(publicado en http://peronismolibre.wordpress.com)
Entre las tantas penas que nos afligen a los argentinos, una alegría: la de tener hoy un espejo en la persona del Papa Francisco y estar conformes con la imagen que nos devuelve. Esa que siempre sentimos que merecemos aunque no siempre hagamos lo necesario para parecernos. El nuevo Papa es argentino, pero modesto, como pícaramente aclaró un diario colombiano. Inteligente y simpático, estudioso y buena gente: como nos gusta y como, bien o mal, todos intentamos ser. ¡Aleluya! Un argentino es ahora el jefe espiritual de 1200 millones de personas en el mundo y, despierta y alerta a lo milagroso del momento, la quebrada comunidad argentina espera con avidez el usufructo de tan imprevisto regalo.
Sin otra explicación que la del misterio divino, nos hemos ganado un guía hacia esa patria celeste que abandonamos por cansancio hace un buen rato, y a la cual ya ni siquiera tratamos de acceder, por no saber más quienes somos, por no reconocer más nuestro destino como nación y por no tener ya la más remota idea de cuál era nuestra misión como pueblo. Enojados con nosotros mismos, indignados con los demás, divididos, angustiados, asustados y atontados por tanto pensamiento torcido—diabólico, sería la actual precisa palabra—estábamos precisando a alguien que nos ayude a creer otra vez en nuestra comunidad, que nos devuelva la fe en nosotros como individuos y como nación, y que nos recuerde lo que sabemos y podemos. A veces este trabajo ha quedado a cargo de líderes políticos excepcionales, portadores de una alta espiritualidad, y otras veces, como en este caso, aparece como la tarea comunitaria excepcional de un líder religioso. A nuestro Jorge Bergoglio, ahora el Papa Francisco, le toca dar—entre muchas otras—esa batalla por restablecer la paz en los espíritus argentinos y mostrar los posibles caminos espirituales para la reconciliación de la hoy mal dividida y desorientada comunidad. Una batalla celeste, diría Marechal, que tiene que ver con lo inefable y el misterio de la fe de una comunidad en sí misma, y no con el día a día de la política y mucho menos con la organización económica, el rol geopolítico, o las estrategias para terminar con la pobreza y la desigualdad. Felices de tener un liderazgo espiritual, no podemos pretender ahora que ese liderazgo se convierta en político. Aunque las batallas celestes afecten a la política y sus resultados, la batalla por las cosas de este mundo continúa en manos de los políticos y los guerreros.
¿Quién va a dar la batalla terrestre en la Argentina? Por su asumida raíz cristiana, el peronismo volvió como por encanto a su eje y muestra otra vez—ante propios y extraños—su razón histórica. Frente a los usurpadores que, usando su nombre y sus más queridos símbolos, intentaron convertirlo en un tardío socialismo populista, el peronismo se levanta hoy con el poder magnificado de su cristianismo. Sin embargo, y por más que este poder sirva para exorcizar a los demonios que hoy nos gobiernan, para ganar las batallas de la independencia y solvencia económica, de la soberanía nacional y de la justicia social habrá que pensar un poco más allá y bastante más a fondo. Con el mismo entusiasmo, claro, pero con un rigor que hace rato está faltando en la vida nacional y en el pensamiento peronista en particular.
En forma continua y consistente, una gran mayoría de argentinos, peronista o no, cristiana o no, ha mostrado dos características permanentes, muchas veces inconscientes y casi siempre disfrazadas de argumentos pseudo-racionales pero de corto vuelo intelectual: el rechazo frontal a un capitalismo productor de riqueza y la predilección por la gestión estatista de corte social-demócrata. Ambas tendencias, en lo geopolítico, han tomado un carácter casi inalterable que va más allá de los partidos y confesiones: históricamente en la Argentina no se quiere ni estima a los Estados Unidos y se privilegia invariablemente la relación con Europa, o, más recientemente con los países americanos pero para formar una alianza contra los Estados Unidos.
En el peronismo, así como en otros partidos locales, la súbita revalorización de Iglesia Católica como poder fundamentalmente europeo, de la doctrina social de la Iglesia como base ideológica de las socialdemocracias, y de la lucha por la fe católica en contra de las sectas evangélicas entendida como una guerra santa contra los Estados Unidos, puede nublar una vez más el entendimiento geopolítico y anestesiar aquello del pensamiento liberal que puede servir a los propios fines peronistas de revalorización y promoción social de los trabajadores.
La batalla terrestre no será sólo una batalla por posiciones electorales a ganar al oficialismo, sino una batalla por las ideas prácticas que sirvan para poner a la Argentina de pie y a los argentinos en una senda de realización y prosperidad. Entre las ideas que deberían refrescar el pálido panorama discursivo nacional, hay tres que conviene destacar:
1) Reconocer a los Estados Unidos de Norteamérica y a Canadá como dos hermanos americanos más, y nunca excluirlos de la idea de una patria grande, que será grande en tanto sea una América total, del mismo modo que Europa se hizo grande a partir de la unión continental;
2) Entender que sólo un capitalismo creador de riqueza inserto en un marco económico sincronizado con el del mundo desarrollado puede permitir la inclusión de todos los argentinos en el sistema productivo y la obtención de recursos para una correcta recapacitación o educación de los trabajadores.
3) Aceptar que en un régimen socialista no hay libertad para el capitalismo, pero que, sin embargo, bajo un régimen capitalista se puede hacer todo el socialismo o peronismo que sectores de su población deseen o necesiten, por ejemplo, construir inmensas zonas de protección social autogestionada, ya sea por medio de cooperativas de inspiración socialista o por organizaciones sindicales y asociaciones profesionales del mejor cuño peronista.
La batalla celestial ya tiene su líder, pero a la terrestre, y en particular, a la del peronismo, le sigue faltando el suyo. ¿Será mucho pedir otro milagro?