nivel de vida, una mayor productividad y riqueza y un mayor despliegue cultural y político, no sólo en el continente sino el mundo. Desde el punto de vista del resto de los países latinoamericanos, necesariamente sujetos del mismo proceso de reformas modernizadoras, importa resaltar la identidad americana en su conjunto, más allá de la condición de hispanos, lusitanos o sajones, y de los beneficios que implicará el manejo común de la economía continental frente a los muy competitivos países asiáticos y a la Unión Europea. Desde el punto de vista de los Estados Unidos, importa el cambio de la estrategia inicial de despliegue comercial por una estrategia de despliegue político que eleve los países del continente a su propio nivel institucional, alertas a que el primer intercambio comercial va a estar no en la colocación de productos industriales estadounidenses en países sin recursos para comprarlos, sino en la venta de servicios de reforma pública e institucional para permitir, entonces sí, un flujo de mercaderías en ambos sentidos en condiciones más equitativas para ambas partes. Así, el negocio principal de los Estados Unidos no radicará —como los trabajadores manufactureros estadounidenses creen y temen— en el desplazamiento de fábricas a países con bajos salarios, sino en la exportación de servicios para que esos países tengan mejor nivel de vida con salarios más altos. Desde la asistencia técnica y financiera para la auditoria y reorganización administrativa de los organismos públicos nacionales hasta la actualización de infraestructura pública —autopistas, provisión de agua, energía y comunicaciones—, los Estados Unidos pueden ayudar a conseguir en menos de un lustro, el aumento de la calidad y abundancia de los servicios en los países semidesarrollados hasta el nivel, por lo menos, del más pobre de los estados de los Estados Unidos. Los negocios vinculados a estas áreas de servicios se convertirán sin duda en la inversión más rentable de las próximas décadas en un continente lanzado por fin a un proceso de crecimiento ilimitado, ofreciendo una nueva lectura y revitalización del alicaído tratado de libre comercio. Los países americanos, uniformizados en sus características institucionales, con sus organismos y servicios públicos actualizados podrán entonces enlazarse en el mercado común americano, aumentando a la vez su productividad y su capacidad de consumo, y proyectando a ambas al resto del planeta. La asociación bilateral de organizaciones no gubernamentales y organismos financieros para promover las reformas pendientes en el marco de un federalismo continental, constituye a su vez la base creativa, libre y descentralizada, el brazo operativo multiplicador de esta gran transformación que sólo está a la espera de sus líderes.
¿Es posible una Comunidad Americana semejante a la europea? Conviene quizá recordar que desde los días de la Independencia, el sueño de los patriotas americanos fue el de una América grande y unida. Desde Monroe a Perón, pasando por San Martín, Bolívar y Martí, el proyecto pasó por diferentes encarnaciones hasta llegar a la más reciente del ALCA. En esta última versión del sueño, se asumió que si los Estados Unidos crecieron a la medida de sus más altas aspiraciones materiales, no habrá forma de que el resto de los países los alcance sin adoptar el mismo sistema de organización institucional y económica, y se reconoció, a la vez, que los Estados Unidos no podrán seguir creciendo indefinidamente en un continente de hostiles y amenazantes países pobres. Y así puede decirse, a comienzos del Siglo XXI y parafraseando al Aparicio Saravia de fines del XIX, que habrá América para todos o no habrá América para nadie, si de la patria grande se trata.

FEDERALISMO, DESCENTRALIZACION Y CRECIMIENTO

Desde los sucesivos desmembramientos del Virreinato del Río de la Plata hasta la guerra por las Malvinas, pasando por los enfrentamientos entre unitarios y federales durante el siglo diecinueve y la campaña del desierto, la historia argentina puede leerse como la historia del pánico del poder central, tanto a la pérdida territorial como a la pérdida de control sobre los pobladores alejados del centro de poder y proclives a los mismos impulsos independentistas que dieron luz a la Nación. Como víctima de una particular psicopatología política, después de la Independencia, el puerto de Buenos Aires se creyó en la obligación de revestir el poder y la autoridad de la Corona Española, y las provincias, en la consiguiente obligación de continuar el desafío para asegurarse su propio crecimiento. Medio siglo de anarquía, una férrea dictadura para asegurar la unidad territorial y la final batalla por una constitución federal y liberal, dieron por fin vía libre a lo que hoy se llama la Argentina, un país problemático que, un siglo y medio después de promulgar su Constitución, no ha terminado de organizarse.
La tensión entre una constitución en teoría federal, pero que retiene en manos del gobierno central la mayor parte del poder de recaudación de impuestos y de redistribución mediante un complejo sistema de coparticipación, expresa en la economía argentina moderna, la proyección de aquel antiguo pánico histórico. Si la Constitución de 1853, moderadamente federal, respetaba la posible autonomía fiscal de las provincias, la reformada Constitución de 1994, se ocupó de aclarar, tanto en el artículo 75 como en las disposiciones transitorias referidas a los Gobiernos de Provincia, que la decisión sobre las contribuciones directas e indirectas son una atribución del Congreso Nacional, que el control sobre la ejecución y fiscalización corresponden a un organismo fiscal federal y que la distribución de los fondos recaudados se realiza según una ley convenio de coparticipación, sobre la base de acuerdos -no precisados en el texto- entre la Nación y las provincias. En pleno proceso de acceso a la modernidad económica, la nueva Carta Magna no sólo ignoró el principio básico de la moderna administración del Estado, la descentralización, sino que se permitió, además, como copia interesada de las Comunidades Autónomas de España, abrir la puerta a la posible unión de provincias en regiones. Este proyecto, impulsado desde algunos sectores del peronismo, prometía descentralizar lo suficiente como para que eventuales caudillos provinciales se transformasen en presidentes de una gran región autónoma y pudiesen presionar con más fuerza al siempre distribuidor poder central, con la latente extorsión y amenaza de secesión que el tamaño regional permitiría. Con el pretexto de ahorrar en gastos legislativos y ejecutivos, el proyecto evitaba descentralizar lo necesario para llevar la autonomía fiscal a cada provincia y sustituía así el poder central por el poder intermedio de un gobierno regional, igualmente centralista a escala local y que empeoraba la situación, suprimiendo las instituciones políticas de las provincias: un uso engañosamente federalista del mismo pánico histórico.
No hay crecimiento sin descentralización, es decir, sin economías provinciales plenamente autónomas, y no hay descentralización, sin renuncia al miedo a la libertad. Estas dos verdades, tan nacionales, liberales y federales, como peronistas, progresistas y populares, forman parte del más negado patrimonio cultural argentino, y aunque proviniendo de los inicios de su historia, constituyen la base misma de la modernidad cultural en la organización nacional. Juan Bautista Alberdi murió pobre y olvidado en Paris, después de haber sentado las bases liberales y federales para la creación de la Constitución Argentina. Quizá los sufridos argentinos del siglo XXI que propongan respetar el principio de organización federal también en el bolsillo provincial, mueran tan pobres y olvidados como él, en algún otro lugar del planeta, mientras la Argentina continúa preguntándose acerca de la razón de su fracaso.
A pesar de la obvia disparidad entre el crecimiento, producción y nivel de vida de la Ciudad de Buenos Aires y su zona de influencia, con respecto a la mayoría de las capitales provinciales, los diferentes gobiernos a lo largo del siglo XX y a comienzos de este siglo XXI han persistido en eludir la solución de raíz: permitir la auténtica autonomía fiscal en el sistema federal que ordena la Constitución. Una enmienda o una simplificación de la actual ley convenio entre la Nación y las Provincias, por la cual se otorgase autonomía total de recaudación, control fiscal y gestión a aquellas, allanaría en forma sustancial el crecimiento de provincias potencialmente ricas pero malogradas por su falta de independencia. La misma falta de independencia que ha favorecido, por otra parte, su irresponsabilidad al desvincular los presupuestos provinciales de su propia capacidad de recaudación impositiva y que las ha empujado a endeudar a la Nación, captadora de impuestos, pero sin voz ni voto sobre los gastos o el endeudamiento. El golpe institucional dado por la Provincia de Buenos Aires a la Nación en Diciembre de 2001, es el mejor ejemplo de la extrema perversión que han alcanzado, en la Argentina contemporánea, las relaciones entre Nación y Provincia, a contramano de todo pacto moderno de gestión de Estado.
Desde el punto de vista de la Nación, sólo la tradicional desconfianza de la libertad y el arraigado miedo a que las provincias no cumplan con su pacto fiscal con la Nación, explican que ningún partido político tenga aún en su programa la sencilla propuesta de que cada provincia recaude por sí misma, se haga cargo del total de su propio presupuesto y sea responsable por las deudas que contraiga. Se sustituiría así la actual modalidad de cesión del total de los recursos a la administración central para que esta retenga lo correspondiente al presupuesto nacional y redistribuya el resto según el criterio de quitar a las provincia “ricas” para dar a las provincias “pobres” , por una modalidad más justa y realista, en la cual serían las mismas provincias las que contribuirían, según sus recursos, al presupuesto nacional, ejerciendo un verdadero poder y una participación política real en la Nación. El total control sobre las propias rentas, impulsaría además a crear modelos propios y originales de crecimiento basados en los recursos locales y la propia identidad productiva. Convendría, en este sentido, ya dejar de hablar tanto de la marca argentina para concretarla, y comenzar a pensar en las relegadas marcas provinciales. Programas nacionales crediticios, regulados con normas bancarias y no políticas, para favorecer el desarrollo de proyectos en las provincias menos desarrolladas, no harían más que estimular los hoy dormidos reflejos creativos de muchas de ellas, que al crecer de un modo genuino, aumentarían el total de la riqueza nacional.
El mismo concepto de descentralización que cuesta aceptar en organismos públicos para evitar gastos burocráticos y de mal aplicación de recursos, se aplica a las economías provinciales, que al no dominar el total de sus ingresos fiscales se ven limitadas en su creatividad, su independencia y propia responsabilidad de gestión. El mismo concepto de participación popular en la reforma del Estado Nacional y de las organizaciones políticas nacionales, requiere además ser aplicado por los ciudadanos de cada provincia en la reforma de su Estado provincial, de sus organismos públicos y sus organizaciones políticas. Además de sufrir, como argentinos, las distorsiones del Estado Nacional, los ciudadanos de cada estado provincial y de la ciudad Estado de Buenos Aires, padecen la particular castración de no ser dueños de su propio destino, la renovada tentación de la irresponsabilidad fiscal y el peligro permanente del acceso al poder de caudillos feudalistas amparados en la falta general de libertad y en la escasa participación popular genuina. En provincias donde no existe la menor posibilidad de un desarrollo plenamente capitalista, con un estado provincial modernizado y reformado, sólo cabe el subsidio desde el gobierno a ciudadanos que automáticamente se transforman en esclavos político-dependientes del caudillo de turno. La provincia de Buenos Aires vuelve como el ejemplo inevitable: siendo la provincia más rica, es la que más pobres dependientes del Estado tiene, aquella a la cual el gobierno central le retiene más recursos y le devuelve menos por la ley de coparticipación, aquella que por ese mismo motivo más se ha endeudado, con las trágicas consecuencias institucionales ya mencionadas, la peor en seguridad, la del más alto índice de desempleo y la que continúa obsequiando al país con la más estalinista organización política de la actualidad, el anticuado partido peronista bonaerense.
La modernización económica de los años noventa avanzó en algunos cambios y descentralizó gran parte del sistema educativo, por ejemplo, permitiendo a las provincias una propia y mejor administración de éste. Si la descentralización es la llave maestra de la modernidad en la organización y administración del Estado, y si la modernidad del Estado es una de las condiciones necesaria de la modernidad económica, se comprende entonces mejor la imperiosa necesidad de promover una genuina organización federal. En este sentido, conviene volver a señalar que, encubiertos con el disfraz de un aparente progreso federal, los planes siempre latentes para agrupar las provincias en regiones, aún cuando regiones federalizadas, iría en contra del concepto básico de la modernidad en la organización del Estado: la descentralización. No sólo la descentralización de las provincias en relación al Gobierno Nacional sino también de las comunas en relación al Gobierno Provincial, de forma de hacer posible la otra gran premisa de la modernidad: la participación ciudadana en el control de gestión de organismos públicos, reformados en unidades cada día más pequeñas para permitir una eficaz auditoria por parte de la población a la que sirven. Como dato curioso, hay que anotar que derechas e izquierdas, tanto como el peronismo menos reflexivo, han padecido el mismo terror a la descentralización y han favorecido, con los más diversos pretextos, una férrea centralización que mantuviese bajo control político a las provincias.
Aunque la perfecta y más que exitosa organización federal de los Estados Unidos de Norteamérica ofrece el ejemplo necesario para los escépticos, el federalismo es un tema poco transitado en los debates políticos recientes. Como parte irrenunciable de la modernidad cultural, el federalismo real se presenta, sin embargo, como uno de los objetivos más urgentes a la hora de pensar en un óptimo crecimiento nacional, más armónico y eficaz, con la segura migración de centenares de miles de jóvenes argentinos, hoy sin futuro ni destino, hacia provincias por fin prometedoras de una vida mejor, dueñas de los instrumentos y los recursos de una gestión autónoma para promover su propio desarrollo. Un Tucumán perfumado jardín de industrias no contaminantes, al que Alberdi estuviese orgulloso de volver, una Mendoza donde San Martín encontrase también su lugar en el mundo, entre vinos y damas bordadoras de la alta moda nacional, una Buenos Aires donde Rosas pudiera dedicarse a una agresiva industria agroganadera de exportación sin temor a las retenciones, un San Juan donde Sarmiento sentase una fuerte industria editorial, un Chubut donde Perón se sentase a actualizar la doctrina y a remover el retrasado aire patagónico con impensados bríos, una Corrientes donde el Sargento Cabral fundase un colegio militar especializado en las tecnologías de última generación, una Santa Fe musical y láctea donde se rescribiesen las definitivas cláusulas de la reorganización federal, y, entre tantas otras provincias a la búsqueda de su destino singular, una Entre Ríos donde Urquiza estudiara con Lula cómo, después de la definitiva federalización del país, continúa la historia, con la Comunidad Americana y el nuevo federalismo continental, en ese otro último paso local hacia el federalismo global.

LA COMUNIDAD DESORGANIZADA

En uno de sus más conocidos pero menos revisitados textos, “La comunidad organizada”, el General Perón planteaba, unos pocos años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial y con un fuerte tinte anticomunista, que “El problema del pensamiento democrático futuro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la comunidad, sin distraer la atención de los valores supremos del individuo; acentuando sobre sus esencias espirituales, pero con las esperanzas puestas en el bien común”. Con gran clarividencia advertía además, que el futuro traería grandes batallas acerca de la forma que los individuos integrantes de una comunidad democrática diesen al Estado, de modo de permitir una eficiente articulación entre la libertad del individuo y las necesidades del conjunto, e instaba a los peronistas a preocuparse en encontrar el modo óptimo de organización de su comunidad. Desde entonces, los dirigentes peronistas que recogieron su herencia, se han preocupado poco por el tema, y han preferido volcar su entusiasmo y su desborde emocional, a la discusión sobre la economía. Esta omisión tiene una gran importancia para la Argentina actual, ya que los restos desarticulados del peronismo siguen dominando el panorama político. El peronismo es a la vez gobierno y oposición. El peronismo ha protagonizado la reforma de la economía y también su contrarreforma. El peronismo, finalmente, ha producido, en Diciembre de 2001, la más extrema desorganización de la comunidad argentina contemporánea.

Confusos acerca del mérito o desmérito de la reforma económica de los 90 y desencantados con los políticos, los argentinos, refugiados en su vida individual, han comenzado sin embargo a percibir, inmersos en la más desorganizada comunidad de que tengan memoria, que quizá los problemas que los aquejan no provienen sólo de la economía, sino que “algo” vinculado al Estado quedó olvidado en los planes políticos de reformistas y antirreformistas.
La reforma de los años 90, parcial y discontinuada por la interrupción de Diciembre de 2001, apuntó sólo a una reorganización de la economía, descuidando lo que hoy, en los mismos centros de poder desde donde se impulsaron las reglas de la nueva economía global, se reconoce como la condición necesaria para el éxito de toda reforma económica: la reforma simultánea y paralela de las instituciones públicas obsoletas o corruptas, y de las instituciones políticas disfuncionales. A su vez, la característica fundamental de la contrarreforma, el ataque a la libertad económica, ha tenido su correlato en el plano institucional, con una intervención directa sobre la libertad de los ciudadanos en las instituciones políticas, impidiéndoles elegir en forma individual y directa a sus representantes, y en las instituciones públicas, acentuando la desorganización y corrupción que las incapacita para ofrecer, por ejemplo, seguridad y justicia.
La discusión entre reformistas y antirreformistas no se limita entonces a la economía ni al protagonismo exclusivo de los políticos, sino que requiere la participación de todos los argentinos y la inclusión de la nueva agenda en el debate. Como señala Fukuyama (La construcción del Estado, 2004): “Una demanda nacional de instituciones y de reforma institucional insuficiente es el único y más importante obstáculo para el desarrollo de los países pobres”. En el largo tránsito de Perón al siglo XXI, la doctrina justicialista y el liberalismo han terminado por converger en el punto preciso de que no habrá comunidad organizada sin la participación activa de cada ciudadano para crear una demanda suficiente de instituciones públicas y políticas de alta calidad, funcionales a las necesidades de todos y cada uno de los individuos que conforman esa comunidad.

En la actual desorganización argentina, se siente el peso del enorme atraso en la discusión de este tema central de la modernidad cultural: el de los nuevos modos de organización de la comunidad, no sólo en la reestructuración y conversión administrativa de las instituciones públicas, sino en la reforma de la base misma de la construcción de poder, las instituciones políticas. Si bien la responsabilidad primaria del fracaso de la reforma económica, de su contrarreforma y del atraso en plantear los temas de la modernidad cultural, pertenece en primer término al predominio de dirigentes políticos escasamente formados, sin calificación ni formación profesional en la administración del Estado, hay que reconocer que éstos han tenido exitosos cómplices en los ciudadanos apáticos que les permitieron acceder al poder y que declinaron la responsabilidad de buscar alternativas civiles para la promoción de dirigentes más capacitados y, sobre todo, profesionalizados. En el particular caso de la reforma económica, cabe señalar también la incapacidad de los mismos Estados Unidos, promotores de la modernidad, para reconocer temprano la debilidad de la demanda de instituciones sanas por parte de la población y para sostener, con convicción y firmeza, en medio de las terribles dificultades, a los dirigentes más capacitados, permitiendo así por omisión, el acceso al poder de los peores, tan enemigos de la modernidad como de los Estados Unidos.

La reforma de las instituciones públicas está, por otra parte, estrechamente ligada a la de las instituciones políticas, ya que en su instancia final, la reforma no puede ser ejecutada sin el poder político en manos de personal formado e idóneo. Este no sería difícil de encontrar entre los muy calificados argentinos, si no fuera que la cantera de reclutamiento de ejecutivos del Estado, de legisladores y jueces no proviene del conjunto de los argentinos sino de partidos políticos dominados por dirigentes muchas veces ni siquiera elegidos por los afiliados del partido e intervenidos, otras tantas veces, por jueces que responden a los intereses particulares de esos u otros dirigentes. A los problemas de comprender la modernidad económica, de reformar las disfunciones económicas remanentes del Estado y de encarar las nuevas reformas que hacen al resto de las instituciones públicas, se agrega entonces la necesidad de encontrar un método para que los ciudadanos tengan una participación directa no sólo en la promoción de la modernidad económica, sino en la conformación de ese Estado que debería ser la expresión de su propia y elegida organización comunitaria. La permanencia de las listas sábanas, que impide la elección directa de sus representantes por parte de los ciudadanos y bloquea el mandato de éstos, para citar el más obvio de los ejemplos, obliga a las preguntas que tanto los políticos no formados como los deshonestos, evitan formularse: ¿cómo ordenar una comunidad si las órdenes de la comunidad no se hacen Estado?, y ¿cómo ordenar una comunidad si el acceso al Estado de esas órdenes está mediatizado por partidos políticos organizados fuera de la comunidad como parcialidades ajenas a esta?

Para desandar el camino de la desorganización y reorganizar la comunidad, quedan entonces tres puntos a resolver: la continuidad de la reforma económica, la reforma de las instituciones públicas y la reforma de las instituciones políticas. Las tres reformas requieren una modernización de los políticos y de las instituciones partidarias en primer término, una modernización de las estrategias de los ciudadanos para hacer valer su deseo y aplicar su poder de decisión, y una modernización en los instrumentos de reforma del Estado, que pasan por la creación de nuevas instituciones civiles, organizaciones no gubernamentales capaces de investigar en forma sistemática la forma óptima de cada institución pública, estudiar e implementar su reforma y, finalmente, ejercer control sobre su funcionamiento.

La participación popular no puede de ningún modo limitarse a las manifestaciones espontáneas de protesta y a las asambleas populares, sino que debe también profesionalizar su organización y su metodología para promover primero la construcción de un Estado moderno y funcional, y para luego estar en condiciones de supervisar y controlar su buen funcionamiento. La estrategia de construir un Estado paralelo, altamente profesionalizado, en modelo de simulación, institución por institución, listo para sustituir a las instituciones deficientes del Estado actual, parece ser la primer obligación del hoy desorientado movimiento de disconformidad popular y cuyo primer destino participativo, más que el partido político, deberían ser las asociaciones civiles o fundaciones, organizaciones no gubernamentales locales, con misiones específicas de reforma de las instituciones públicas. La comunicación entre ciudadanos y partidos, por medio de estas organizaciones para el cambio, aseguraría el poder para sustituir las instituciones deficientes, corruptas o anticuadas, por nuevas instituciones construidas con las más modernas técnicas de administración y gestión.

No se insistirá lo suficiente en repetir que la reforma económica no pudo ser continuada por la limitada comprensión de la población del esquema total de la modernidad, por la falta de comunicación y de profesionalismo de los dirigentes y por la escasa conciencia, incluso en los Estados Unidos, acerca de la amplitud del paso a la modernidad, que requería y requiere la convicción de que no habrá modernidad económica sin nuevos instrumentos de organización comunitaria. Esta búsqueda de nuevos instrumentos, representa también un crucial cambio de cultura, tanto para la vieja derecha conservadora y el peronismo antiguo, que rechazan toda modernidad, como para los sectores de izquierda, que agitan la bandera de un progresismo igualmente anticuado en lo que hace a la relación de los ciudadanos con su Estado.

Es a causa de esta falta de discusión acerca de los nuevos instrumentos, que aún predomina, en buena parte de la sociedad argentina, la ya antigua modernidad cultural de los años 70, impregnada de socialismo, y que pasa por resolver la relación del individuo con el Estado, desde el mismo Estado. La impotencia del actual Estado argentino para mediar entre los argentinos y para lograr proteger la vida, la salud, la educación y el trabajo indican que ese punto de vista no es el acertado – así como no resultó acertada la contrarreforma económica para promover el crecimiento- y que la modernidad pasa ahora por el polo opuesto de lo colectivo: por el individuo capaz de gestionar y promover su propia relación con el Estado. Los caceroleros del 2001 protestando contra la reforma económica y contra los políticos, consiguieron más poder sin control para los gobernantes estatizadores, gestaron un hasta hoy irreversible divorcio entre el Estado y la comunidad, y dejaron a ésta dividida en facciones cada vez más pequeñas, atomizada en individuos dispersos, regresados a su condición de masa y no de pueblo organizado. No advirtieron a tiempo que, en las democracias modernas, el Estado es un instrumento del pueblo, y no al revés.

“Perón hace lo que el pueblo quiere” “El hombre no puede realizarse en una comunidad que no se realiza”, “La comunidad organizada es el punto de partida y arribo del Justicialismo”, las famosas frases siguen resonando en el presente. Curioso destino el de los argentinos gobernados por políticos peronistas que parecen no haber aprendido su doctrina y que se niegan a construir una gran Nación y a hacer feliz a su pueblo. A menos que, simplemente, no conozcan cuales son los instrumentos modernos para hacerlo y en cuyo caso sólo queda un camino, que los mismos argentinos los descubran, los señalen y los exijan.