sábado, mayo 30, 2015

¿UNA GRIETA O UN ABISMO?

Las preguntas a los candidatos presidenciales suelen agotarse en tres temas principales: la economía, la seguridad y la justicia, en especial la referida a los actuales casos de corrupción. No existen casi preguntas acerca de la política exterior que cada candidato aspira a establecer, aunque el tema de las relaciones internacionales constituya la médula de lo que se ha dado en llamar “grieta”. Esta nueva división entre los argentinos es habitualmente percibida como una “falla” en el terreno común de las relaciones sociales, una “falla” que los nuevos candidatos deberán corregir esmerándose en rellenarla con buenos modales, gestos amistosos hacia los que están del otro lado y un espíritu de generosa bienaventuranza universal. La división entre los argentinos no es una simple oposición de clases y hasta raza, como lo fue en el pasado la oposición peronismo-antiperonismo, o una oposición ideológica entre socialistas de todo cuño y liberales, sino una división mucho más profunda que viene desde el fondo de la historia occidental: la división de las Américas en una América sajona victoriosa y una Latinoamérica hija del Imperio perdedor. La grieta tiene su origen en el imaginario colectivo y supera y abarca todas las oposiciones actuales, hasta dominar inconscientemente incluso partes importantes del discurso antikirchnerista. La oposición al kirchnerismo muchas veces se encuentra del mismo lado de la supuesta grieta, sin visualizar el abismo real, y, por eso mismo, no resulta una oposición convincente, capaz de guiar y marcar el rumbo. 

En una época en la cual el mayor salvavidas de la Argentina está en una adecuada relación continental con todos los vecinos, comenzando por Estados Unidos, y el mayor salvavidas de los Estados Unidos está en una adecuada relación continental con Lationamérica, llama la atención la ceguera local acerca de este tema particular dentro del oscuro panorama de relaciones internacionales. La falta de iniciativa e interés genuino del gobierno actual de los Estados Unidos en Latinoamérica y la  falta del látigo o la zanahoria que en el pasado azuzaban o encandilaban a los gobernantes latinoamericanos hacia algún tipo de actividad, es la explicación más probable a la indiferencia de candidatos y periodistas. Los unos no preguntan, los otros no sienten la necesidad de exponer. También contribuye el atraso intelectual local en aportar pensamiento a este tema, cuando la iniciativa sería más que bienvenida en algunos gobiernos latinoamericanos, un poco fatigados de que la única novedad continental de los últimos tiempos haya sido el acercamiento entre Cuba y los Estados Unidos.

 La falta de una reflexión nacional y, en general, la “falla” mucho más profunda de las últimas dos décadas, no sólo a nivel local sino global, en reacomodar las ideas para transitar el nuevo mundo del siglo XXI, atenta hoy contra el posible bienestar nacional tanto o más que las malas ideas en la economía, la dejadez en la seguridad y la corrupción en la justicia. Hay que comenzar por entender que el kirchnerismo sólo pudo nacer y prosperar como la continuidad automática y haragana del pensamiento local generado durante las décadas de la guerra fría del siglo XX, pensamiento estimulado además por la distracción de los Estados Unidos de la región a partir del 2001, año de las torres y de la no casual y consentida caída de la Argentina como modelo capitalista regional.

Dentro de ese vacío y desconcierto, y en la confusión generalizada de las nuevas guerras globales y de los ajustes financieros de un sistema global inédito (y por lo tanto sujeto a errores), el problema no han sido sólo los Kirchner y el peronismo cobarde, sin liderazgos autenticados por elecciones internas y entregado al mejor postor, sino los millones y millones de argentinos guiados por los mismos pensamientos provenientes del pasado. Hijos culturales de las revoluciones de los años 70, los millones de argentinos que cumplieron su medio siglo a fines del siglo XX y comienzos del XXI, volvieron a reivindicar generacionalmente  las ideas de su juventud y alimentar, con la autoridad total que da la falta de oposición, a las jóvenes generaciones siguientes, muy empapadas ya a nivel global por una saludable tendencia hacia el reconocimiento de los derechos humanos, las minorías sexuales y la demanda de libertad. El vacío geopolítico generado por el desinterés de los Estados Unidos y la carencia de un discurso local que retomara el más genuino interés nacional provocó que antiguos comunistas, izquierdistas sin partido, socialistas solitarios, y montoneros peronistas continuaran idealizando a Cuba y a Venezuela como su imitadora, renovando su admiración por una Rusia que en sus ensoñaciones nunca dejó de ser la Unión Soviética y por una China capaz de entregar su economía pero no sus principios de dominación revolucionaria. Los viejos rara vez cambian y, mucho menos, cuando el mundo no les opone nada visible y contundente enfrente y les permite imaginar que después de tanto andar, finalmente ¡tenían razón! ¡El capitalismo se ahorcó con su propia soga, los soviets se pueden reeditar y el socialismo es la verdad del futuro! Lo que resulta muy sorprendente es que los actuales jóvenes argentinos, que deberían ser generacionalmente materia rebelde, se hayan tragado la pildorita revolucionaria de sus mayores, sin examinar su contenido extremadamente reaccionario. Odian menos a los Estados Unidos que sus padres y abuelos y se nutren de este país en casi todo, desde la tecnología hasta las artes, desde la ropa hasta el lenguaje, pero, sin embargo, conservan la enemistad.  Nunca se dirían antiimperialistas, porque perciben el lenguaje caduco, pero odian el capitalismo. En este ciclo generacional,  es la envidia la que los mantiene aliados a los mayores  que visten la ropa de héroes del pasado, guerrilleros, luchadores, contestatarios o charlatanes. Los jóvenes piden libertad, ya no del imperialismo yanqui, como sus progenitores, sino de quienes detienen el progreso individual—ya sea económico, interpersonal o sexual. Imaginan, como el Papa Francisco, que el capitalismo es el culpable de todos los males y no atinan a reparar que el país campeón de la lucha por la libertad y TODAS las libertades ha sido los Estados Unidos. Imaginan un idealizado socialismo y no registran el totalitarismo cubano o venezolano. No podrían explicar la feroz persecución de los homosexuales en Cuba (leer a Reinaldo Arenas debería ser obligatorio) y tampoco la miseria del pueblo cubano, incapaz de subsistir por sí mismo terminada la interesada limosna soviética.

Este pensamiento ya no antiimperialista sino específicamente anticapitalista, renovado por las razones antedichas en las nuevas generaciones y nunca descartado del todo aún por sectores más moderados, se ha transformado en un pensamiento masivo. Esto es visible  incluso en sectores del peronismo que aún no pueden avanzar más allá de la retórica binaria del “Ni yanquis ni marxistas” y se refugian en una prudente defensa de lo latinoamericano, siempre fatalmente antinorteamericano, como el Papa Francisco, para poner el ejemplo generacional más ilustre y, a veces, el más peligroso por lo confundido y por el enorme poder que ostenta.

Somos hijos de nuestra historia y en nuestra historia, somos los victoriosos americanos de la independencia, pero los hijos culturales del imperio perdedor. En el meollo del sentir argentino late siempre la vieja impotencia frente a los norteamericanos, hijos del imperio vencedor. Debimos ser como ellos, parecidos, iguales, quizá menos numerosos y quizá, hasta por ser menos, mejores. No fuimos. No somos. Negamos el espejo fraterno de los Estados Unidos, tan americano como cualquiera de las repúblicas latinoamericanas, y negamos el capitalismo que lo caracteriza. Nos quedamos visceralmente anclados en un pasado aún más remoto que el de la guerra fría, ese pasado en el cual el Imperio Británico superó y sepultó al Imperio Español. El antiguo rencor nos impide ver que Latinoamérica hoy no está obligatoriamente en oposición a la Angloamérica y que vivimos en una misma América continental, conectada por inmigraciones incesantes, cada vez más en ambos sentidos, y que el capitalismo es global. No podemos siquiera ver cuales de nuestras tradiciones humanistas puede jugar ya no en oposición a ese capitalismo sino en sintonía, usándolo para levantar de la pobreza y la ignorancia a millones de postergados.

Con el corazón anudado en un resentimiento pasado de mano en mano, de cabeza en cabeza, y de generación en generación, no somos capaces de detenernos un minuto y mirar el mundo tal cual es hoy. Ver quienes somos y quienes queremos ser en el mundo, y elegir nuestros amigos por una conveniencia superior que la falta ocasional de dólares que no sabemos conseguir de otro modo que prostituyéndonos, por ejemplo, ganando un módico swap con China entregando territorio y poder militar, o prometiendo beneficios a una Rusia siempre insaciable.

¿Quiénes somos? Una nación americana. ¿Qué queremos? Desarrollar al máximo todas nuestras posibilidades y estar seguros en nuestro sector del mundo. ¿Cuál es nuestro sector del mundo? No es sólo Sudamérica, es el total del continente americano. Con los Estados Unidos incluidos y festejando que el primer actor del mundo está en nuestro elenco y aprendiendo a crecer para igualarlo o aún, superarlo, si lo que queremos es competir. Estas son las preguntas que los actuales candidatos presidenciales deberían primero hacerse y después, responder.


Lo que divide a los argentinos no es una grieta sino un descomunal abismo de ignorancia y autodesconocimiento. La transposición casi automática de un pasado no reelaborado a un presente en el cual nadie se toma el trabajo de volver a pensar el cómo y el por qué.  En un planeta sin liderazgos actuales y también con mucha confusión, la Argentina puede volver a tener un rol importante en el mundo atreviéndose a reelaborar su propio pasado, el pasado continental muy en particular, y de ahí marcar su nuevo lugar en el mundo con una suficiencia y seguridad por fin bien merecidas. No somos, pero, por cierto, podemos ser. Y podemos ser mucho más de lo que los atontados liderazgos locales de los últimos tiempos nos permitirían creer, después de habernos avergonzado tanto y tantas veces ante el mundo entero.