Las preguntas a los candidatos
presidenciales suelen agotarse en tres temas principales: la economía, la
seguridad y la justicia, en especial la referida a los actuales casos de
corrupción. No existen casi preguntas acerca de la política exterior que cada
candidato aspira a establecer, aunque el tema de las relaciones internacionales
constituya la médula de lo que se ha dado en llamar “grieta”. Esta nueva división
entre los argentinos es habitualmente percibida como una “falla” en el terreno
común de las relaciones sociales, una “falla” que los nuevos candidatos deberán
corregir esmerándose en rellenarla con buenos modales, gestos amistosos hacia
los que están del otro lado y un espíritu de generosa bienaventuranza
universal. La división entre los argentinos no es una simple oposición de
clases y hasta raza, como lo fue en el pasado la oposición
peronismo-antiperonismo, o una oposición ideológica entre socialistas de todo
cuño y liberales, sino una división mucho más profunda que viene desde el fondo
de la historia occidental: la división de las Américas en una América sajona
victoriosa y una Latinoamérica hija del Imperio perdedor. La grieta tiene su origen en el
imaginario colectivo y supera y abarca todas las oposiciones actuales, hasta
dominar inconscientemente incluso partes importantes del discurso
antikirchnerista. La oposición al kirchnerismo muchas veces se encuentra del mismo lado de la supuesta grieta, sin visualizar el abismo real, y, por eso mismo, no resulta una oposición convincente, capaz de guiar y marcar el rumbo.
En una época en la cual el mayor
salvavidas de la Argentina está en una adecuada relación continental con todos
los vecinos, comenzando por Estados Unidos, y el mayor salvavidas de los
Estados Unidos está en una adecuada relación continental con Lationamérica,
llama la atención la ceguera local acerca de este tema particular dentro del oscuro
panorama de relaciones internacionales. La falta de iniciativa e interés genuino
del gobierno actual de los Estados Unidos en Latinoamérica y la falta del látigo o la zanahoria que en el
pasado azuzaban o encandilaban a los gobernantes latinoamericanos hacia algún
tipo de actividad, es la explicación más probable a la indiferencia de
candidatos y periodistas. Los unos no preguntan, los otros no sienten la
necesidad de exponer. También contribuye el atraso intelectual local en aportar
pensamiento a este tema, cuando la iniciativa sería más que bienvenida en
algunos gobiernos latinoamericanos, un poco fatigados de que la única novedad continental
de los últimos tiempos haya sido el acercamiento entre Cuba y los Estados
Unidos.
La falta de una reflexión nacional y, en
general, la “falla” mucho más profunda de las últimas dos décadas, no sólo a
nivel local sino global, en reacomodar las ideas para transitar el nuevo mundo
del siglo XXI, atenta hoy contra el posible bienestar nacional tanto o más que
las malas ideas en la economía, la dejadez en la seguridad y la corrupción en
la justicia. Hay que comenzar por entender que el kirchnerismo sólo pudo nacer
y prosperar como la continuidad automática y haragana del pensamiento local
generado durante las décadas de la guerra fría del siglo XX, pensamiento estimulado
además por la distracción de los Estados Unidos de la región a partir del 2001,
año de las torres y de la no casual y consentida caída de la Argentina como
modelo capitalista regional.
Dentro de ese vacío y desconcierto,
y en la confusión generalizada de las nuevas guerras globales y de los ajustes
financieros de un sistema global inédito (y por lo tanto sujeto a errores), el
problema no han sido sólo los Kirchner y el peronismo cobarde, sin liderazgos
autenticados por elecciones internas y entregado al mejor postor, sino los
millones y millones de argentinos guiados por los mismos pensamientos
provenientes del pasado. Hijos culturales de las revoluciones de los años 70, los
millones de argentinos que cumplieron su medio siglo a fines del siglo XX y comienzos
del XXI, volvieron a reivindicar generacionalmente las ideas de su juventud y alimentar, con la
autoridad total que da la falta de oposición, a las jóvenes generaciones
siguientes, muy empapadas ya a nivel global por una saludable tendencia hacia
el reconocimiento de los derechos humanos, las minorías sexuales y la demanda de
libertad. El vacío geopolítico generado por el desinterés de los Estados Unidos
y la carencia de un discurso local que retomara el más genuino interés nacional
provocó que antiguos comunistas, izquierdistas sin partido, socialistas
solitarios, y montoneros peronistas continuaran idealizando a Cuba y a
Venezuela como su imitadora, renovando su admiración por una Rusia que en sus
ensoñaciones nunca dejó de ser la Unión Soviética y por una China capaz de entregar
su economía pero no sus principios de dominación revolucionaria. Los viejos
rara vez cambian y, mucho menos, cuando el mundo no les opone nada visible y
contundente enfrente y les permite imaginar que después de tanto andar, finalmente
¡tenían razón! ¡El capitalismo se ahorcó con su propia soga, los soviets se
pueden reeditar y el socialismo es la verdad del futuro! Lo que resulta muy
sorprendente es que los actuales jóvenes argentinos, que deberían ser generacionalmente
materia rebelde, se hayan tragado la pildorita revolucionaria de sus mayores,
sin examinar su contenido extremadamente reaccionario. Odian menos a los
Estados Unidos que sus padres y abuelos y se nutren de este país en casi todo,
desde la tecnología hasta las artes, desde la ropa hasta el lenguaje, pero, sin
embargo, conservan la enemistad. Nunca
se dirían antiimperialistas, porque perciben el lenguaje caduco, pero odian el
capitalismo. En este ciclo generacional, es la envidia la que los mantiene aliados a
los mayores que visten la ropa de héroes
del pasado, guerrilleros, luchadores, contestatarios o charlatanes. Los jóvenes
piden libertad, ya no del imperialismo yanqui, como sus progenitores, sino de
quienes detienen el progreso individual—ya sea económico, interpersonal o
sexual. Imaginan, como el Papa Francisco, que el capitalismo es el culpable de
todos los males y no atinan a reparar que el país campeón de la lucha por la
libertad y TODAS las libertades ha sido los Estados Unidos. Imaginan un idealizado
socialismo y no registran el totalitarismo cubano o venezolano. No podrían
explicar la feroz persecución de los homosexuales en Cuba (leer a Reinaldo
Arenas debería ser obligatorio) y tampoco la miseria del pueblo cubano, incapaz
de subsistir por sí mismo terminada la interesada limosna soviética.
Este pensamiento ya no antiimperialista
sino específicamente anticapitalista, renovado por las razones antedichas en
las nuevas generaciones y nunca descartado del todo aún por sectores más
moderados, se ha transformado en un pensamiento masivo. Esto es visible incluso en sectores del peronismo que aún no
pueden avanzar más allá de la retórica binaria del “Ni yanquis ni marxistas” y
se refugian en una prudente defensa de lo latinoamericano, siempre fatalmente
antinorteamericano, como el Papa Francisco, para poner el ejemplo generacional
más ilustre y, a veces, el más peligroso por lo confundido y por el enorme
poder que ostenta.
Somos hijos de nuestra historia y en
nuestra historia, somos los victoriosos americanos de la independencia, pero
los hijos culturales del imperio perdedor. En el meollo del sentir argentino
late siempre la vieja impotencia frente a los norteamericanos, hijos del
imperio vencedor. Debimos ser como ellos, parecidos, iguales, quizá menos
numerosos y quizá, hasta por ser menos, mejores. No fuimos. No somos. Negamos
el espejo fraterno de los Estados Unidos, tan americano como cualquiera de las
repúblicas latinoamericanas, y negamos el capitalismo que lo caracteriza. Nos
quedamos visceralmente anclados en un pasado aún más remoto que el de la guerra
fría, ese pasado en el cual el Imperio Británico superó y sepultó al Imperio
Español. El antiguo rencor nos impide ver que Latinoamérica hoy no está
obligatoriamente en oposición a la Angloamérica y que vivimos en una misma
América continental, conectada por inmigraciones incesantes, cada vez más en
ambos sentidos, y que el capitalismo es global. No podemos siquiera ver cuales
de nuestras tradiciones humanistas puede jugar ya no en oposición a ese
capitalismo sino en sintonía, usándolo para levantar de la pobreza y la ignorancia
a millones de postergados.
Con el corazón anudado en un
resentimiento pasado de mano en mano, de cabeza en cabeza, y de generación en
generación, no somos capaces de detenernos un minuto y mirar el mundo tal cual
es hoy. Ver quienes somos y quienes queremos ser en el mundo, y elegir nuestros
amigos por una conveniencia superior que la falta ocasional de dólares que no
sabemos conseguir de otro modo que prostituyéndonos, por ejemplo, ganando un módico
swap con China entregando territorio y poder militar, o prometiendo beneficios a
una Rusia siempre insaciable.
¿Quiénes somos? Una nación americana.
¿Qué queremos? Desarrollar al máximo todas nuestras posibilidades y estar
seguros en nuestro sector del mundo. ¿Cuál es nuestro sector del mundo? No es
sólo Sudamérica, es el total del continente americano. Con los Estados Unidos
incluidos y festejando que el primer actor del mundo está en nuestro elenco y
aprendiendo a crecer para igualarlo o aún, superarlo, si lo que queremos es
competir. Estas son las preguntas que los actuales candidatos presidenciales deberían
primero hacerse y después, responder.
Lo que divide a los argentinos no es
una grieta sino un descomunal abismo de ignorancia y autodesconocimiento. La
transposición casi automática de un pasado no reelaborado a un presente en el
cual nadie se toma el trabajo de volver a pensar el cómo y el por qué. En un planeta sin liderazgos actuales y
también con mucha confusión, la Argentina puede volver a tener un rol
importante en el mundo atreviéndose a reelaborar su propio pasado, el pasado
continental muy en particular, y de ahí marcar su nuevo lugar en el mundo con
una suficiencia y seguridad por fin bien merecidas. No somos, pero, por cierto,
podemos ser. Y podemos ser mucho más de lo que los atontados liderazgos locales
de los últimos tiempos nos permitirían creer, después de habernos avergonzado
tanto y tantas veces ante el mundo entero.