(publicado en http://peronismolibre.wordpress.com)
De un movimiento histórico revolucionario devenido en 1973, por voluntad de su líder, Juan Perón, en partido democrático institucionalizado—Partido Justicialista—al actual engendro copado por aquellos a quienes el mismo Perón echó de su lado, funcionando bajo el nombre de Frente para la Victoria y recostándose nominalmente y sólo por oportunismo en un PJ desactivado, han transcurrido exactamente 40 años. En cualquier vida humana, tiempo suficiente para corregir los errores y desvíos del camino. En la política argentina, tiempo sólo para profundizar las confusiones, la neurosis colectiva, y la invariable mala fe que acompaña a toda actitud destructiva. A pesar de los vivos deseos que peronistas y no peronistas tenemos a veces, ante tanto descalabro, fracaso y maltrato del país y sus habitantes, de que al peronismo y a quienes han pretendido encarnarlo se los lleve el viento de la historia, la destrucción como arma de defensa no nos conforma. La conciencia del deber no cumplido frente a la inmensa herencia recibida nos recuerda más bien otro sentimiento posible, esforzado y constructivo: el de un honor a mantener, a pesar de los corruptos, los estafadores y los ladrones que se han instalado como los dueños de una tradición histórica.
Frente al protagonismo potencial de un sector importante de los argentinos que aún se reconoce en esta tradición, encontramos el antagonismo de los que nunca quisieron a Perón. Aquellos que nunca le perdonaron ya no su obra revolucionaria—que hoy comprenden y agradecen—sino sus inevitables métodos totalitarios a la hora de concretar esa revolución. Estos antagonistas hoy siguen percibiendo al peronismo como la manzana podrida de la democracia, toda vez que sus presuntos seguidores, desoyendo al último Perón de la institucionalización democrática y del sentido de la inminente globalización, se aferran al pasado remoto para justificar un totalitarismo de izquierda o un estatismo a ultranza. De los antagonistas hay que aprender, porque son los que con mayor claridad señalan la identidad propia y sus desviaciones. Pero también de los antagonistas hay que rescatar el espacio que ellos nunca van a ocupar: el que, reivindicando la tradición peronista, la actualice tanto en aquellos requerimientos republicanos que bien señaló Perón en 1973 como en los instrumentos económicos que permitan continuar con la tradición de servir a la gran mayoría de los argentinos.
Un partido no institucionalizado u ocupado por corruptos o serviles funcionales a corruptos, poco podrá en esta instancia hacer para restaurar el honor perdido del peronismo y cumplir con el tramo inconcluso de su historia: llevarlo al siglo XXI modernizado y con conciencia de la enorme tradición nacional que expresa como representante de las grandes mayorías trabajadoras, asalariadas o capitalistas. Ante las próximas turbulencias por recambio de poder, en 2015 o anticipado, conviene recordar que esta tarea sigue pendiente y que se trata no sólo de una cuestión relativa al honor peronista sino perteneciente también al honor nacional.
Si fuésemos capaces de abandonar a su suerte legal e institucional a la tradición política más potente del siglo XX, los argentinos del siglo XXI mostraríamos, una vez más, nuestro rechazo a todo aquello que nos hace ser nosotros y nuestra imposibilidad de asumir nuestra tradición histórica específica. También nuestra falta de inteligencia para procesar cualquier tradición propia como continuidad y complemento de otras tradiciones igualmente nuestras e igualmente valiosas. Actuar bajo las apariencias de un progresismo que descartaría un pasado perimido, no expresaría en este caso más que el fracaso de conservar las bases culturales y políticas propias. También la imposibilidad de tomarlas como basamento para crecer de un modo ordenado y funcional a la historia.
Así como existe un panradicalismo finalmente organizado en torno al Partido Radical y su desprendimiento, la Coalición Cívica, pasadas las elecciones legislativas hay que ir pensando en un sólido panperonismo ordenado en torno al PJ y al PRO, como la garantía, no sólo de que el honor peronista pueda por fin restaurarse, sino también protegerse a futuro con el aporte de una fuerza nueva con vocación decididamente republicana y democrática. Una fuerza que viene como anillo al dedo de una mayoría todavía demasiado condicionada por corruptos y débiles serviles.
Por supuesto, hay quienes preferirían al PRO en alianza con el panradicalismo o bien en soledad, como fuerza independiente de las dos tradiciones mayores, imaginando en él un potencial de sustitución de ambas. Miembros del PRO y ajenos, imaginan a menudo una gran fuerza nacional nueva, pujante, semejante al desarrollismo y a otros diversos movimientos que, sin embargo, nunca alcanzaron su objetivo porque siempre, y aún en afinidad con el peronismo, se plantearon como su sustitución.
Más honesto sería pensar que esos proyectos de sustitución siempre tuvieron una base deshonorable: la proscripción del peronismo en el pasado o, en la actualidad, su consentida destrucción por medio de usurpadores corruptos y una igualmente corrupta justicia electoral que nunca remedió la situación. Además de más honesto, sería también más ingenioso pensar que el deseado triunfo de un peronismo ya no anquilosado en su pasado sino renovado en su tradición por nuevos aspirantes, sería ahora no sólo el exclusivo triunfo de un peronismo por fin honorable, sino también el de de aquellos nobles aspirantes que supieron encontrar y reconocer su tradición nacional e insertarse en ella, sin dar más vueltas.