La política argentina fracasa, cuando en nombre del progresismo, atrasa en la adopción de instrumentos económicos modernos, y cuando en nombre de la modernidad económica, deja de lado la compleja tecnología humanística de un siglo veinte rico en hallazgos y conocimientos acerca de la naturaleza de los individuos y de sus vínculos sociales. El problema más grave del pensamiento político argentino, en cualquiera de sus partidos, ha sido no poder armar la modernidad como un todo. Como resultado de esta falencia, la población ignora lo que debería saber para orientarse políticamente en términos positivos y realistas: que una real modernidad cultural no es posible sin la modernidad económica que forma parte de ella y que la modernidad económica no es viable sin el cambio cultural total que la modernidad propone a la comunidad planetaria. La Argentina ha padecido en los últimos años, una práctica intensiva de confusión alrededor de este conflicto y continua aún sometida a su tensión.
De modo sorprendente y suicida, a partir de Diciembre de 2001, la Argentina como comunidad política, renunció a la modernidad económica por considerar erróneamente que ésta representaba una experiencia conservadora regresiva, y se abrazó al antiguo progresismo de los años setenta, expresando así, de forma inconsciente y paradojal, su de todos modos absoluta necesidad de modernidad cultural. El golpe de estado constitucional en Diciembre de 2001, consentido por la mayoría de la población, y las elecciones posteriores, no dejaron dudas acerca del súbito “giro a la izquierda” de una sociedad que había, sin embargo, apoyado calurosamente, a comienzos de los noventa, la modernización económica. La falta de reflexión sobre este proceso y el escaso trabajo intelectual en la proyección contemporánea de los opuestos de conservadurismo y progresismo, de obsolescencia y modernidad, contribuyeron a crear la más perfecta tragedia sobre la vida de los argentinos. Estos, confundidos además en sus valores más tradicionales y desconfiando de líderes políticos que en forma parcial o total participaban de la misma confusión., no han dejado de recorrer la traumática historia de los últimos treinta años, signada por la muerte.
Abrumados y sin poder elaborar una versión integrada de la historia contemporánea, a los argentinos les ha resultado difícil decidir, entre la guerrilla terrorista y el terrorismo de Estado, quienes eran los buenos y quienes los malos, quién el que quería el progreso y quién el que lo frenaba y reconocer cómo se ha proyectado ahistóricamente ese antagonismo en las decisiones políticas actuales. Si el Muro de Berlín cayó y el comunismo se terminó como receta, en la Argentina todavía se vive bajo el peso de la culpa colectiva por la deserción del Estado, durante los años de la dictadura militar, en sus más elementales deberes de rectitud y justicia. La población, en un intento de empatía reparadora, ha inclinado el fiel de la balanza hacia los perdedores de la guerra y regalado la simpatía pública a los valores emblemáticos derrotados en los años setenta, percibidos además como la última modernidad cultural conocida.
En los años setenta, la modernidad no sólo tenía un tinte socialista y anticapitalista. Traía, además, consigo una revolución en las costumbres, en la sexualidad, en el modo de comprender el individuo y la sociedad como un complejo sistema de relaciones conscientes e inconscientes, decodificables por las nuevas ciencias de la psicología, de los estudios sociales, de la investigación de las relaciones entre el trabajo y el capital. Los setentistas junto a los baby boomers e hijos culturales del Mayo francés, expresan la primera generación homogénea de la modernidad global, generación hoy obsoleta. Esta generación es la que hoy gobierna en muchos países, incluyendo la Argentina actual, y la que aún se resiste a hacer la síntesis entre la modernidad de su juventud y la modernidad actual que ha dejado a la anterior anticuada y rezagada en muchos de sus aspectos. Los pueblos tienen sed de modernidad, quieren vivir a pleno en su tiempo histórico, pero en un tiempo histórico acelerado, y con dirigencias retrasadas, no han podido hacer el trabajo de descarte y purificación y de actualización de sus viejas creencias.
En la conciencia pública figuran así, inalterados, los actores y los valores calificativos de la tragedia setentista. De un lado, los “conservadores”, los militares oligárquicos, antipopulares y antiperonistas, represores de aquella juventud revolucionaria; el Estado asesino más que defensor del territorio y de los argentinos; los Estados Unidos que entrenaban a los militares en la guerra contra el comunismo y, en forma estelar, los economistas capitalistas, amigos de los Estados Unidos y obviamente enemigos del comunismo. Del otro lado de la trinchera, los “progresistas”, la romántica y rebelde estudiantina de los años setenta, que imitando al Compañero Fidel y al no menos mítico Che, tomó las armas en pos de un sueño socialista que mejoraría la vida de los argentinos. El punto es que esta juventud, al mismo tiempo que reivindicaba una economía socialista, fue la que quebró el otro corsé conservador de la Argentina con su adhesión a la revolución global de los nuevos conocimientos sobre el hombre, y trajo, más allá de su fracaso por imponer un sistema anticapitalista, una saludable renovación en las costumbres y una verdadera modernización en la cultura familiar, educativa, social y artística que benefició a todos los argentinos y los arrancó de una sociedad un poco provinciana para proyectarla intelectualmente en aquellos años, a lo más novedoso del planeta. En el inconsciente colectivo de los argentinos vivos figura inscripta aquella generación como la que primero accedió a la modernidad en un aspecto básico de ésta: la pertenencia a la modernidad global, aunque esta pertenencia en los años setenta fuera en lo político la del socialismo o comunismo planetario.
Por su parte, en la Argentina un tercer actor, el peronismo, fue cursando su propia historia, misteriosa y secreta, y fabricando la propia modernidad de la mayoría, siempre un poco más lenta que la modernidad de las vanguardias intelectuales y guerrilleras urbanas. Ubicado entre la guerrilla perseguida y el estado represor, el peronismo jugó en la historia ambos roles: cuando Estado, represor aunque dentro de los límites de la Constitución, y cuando desplazado del Gobierno por el golpe militar de 1976, víctima de la represión. Durante la última mitad del siglo XX, la Argentina se ocupó, más allá de la guerra entre militares y guerrilleros, de resolver su batalla histórica, arrastrada desde su formación nacional a comienzos del siglo XIX: la de circular de una sociedad rural y bárbara a una sociedad civilizada con el acceso de todos los argentinos en el poder político, transformándose así a la vez en una sociedad democrática y en una democracia política. De un modo imperfecto pero contundente, el peronismo declaró en 1989 terminada su etapa dogmática y con el peronismo de los humildes y marginados, los antiguos bárbaros, hecho gobierno, se institucionalizó. Procedió así, ya como gobierno y sin dudas ni temor, a la modernización de la economía y a un principio de reforma del Estado, obsoleto y postergado durante los cincuenta años que duró la gran guerra casi religiosa entre peronistas y antiperonistas, devenidos por fin hermanos en la irreversible democratización de la sociedad argentina. Es con el fin de esta guerra particular, y con la asimilación del peronismo como fuerza popular mayoritaria a un menemismo transformado de repente en aparente fuerza oligárquica y otra vez regresiva, que las facturas pendientes de la generación setentista, izquierdista pero también peronista, comenzaron a circular, transportando otra vez a la ciudadanía a la antigua disyuntiva de los setenta: de un lado los antiguos jóvenes progresistas, idealistas y desinteresados, ahora abuelos recientes o padres de adolescentes, y del otro, los enemigos de siempre, los de antaño: los capitalistas, oligarcas, conservadores, anticuados caudillos de costumbres feudales, obedientes sirvientes de los Estados Unidos que se encarnaban a la perfección en la figura de un Menem anticuado en su actitud personal hacia el poder y en el usufructo de éste en su propio beneficio. Perteneciente a una generación anterior, Menem era por otra parte demasiado mayor ya, para siquiera intentar reivindicar la modernidad cultural de los setenta o para dar, después del salto a la modernidad económica, el salto cultural hacia una modernidad total, usando las mismas bases doctrinarias del justicialismo, una doctrina argentina con una inmensa apertura a la modernidad, y que sólo precisaba de una actualización instrumental. Las elecciones del 95 expresaron este dilema, que no dejó de repetirse con diferentes variables hasta la actualidad: una modernidad económica incompleta y con nuevos problemas para resolver resistida por los ahora anticuados revolucionarios del pasado, también unidos a los peronistas conservadores que resistían el paso de su propio movimiento a la modernidad.
Desde un punto de vista político, el dilema no trataba de otra cosa que la modernidad resistida por los conservadores, aunque ahora los conservadores fueran antiguos progresistas, aquellos jóvenes socialistas y peronistas estatistas, y aunque guardasen ante la ciudadanía desactualizada en el debate, su antiguo prestigio de modernidad. El dilema menos explícito e insuficientemente debatido era también, que si la modernidad de unos era insuficiente y la de otros anticuada, el problema a resolver no era otro que el de la comprensión de la modernidad en su totalidad, particularmente en los sensibles aspectos del manejo del aparato público y de la transición y acceso a la modernidad cultural de la inmensa mayoría de trabajadores. La renuncia de Cavallo al gobierno de Menem en el año 1996 marcó un punto importante de inflexión: la modernidad económica no sería tal sin una modernización de las costumbres políticas, tanto en los organismos públicos como en los partidos políticos y en los sindicatos, y la guerra declarada contra las mafias y la corrupción en el Estado, unió por un período a los ahora maduros revolucionarios del pasado con el político más formado y esclarecido de la modernidad. La posibilidad de actualizar a la generación revolucionaria duró hasta culminar el gobierno de la Alianza, caracterizado tanto por su antimenemismo como por su vocación de buscar un camino más integrado hacia la modernidad. El fracaso de la experiencia incluyó la caída del más valeroso y kamikaze combatiente de la modernidad, un Cavallo ingresado in extremis a ese gobierno, y que apeló a los recursos más heterodoxos en su afán de salvarla- incluyendo el famoso corralito destinado a preservar el valor de los depósitos en su moneda original-, arriesgando todo su prestigio político para que la Argentina no cayera en el pasado, como finalmente cayó. No por las características de la modernidad en sí misma, sino por la inadecuada comprensión cultural de ésta por parte de una mayoría de gobernantes, cuadros políticos, intelectuales y periodistas, y, como consecuencia de esta carencia en la formación de opinión, de la población que, entre la espada y la pared, se negó a sostenerla y a alentar su continuidad.
El problema de la modernidad es que no deja de cambiar su rostro: hoy los jóvenes son otros y la modernidad que les es contemporánea requiere sus propias definiciones, en especial frente a la Argentina envejecida que gobierna en nombre de un progresismo que ya no es tal. El progreso no ha quedado exactamente del lado del socialismo ni del estatismo y si bien el capitalismo expresa hoy la más cierta posibilidad de progreso para pueblos insuficientemente capitalistas, la modernidad, junto con el triunfo de ese capitalismo, ha traído una gran cantidad de preguntas aún sin respuesta. La modernidad económica no se caracteriza sólo por estar protagonizada por el capitalismo sino por la globalización, tanto del capitalismo como de las comunicaciones y del conocimiento. El despliegue de estos tres factores en la vida de los pueblos aún no se puede medir bien y mucho menos organizar y sistematizar. La modernidad -cualquier modernidad- no se comprende nunca del todo contemporáneamente, no se conocen sus efectos y se procede a tientas en un espíritu general de avance allí donde se están abriendo nuevos caminos y construyendo una comunidad global de un nuevo tipo, y por nueva, desconocida e imprevisible. Hay una avidez de modernidad, también en el mundo subdesarrollado de América, pero no se sabe aún lo suficiente como para hacer llegar los beneficios de ésta a todos. Esta aspiración hacia la justicia global y la equidad social global, que se expresaba en los años setenta con el paradigma del socialismo, expresa la misma tendencia de modernidad cultural hacia el progreso, ahora con el instrumento del capitalismo. Este cambio de paradigma, con el progresismo capitalista sustituyendo al progresismo socialista, hoy en el rincón del anticuario, muestra a las claras el inmenso trabajo intelectual pendiente para las nuevas generaciones, para ser leales al espíritu de su propia modernidad y no quedar atrapados en los viejos paradigmas que son hoy los que están en el lugar conservador, el que detiene el progreso y el que impide la actualización del más genuino ideal progresista.
Después de la interrumpida y por ahora frustrada modernización de la economía argentina, quedó claro que el problema no había estado en la modernización de la economía en sí, sino en su parcialidad: no se podía reformar una parte sin reformar el todo, y la falta de modernización de Estado y de los organismos públicos así como la falta de modernización de las instituciones políticas, contribuyó a que las reformas que se habían logrado, no pudieran sostenerse, tanto por la confusión de la gente en sostener esas reformas al ser agitados los viejos fantasmas del pasado, como por la carencia de una fuerza política que expresase simultáneamente la modernidad económica pero también la modernidad en la administración pública, en las interrelaciones individuo, comunidad y estado, en la representación política, en la organización territorial, en la educación, la ciencia, la tecnología y las costumbres, y en la conciencia de la pertenencia continental y planetaria, superadora del nacionalismo. La modernidad no habla de una cultura nacional propia opuesta o avasallada por una cultura extranjera, sino que representa una nueva cultura global, a disposición de cada una de las naciones, basada en el uso global del conocimiento y de las nuevas tecnologías. La guerra del grupo terrorista Al Qaeda contra los Estados Unidos y la ocupación por parte de los Estados Unidos de Afganistán e Irak, muestran el rostro global de esta misma batalla por la modernidad, anhelada, envidiada y resistida por los pueblos que no encontraron el camino del progreso. Esta guerra, con sus aspectos también religiosos y de preservación defensiva de culturas arcaicas, agrega, a veces, más confusión en el espíritu de los argentinos que, con la memoria de su propio pasado aún no digerido, tienden a perder de vista su propio interés y su necesidad actual de modernidad, y a pensar que los Estados Unidos, su inevitable socio en el progreso, son más los represores de pueblos rebeldes que los abanderados de la libertad en cuyo nombre combaten, más los constructores de un imperio que los representantes de esa modernidad que, saben, es su misión compartir y desplegar en el mundo.
La modernidad del rostro cambiante, en la cual los debates por la organización económica son paralelos al debate sobre las organizaciones familiares y en la cual, el enorme avance tecnológico plantea problemas nuevos que requieren una mentalidad sin prejuicios que desborde a cualquier pensamiento del pasado y que se abra al intercambio planetario para encontrar soluciones que deberán ser, inevitablemente, comunes. Muchos ideales de la modernidad de los años sesenta y setenta tienen un espíritu que es posible rescatar: el de la fraternidad universal, el de la justicia social a escala planetaria –aunque ahora ésta llegue obligadamente de la mano del capitalismo- y el del reconocimiento de la libertad de cada individuo para vivir su vida –también la sexual y familiar- según los designios de su propia soberanía. La integración de esos ideales, a los ideales políticos de conformación de una economía y una democracia modernas, es la tarea pendiente para esos políticos desprestigiados que no terminan de convencer a argentinos siempre abiertos a las novedades y seguros de merecer un destino mejor.
Encaminados hacia la modernidad en los noventa, perdidos en las dificultades de la modernidad a fines del 2001, yendo hacia atrás desde entonces, con la brújula rota de la dirigencia que cree avanzar cuando retrocede, paralizados en 2005 sin saber bien donde están parados ni a quién seguir, los argentinos no han perdido las chances de acceder a la modernidad. Sólo les falta mirar, entero, el mapa y los caminos que llevan a ésta.