viernes, diciembre 16, 2005

INDICE ARTICULOS 2005

Archivo Junio 2005
La cabeza perdida (19 Febrero 05)
La ciudad de Buenos Aires, la tradición y la modernidad (16 Marzo 05)
La comunidad desorganizada (22 Marzo 05)
Federalismo, descentralización y crecimiento (30 Marzo 05)

La comunidad americana y el federalismo continental (7 Abril 05)
La Argentina y la modernidad cultural ( 13 Abril 05)
Globalización y diferencia: marca país (19 Abril 05)
La modernidad: movimiento y liderazgos (25 Abril 05)
¿Existe un movimiento hacia la modernidad? (14 Junio 05)
El vacío y la apatía (22 Junio 05)
Cavallo o el test de la modernidad (28 Junio 05)

Archivo Julio 2005
El largo recorrido del siglo XXI (8 Julio 05)
El proyecto que los argentinos no conocen (14 Julio 05)
Pueblo y Estado: el poder del voto (21 Julio 05)

Archivo Agosto 2005
Los noventa, sí (23 Agosto 05)

Archivo Septiembre 2005
El microcosmo peronista y el macrocosmo nacional (1° Septiembre 05)
El bolsillo que vota (7 Septiembre 05)
Macri, Cavallo y el desorden político de la Capital (12 Septiembre 05)
Cavallo y el partido fantasma (20 Septiembre 05)
Cavallo: borrón y cuenta nueva (23 Septiembre 05)
La batalla de Octubre (26 Septiembre 05)

Archivo Octubre 2005
Los sesenta años: treinta y treinta
( 3 Octubre 05)


Archivo Diciembre 2005

Sobre el continentalismo (2001-2002)(16 Diciembre 05)

SOBRE EL CONTINENTALISMO (2001-2002)

Escribiendo en las vísperas del Tratado de Libre Comercio de las Américas

¿Cómo escribir en español en una computadora con teclado inglés? Ya el inolvidable Germán Sopeña batalló sin éxito por la “ñ”, que sólo aparece, al igual que el acento, la diéresis y los signos de admiración e interrogación iniciales, al cambiar la configuración de lenguaje, en teclas imprevistas que los hispanohablantes debemos memorizar, a menos que transemos con el uso de una funda transparente para el teclado.
Con buen criterio se dirá que los países hispanohablantes suelen encargar sus computadoras con el teclado hispano correspondiente, con el cual por otra parte se puede perfectamente escribir en inglés. ¿Pero qué hay de aquellos hispanohablantes que viven en los Estados Unidos, o de los angloparlantes que aspiran a escribir con corrección por ejemplo, el nombre de Sopeña? ¿Y qué de los sufridos canadienses que cargan con el arsenal de tres tipos de acentos y la cedilla francesa compartida con los brasileños, que además tienen su propio acento para reclamar? Pretender bilingüismo anglohispano en las computadoras ya es un problema; pero exigirle a la industria la resolución de un teclado cómodo para manejar cuatro lenguajes simultáneos se parece más a un problema político y económico que tecnológico. ¿Por qué otra razón que la de un convencimiento profundo de que cuatro lenguas van a comerciar, negociar e intercambiar experiencias, se agregaría a las computadoras de última generación un corrector de idiomas capaz de trabajar simultáneamente en inglés, español, francés y portugués?
La integración de las Américas, que supone a ochocientos millones de americanos comunicándose, plantea un problema tecnológico; pero en modo más urgente plantea un problema político cultural: ¿tienen todos los lenguajes de América el mismo status? Que es lo mismo que preguntar: ¿tienen todas las culturas de América el mismo valor? O, aún más a fondo en el cuestionamiento democrático: ¿son los ochocientos millones de americanos, de verdad, iguales entre sí?
En abril del año 2001, treinta y cuatro países —es decir, todos los países americanos con la excepción de Cuba— firmaron el compromiso de integrar una zona de libre comercio antes del año 2005. Al tratarse, en principio, de un pacto de libre comercio, las especulaciones acerca del mismo han girado alrededor de las leyes comerciales; leyes no siempre equitativas, y muchas veces impuestas a los países menos favorecidos, según la conveniencia de los más poderosos. El tema legal, base de la justicia en las relaciones económicas entre los países, y la polémica acerca del absoluto desnivel económico en el continente entre quien es, además, la primera potencia del mundo, Estados Unidos de Norteamérica, y el resto de los países, opacan la percepción del vínculo original y profundo que ya se está creando entre los firmantes del tratado. En estos años previos al inicio formal del mismo, los pueblos americanos están recorriendo el camino que va de la nación al continente; del ser uno a ser uno en muchos, unos muchos que además deben aprender a conducirse como un nuevo uno. El e pluribus unum norteamericano correrá como reguero de pólvora entre las mentes americanas, llamadas a reencontrar el concepto de unidad entre la tradicional lucha antiimperialista que caracteriza a los pueblos iberoamericanos y entre el pueblo estadounidense, cuyos más esclarecidos representantes lucharon para que la promoción de la libertad, la democracia y el libre comercio por parte de los Estados Unidos no implicase una automática expansión imperialista.
Ser diferentes y a la vez ser parte de la misma identidad crea nuevas preguntas en los lenguajes de las Américas. Para cada pensador nacional la cuestión es acerca de cómo, desde una identidad común, negociaremos con cada cultura. Nos interrogamos acerca de la posible colisión entre culturas, por ejemplo la hispánica y la anglosajona, y acerca de los resultados de tamaña confrontación —que, tememos, pudiese alojarnos finalmente en la pesadilla de un imperialismo opresor—. Sabemos que, en el arranque de la asociación continental, un boliviano no es lo mismo que un yanqui, y nos tortura desde el comienzo la pregunta primaria: ¿qué es ser americano? ¿Son los norteamericanos estadounidenses tan americanos como los bolivianos? ¿Dónde comienza y termina la americanidad? ¿Cómo se diferenciarán los Americans —los estadounidenses— de los americanos —el resto de los nacidos en el Continente—? ¿Y cómo los US Americans —los americanos estadounidenses— del resto de los Continental Americans —o sea los americanos de todas partes—, cuando Americans son todos, a la vez que sólo ellos? Ellos, que no saben aún llamarse a sí mismos US Americans para diferenciarse de los otros americanos y nosotros, los otros americanos, que a veces caemos en el mismo error y llamamos a los estadounidenses como ellos se llaman a sí mismo, americanos, olvidando nuestra propia americanidad. Los US Americans tal vez acepten compartir el nombre, y los demás americanos tal vez aceptemos que el término “americanos” nos nombra a nosotros tanto como a ellos. Unos y otros, al compartir por primera vez en forma explícita el continente, América —que es también una y única como continente—, deberemos también aceptar, en todos los idiomas, que los treinta y cinco países americanos compartan también el nombre. Si los Estados Unidos de Norteamérica acapararon para sí —por codicia o por primigenia lucidez antieuropea— el nombre de América, el Tratado de Libre Comercio vendrá a recordarles la modestia de los demás países americanos, que adoptaron un nombre propio para cada nación, dejando con generosidad el nombre de América como propiedad común continental. Una reflexión adicional para los pensadores americanos: ¿los Estados Unidos han sido la vanguardia de la independencia cultural de Europa, al definir su nacionalidad como americana, o los pueblos iberoamericanos han preferido demorarse en el estadio de la construcción nacional acaso por considerarse nuevos estados de Europa? Mucho de la conflictiva historia argentina —para tomar el ejemplo más señero en este tipo de actitud cultural— parece atestiguar en esta última dirección, incluso por la reacción revisionista que supuso la creación del concepto de Continentalismo por el general Perón, un americanista cabal, a la vez que un enemigo declarado del imperialismo anglosajón. Y, en ese continente compartido, ¿cómo lidiará el gigante con los países más pequeños, o aun con los de mayor tamaño, como Brasil y Argentina? ¿Obtendrá cada país americano el mismo status que Canadá y México en el presente nafta? ¿O será —como pregonan los izquierdistas de todo el Continente influenciados por el permanente divide y reinarás del pensamiento europeo— que sólo prevalecerá el más puro imperialismo yanqui? O, por el contrario, ¿estaremos en el alba de una asociación libre, política, económica, militar y cultural, basada en la condición común de americanos —americanos de todas partes, desde Alaska hasta Tierra del Fuego— con una nueva identidad a explorar? Signos de una nueva cultura americana de fusión pueden ser vistos en todas partes del continente: una minoría hispana transformada ya en la primera minoría en los Estados Unidos, sobrepasando a los afroamericanos, y la honda discusión política en la Argentina acerca de una más estrecha relación financiera y militar con los Estados Unidos —profundización de la condición de aliado extra Nato y adopción del dólar como la moneda oficial— muestran a los pueblos en marcha, discutiendo su destino y provocando la fusión de las culturas antes que los fabricantes de computadoras perciban la tendencia y reaccionen con productos aptos para la comunicación continental.
Hay más comunicación entre los americanos de todas partes de la que podría sospecharse: ciudadanos norteamericanos que compran fincas en la Patagonia; ciudadanos argentinos enseñando español y jugando fútbol en los Estados Unidos; brasileños comerciando con mexicanos; chilenos con venezolanos; migraciones masivas entre todos los estados al compás de la economía, y migraciones selectivas según los proyectos de alcance planetario; y Rockefeller visitando Cuba y recordándonos que la isla pertenece a América, aunque la presencia de la Unión Soviética durante varias décadas la haya acercado a Europa. Se trata de un extraño melting pot de americanos mezclándose con americanos en un caldo de cuatro lenguas europeas principales, mezcladas con más de treinta y cinco culturas, cada una de las cuales tiene aún más lenguajes, como los a veces olvidados lenguajes americanos nativos, y como el resto de los lenguajes europeos emigrados al Continente Americano y a las islas del Caribe.
Escribo en Buenos Aires para un lector de habla hispana; traduzco este mismo artículo escrito anteriormente para un lector de habla inglesa; instalo en la computadora un diccionario bilingüe; me familiarizo con el botón del comando multilenguaje; esquivo errores, busco acentos. Pero, ¿estoy lista para sumergirme en la olla americana y confiar en que, más allá de las computadoras renovadas para la ocasión, todo va a estar bien? ¿Hay alguien de habla inglesa escribiendo sobre este mismo tema para lectores de habla hispana? Mezclarse en una única identidad puede resultar menos terrorífico si los otros diferentes —y en especial los más diferentes a los iberoamericanos como yo: los americanos de habla inglesa— comparten la misma preocupación sobre este inminente casamiento cultural.
Si unos y otros, los del Norte y los del Sur, los del inglés y los de las lenguas latinas nos esforzamos en comunicarnos más allá de lo que los teclados de las computadoras hoy permiten, no sólo crearemos novedosos productos informáticos multilingües, sino que fundaremos una nueva cultura americana. Los americanos somos americanos, sin que esto signifique ser sujetos de los Estados Unidos. Muy por el contrario, seremos fundadores de un gran, multilingüe y multicultural nuevo territorio. Allo, hola, alo, hello, aunque aún falte el circunflejo en Allo, ¿hay alguien ya despierto dentro de este sueño? Ya es hora: la Gran América está esperando.


La autopista panamericana y la producción cultural argentina

A fines de la década del ‘40, el general Perón lanzó el primer proyecto continental argentino, a través del abc, convenio entre Argentina, Brasil, Chile. Poco tiempo después, la idea de la carretera panamericana, que debía unir a todos los países del Continente, tomaba una primera forma.
Los porteños asistimos así, a mediados del siglo pasado, al espectacular despliegue de la primera autopista argentina, nuestra querida “Panamericana”. Por décadas no nos sirvió para ir mucho más lejos que Escobar; pero permaneció allí, como una esperanza que nos llevaría en los años venideros hasta algún lugar del Canadá, después de atravesar toda América.
Junto a la desgarradora imagen evocada por Eduardo Galeano de las venas abiertas y sangrantes de América Latina, los argentinos hemos gozado también —en nuestra propia optimista profecía vial— de la imagen potente y progresista de las arterias abiertas en América Latina, esa red de cemento y plata de la autopista central panamericana y sus carreteras afluentes, con su alegre rodar de gentes y mercaderías sobre todos los países de América.
El mercosur, lanzado durante el gobierno de Alfonsín y continuado con entusiasmo y empuje por la dupla Ménem-Cavallo, consiguió una revalorización, prolongación y mejoría de la ruta destinada en este caso a unir a la Argentina con el Brasil, el Paraguay y el Uruguay.
Hoy, el nuevo proyecto continental, complementario y superador del mercosur, la Asociación para el Libre Comercio de América Latina, la ya popular alca, vuelve a poner sobre el tapete la utopía de la gran autopista panamericana. Se cuenta ya con la tecnología necesaria para desarrollar un proyecto de esta envergadura en plazos obligatoriamente breves y con la necesidad geopolítica de equiparar la calidad de vida y de consumo en todos los países del Continente. La unificación del mercado, de la moneda y de los aranceles aduaneros crean novísimas condiciones para la producción y el comercio y exigen soluciones y propuestas igualmente novedosas. Por otra parte, las dirigencias y los pueblos americanos han comenzado a sospechar que este Tratado, al cual la Argentina deberá adherir antes del 2005, tiene un alcance político y cultural que desborda lo comercial. En el extremo sur del Continente, en la otra punta del arco tendido por Washington, está Buenos Aires con su inmensa capacidad cultural de influencia en el mundo hispanoamericano y con el privilegio político de haber sido una de las culturas fundadoras del pensamiento continental, desde los proyectos parcialmente continentales de San Martín y Sarmiento hasta el proyecto totalmente continental de Perón, creador del término “Continentalismo” en el léxico político americano.
Se trata ahora de construir una autopista de varias vías, apta para el transporte de grandes vehículos comerciales, y equiparada en sus normas de calidad a las autopistas norteamericanas —las mejores del Continente—, y con el mismo criterio militar de red tentacular, que vincule de Norte a Sur y Este a Oeste, del Ártico al Antártico, y del Pacífico al Atlántico, a absolutamente todos los países americanos. El proyecto se planteará como un joint-venture multinacional, como un gigantesco recurso laboral y de inversión colateral en servicios y turismo, y como una extraordinaria oportunidad comercial para las empresas interesadas en su construcción. La autopista puede ser complementada, en tramos elegidos, por una red ferroviaria paralela, de trenes de alta velocidad. El objetivo político argentino en el proyecto es promover el mejoramiento de las oportunidades productivas y las condiciones de vida de todos los pueblos americanos. Este desarrollo estará basado en la comunicación por vía terrestre, en el intercambio de conocimiento y productos y en la libre circulación de americanos por todo el continente, creando nuevos polos productivos en países emergentes. El proyecto, revalorizador de las posibilidades regionales, contribuirá además a relocalizar las emigraciones laborales y a descomprimir las fronteras norteamericana y argentina de los aluviones inmigratorios de países americanos menos favorecidos.
La Argentina, por su ventaja lingüística —habla la lengua de la mayoría de los países de América y participa de la misma cultura, la misma religión y las mismas costumbres—, debe ser parte activa en el impulso de este proyecto. En sí mismo será, en un comienzo, generador de trabajo y de excelentes oportunidades de inversión en el área turística y de servicios. Más tarde, ya completada la autopista panamericana, se contará con un inmejorable circuito de distribución para los productos argentinos, en especial los de acento cultural, que pueden ser consumidos por todos los pueblos de cultura afín, incluyendo la vasta comunidad hispanohablante de los Estados Unidos de Norteamérica. Por otra parte, las características culturales europeístas de Buenos Aires la ponen a la cabeza de las manufacturas de lujo americanas; y eventualmente la autopista le permitirá circular este tipo de mercancías, de alto valor agregado, hacia los sectores de mayor poder adquisitivo del continente, habitualmente consumidores de productos europeos en rubros como sastrería, zapatería, marroquinería, joyería, gastronomía gourmet, artes plásticas.
La autopista panamericana pone en relieve la orientación al mercado americano —en toda la extensión de esta palabra— que debería tener el grueso de la exportación argentina. También revela la necesidad de crear para la exportación una imagen de país que sirva de guía y protección a políticos, artistas e industriales. La Argentina es poseedora de una nítida y diferenciada personalidad en el Continente Americano, pero esta personalidad debe quedar explícita y ser trabajada como forma. Esta forma, una vez visible y codificable, generadora de un estilo nacional, servirá para que las industrias que van desde la alimentación a la indumentaria y desde la editorial a la del mueble y la decoración, pasando por infinidad de industrias que admiten una diferenciación estética y cultural, puedan ofrecer sus productos en un marco exportador común que facilite la promoción y venta de esos productos. La marca argentina es una marca concreta que debe ser diseñada por un cuerpo especial de artistas, publicistas, políticos y productores, pero como construcción propia de la comunidad y no como programa de gobierno. (*Ver este tema en La Argentina como marca, D. F., Catálogos, 1997).
Además, la autopista panamericana concretada y la producción y exportación de objetos materiales tienen un correlato y complemento en la autopista informática y la producción de objetos y servicios electrónicos. En esto, la diferencia lingüística de la Argentina, dueña del 50% de páginas en español de la Internet, y su tradicional capacidad creativa e innovadora, le auguran un igualmente brillante destino comercial en el continente de habla hispana, con una creciente circulación de productos en esa otra significativa y económica autopista.
Un gobierno moderno debería alentar y facilitar la participación de los argentinos en la resolución de sus propios problemas productivos, de crecimiento y de acceso a nuevos mercados. La construcción de la nueva autopista panamericana, el aprovechamiento del Área de Libre Comercio para el despliegue productivo argentino y la reorganización de la producción argentina bajo una imagen-marca de país, pertenecen al conjunto de revolucionarias propuestas de una dirigencia moderna, continuadora de las mejores tradiciones políticas y productivas del país. Una dirigencia capaz de orientar a los argentinos en sus mejores opciones políticas y comerciales, capaz de dar al trabajo argentino un carácter de producción refinada en su concepto cultural y de altísima calidad industrial, y capaz de confiar en la inteligencia y la voluntad argentinas para resolver el destino nacional.
En la primera década del tercer milenio, América en su totalidad desarrollará su última guerra de independencia de Europa unificando el mercado continental, diversificando su cultura y su producción y creando el concepto cultural de Americanos como un todo integral. A través del proyecto de la autopista panamericana, la Argentina, una vez que sea conducida por la más moderna de sus dirigencias, tendrá la posibilidad inmediata de ser protagonista destacada en este evento cultural planetario.

Continentalismo: una nueva política para la América grande

La palabra “continente” designa hoy para los estadounidenses una nueva realidad. Herederos del lenguaje de los británicos isleños, el continente aludía hasta ahora y por peso de la tradición, a esa tierra al otro lado del Canal de la Mancha, el Continente Europeo. Con la decisión de apurar los trámites para la concreción del Área de Libre Comercio para las Américas, el sentimiento de pertenencia a la común tierra continental florece en todos los países de la región; y, en particular, en Estados Unidos, el más reciente propulsor de esta idea de unión americana. Así es que una nueva ideología acerca del, sin embargo, antiguo hecho de vivir en otro continente, el Continente Americano, ha emergido en el lenguaje al mismo tiempo que en el espíritu. Si para los iberoamericanos el continente es, desde siempre, el propio, para los americanos de habla inglesa la recreación de la palabra “continente” sugiere, a la vez que la aceptación, una definitiva pertenencia a América, una política que hará de la palabra “América” ya no un nombre de una exclusiva nación, sino el nombre de una unión de naciones. El tratado comercial es la metáfora más primitiva de la compleja unidad geopolítica y cultural del continente.
Quizá a causa de su condición de descubridores y primeros conquistadores del nuevo territorio, los hispanolusohablantes han tenido siempre en claro la cualidad continental de América, su separación espacial, política y cultural de Europa; y, sobre todo, la unidad del continente visto como una sola entidad geográfica, sujeta a una posible unión geopolítica. En cambio, los angloparlantes —como ya señalamos— conservaron el nombre de América sólo para los Estados Unidos de América, refiriéndose al territorio continental como “las Américas”, en un término que separa más que unifica. Este problema idiomático es bien conocido por los traductores, y ha herido desde siempre a los menos informados: por una parte, aquellos estadounidenses que, como dice la canción, creen que el resto de los americanos les robó el nombre; por otra, a los no estadounidenses, quienes creemos que estos se han apoderado indebidamente de un gentilicio común. Los hispanolusohablantes hablamos entre nosotros con confianza acerca de América, con la espontaneidad de saber que América es un continente y no un país; y que es, además, un continente separado por el Atlántico de ese otro continente europeo del lenguaje inglés. La palabra ultramar se transforma rápidamente en una expresión reversible: ultramar puede significar América o Europa, según el lugar donde esté el observador. También los canadienses, aún políticamente ligados a Europa a través del Commonwealth, tienen su percepción particular del Continente: para ellos, “Continentalismo”, una expresión usada por Harold Innes, significa, desde comienzos del siglo xx, cualquier movimiento geopolítico que vincule al Canadá con los Estados Unidos. Movimientos siempre percibidos como intentos más o menos sutiles para separar a los canadienses de Europa, cuando no como expansión de los Estados Unidos, que obedecerían así a su “destino manifiesto” de dueños de, por lo menos, el total de América del Norte.
Afectos, ideas sobre el yo nacional y guerras políticas y culturales han siempre rodeado a las palabras “América”, “Continente” y “Continentalismo”, esta última una palabra que no está aún reconocida por el corrector de ortografía de las computadoras, las mismas que servirían para construirlo como instrumento eficaz de comunicación entre los países. Una cierta descontrolada actitud emocional invade toda discusión comercial sobre el Área de Libre Comercio. Como el nafta, el caricom o el mercosur, las tradicionales amistades y enemistades entre los países americanos emergen, pero esta vez a escala masiva. Y desde que el tratado abarca a todos los países del continente —incluyendo a las igualmente americanas islas del Caribe—, el concepto de Continentalismo plantea problemas que, como ya se ha dicho, incluyen bastantes más temas que los acuerdos comerciales.
En Sudamérica, Bolívar y San Martín soñaron con lo que llamaron la Gran América. Todos los héroes de las guerras por la Independencia abogaron de una manera u otra por la unión americana. En los Estados Unidos, el Presidente Monroe, a comienzos del siglo xix y con el mismo espíritu de afirmar la total independencia de Europa, lanzó su doctrina de América para los americanos, usando la palabra “americanos” con bastante más propiedad de lo que los actuales enemigos de los Estados Unidos quieren creer. En la misma línea, el general Perón, en la Argentina, fue el primero en comenzar una asociación continental: en 1949 promovió la creación del abc, el tratado de asociación de Argentina, Brasil y Chile. El abc debía iniciar el mismo tipo de asociación que a mediados de la década de los ‘90 propuso el tratado nafta, inmediato antecesor a su vez del alca, que hoy está en proceso de discusión y muy cercano a su hora inaugural. Perón, además de creador del abc, fue contemporáneo a la fundación de la Comunidad Europea por el Tratado de Roma en 1957, y testigo esclarecido de todo el proceso. Ha sido quizás el primer líder americano en hablar de Continentalismo, entendido como una política especial para la unión de América no sólo en un mercado común, sino en una asociación política, cultural y militar. En los primeros años de la década del ’70, y antes de morir en 1974, advirtió más de una vez a la juventud revolucionaria acerca de la secuencia política en los años por venir: el nacionalismo sería continuado por una etapa continentalista, y ésta por una inevitable etapa universalista. La visión se probó cierta. Y, en los acelerados tiempos de la globalización, el Continentalismo está recorriendo su también inevitable curso histórico, para permitir el advenimiento organizado y armónico de la era universal. El general Perón acuño también la más famosa de las frases del continentalismo americano, aquella que decía que el siglo xxi nos vería unidos o dominados, frase que muchos interpretan aún como una eterna declaración de guerra con los Estados Unidos, sin advertir que lo opuesto a dominados es unidos, pero no obligatoriamente unidos contra los Estados Unidos, sino con los Estados Unidos, cuando el riesgo de ser dominados por un tercero justificase esa unión, tal como sucedió en los últimos tiempos de la guerra fría. Más que una invitación a una guerra dogmática contra los Estados Unidos, la frase de Perón podría ser entendida como un llamado a la justicia. Justicia que supone una asociación igualitaria entre todas las naciones del Continente, en un auténtico y democrático federalismo continental; lo opuesto a esta libre unión es el dominio imperialista de un estado poderoso sobre estados más pequeños e indefensos. Aunque muchos prefieren mantener la actitud paranoica y hostil hacia los Estados Unidos, es difícil imaginar que, cuando Perón lanzó su teoría continental, arbitrariamente decidiese que el continente terminaba en el Río Grande. Por lo tanto, dejó a las generaciones siguientes la resolución de su doctrina continental, en una unión que no implicase dominio y que incluyese a los Estados Unidos y al Canadá. Unidos como pares y jamás dominados como colonias por ningún imperialismo, ese fue el mensaje de Perón. Y es bajo este legado que los americanos de todas partes deberán resolver su relación continental.
Europa, tras los tiempos primeros del Mercado Común, ha consumado ya la unión política y se habla de la Unión Europea como de una sola nación. América, como Continente, se encamina en los años venideros a construir su propia unidad política. La idea de una unión continental, que instalará en forma automática en el planeta, un mercado de ochocientos millones de consumidores, parece asustar a Europa. Podemos también percibir el influjo de la preocupación europea en aquellos americanos de todas partes que aún no han cortado su dependencia inconsciente del continente madre. Así es que aquí y allá, surgen a través de líderes americanos, proyectos para separar “las Américas” en al menos tres mercados separados, Norte, Central y Sudamericano, como un antídoto para evitar la temida unión política que dejaría a la América Continental en franca superioridad sobre Europa.
La unidad es resistida no solo por los agentes, conscientes o inconscientes, de la Unión Europea, sino por muchos países americanos que no pueden imaginar estrategias adecuadas para contrarrestar el omnipresente fantasma del imperialismo yanqui. La resistencia al Área de Libre Comercio para las Américas y en términos más generales, a la Unión Americana, es promovida de diferentes modos por intereses políticos o económicos europeos, en una guerra secreta imposible de comprender sin dominar el concepto de Continentalismo. Por un cierto período, los dos Continentes van a competir comercialmente por los mercados del resto del mundo y por la supremacía política, militar y cultural; aunque todo este tiempo deba necesariamente terminar, como anticipase el general Perón, en un mercado planetario y en una unión política universal, capaces de iniciar por fin una convivencia pacífica y permitir a la humanidad el salto hacia una etapa superior, en la cual los conflictos sean resueltos por la negociación antes que por las guerras.
Desde Alaska hasta Tierra del Fuego —para decirlo con la ya famosa fórmula que incluye a todos, desde los Estados Unidos hasta la Argentina, los dos países que en cada extremo del continente llevan la delantera en la iniciativa—, un nuevo patriotismo se constituye en el desafío para todos los americanos, los de allí y los de acá. La idea de que el Continente es la nueva patria común, representando a una pertenencia superior a la de la patria nacional, y que los americanos de todas partes —incluyendo a los poderosos y temidos yanquis— comparten una deslumbrante hermandad, ha comenzado a caldear los corazones e iluminar las mentes de la vanguardia política de América, adelantada a los que, poco creativos y rezagados, aún se debaten en variantes europeístas.
Continentalismo parece ser el nuevo nombre de la esperanza para los pobres de la Gran América. Y quizás el nuevo nombre de la victoria para Estados Unidos, que —como país más rico y avanzado del mundo— enfrenta, más que al terrorismo, la resistencia al progreso y a la modernidad. Desde luego, y hasta que la humanidad renazca en el tiempo del justo Universalismo con su promesa de paz definitiva sobre la Tierra, el proyecto de unión americana se ha transformado en una amenaza para Europa y para los enemigos de los Estados Unidos en el mundo. No es casual que los atentados del 11 de Septiembre de 2001 distrajese a Estados Unidos de lo que en abril del mismo año había fijado como su prioridad de política exterior: la construcción del Área de Libre Comercio. Hostigado e impedido desde siempre, el Continentalismo Americano es algo más que la pesadilla europea: como idea política ha sido una clave para el África herida que acaba de firmar el tratado de Unión Africana, propone una pregunta aún sin respuesta en Asia y provee quizá una oportunidad para la muy negada “americanidad” de Oceanía, esa contemporánea cultural de América aislada en el Pacífico.

Área de Libre Comercio de las Américas:
El águila y el cóndor

Durante la Cumbre de Quebec en abril de 2001, los treinta y cuatro países del Continente Americano —todos ellos salvo Cuba, que no fue invitada— convinieron en continuar las conversaciones para crear un área de libre comercio desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Desde entonces se han sucedido, en todas las capitales de América, reuniones bilingües o multilingües, y muchos líderes, tanto en los Estados Unidos como en el resto de los países, han comenzado a comprender que el tratado del Área de Libre Comercio requiere discusiones que superan los temas comerciales.
El efecto de una posible colisión entre las dos culturas dominantes —la angloparlante y la hispanohablante—, así como el nuevo significado político de un mercado de ochocientos millones de consumidores, va más allá del enfoque de las habituales preocupaciones acerca de las fusiones comerciales desiguales. Mientras las organizaciones sindicales de los Estados Unidos y el Canadá por un lado, y las de los países hispánicos por el otro (con la excepción de México, ya incluido a través del nafta), denuncian el tratado asegurando que tienen todo para perder, creyendo en forma paranoide que su vecino —cualquiera fuese— va a quedarse con todos los beneficios, los líderes políticos han advertido que el mayor problema no va a estar en los aspectos económicos del acuerdo, sino en los efectos culturales, políticos y militares de dicha unión. Como un ejemplo de esto, se puede citar el ataque del 11 de Septiembre de 2001 a Estados Unidos, que hizo de la guerra contra el terrorismo un tema continental, embarcando a todos los países en acuerdos para la defensa y la seguridad común, más allá de cualquier otro antagonismo regional, y provocando que, por ejemplo, Cuba se solidarizase rápidamente con los Estados Unidos.
No sabemos si el águila —símbolo de ese poder imperial que parece ser siempre una tentación para muchos dirigentes de los Estados Unidos— está sobrevolando en silencio el Continente, o si el cóndor —símbolo de las más viejas culturas andinas y expresión guerrera americana de los pueblos hispanos— está preparándose para volar más alto y más ligero. De hecho, ambas cosas parecen estar sucediendo en un continente cuya mención casual ampliará la conciencia de una pertenencia a una entidad geopolítica común. A la vez, logrará una automática actualización de la independencia, entendida como el definitivo y adulto corte del cordón umbilical con Europa. Por último, también conseguirá, en los angloparlantes, el corte con el viejo significado de la palabra continente.
Los primeros temas comerciales del acuerdo han girado sobre los actuales niveles de proteccionismo y de real y recíproca libertad en los mercados. Las principales objeciones políticas de los países que ampliarían el ya existente nafta hasta abrazar la totalidad del Continente provienen de la percepción del Área de Libre Comercio como una amenazante organización imperial de los Estados Unidos; amenaza que podría cambiar dramáticamente las condiciones culturales y militares. De Sur a Norte, la imagen que muchos latinoamericanos tienen es la de un águila clavando sus garras en los mercados locales y destruyendo las chances de toda producción local. En los Estados Unidos y el Canadá, sin embargo, la reacción primaria es más o menos la misma: los trabajadores del norte de América tienen miedo a un cóndor ladino robando trabajos, trayendo menores salarios y bajos costos de producción; cuando no un cóndor —seductor latino al fin— capturando capitales y fábricas que emigrarían hacia el Sur, empobreciendo el Norte.
Las fantasías paranoicas de unos y otros, creadas por siglos de desconfianza y crecimiento desigual, ocultan lo que en realidad está para ser construido. Se trata de crear una nueva estructura política, la comunidad continental, cuyos integrantes serán iguales en sus derechos y estarán sujetos a una organización comercial común. En este sentido, partir de economías totalmente ineficientes producirá un cambio drástico; pero un cambio para mejor, pues engendrará más productividad y competitividad. Una completa comprensión del proyecto es necesaria en las mentes de los ochocientos millones de americanos. La deseable igualdad en los derechos de las naciones miembros de la nueva comunidad debería abordar los temas de las diferentes culturas y lenguajes, del compromiso militar para la defensa común —incluyendo la guerra al terrorismo, el más reciente tema militar, y quizás el más importante de los años venideros—, así como una nueva lectura de la palabra “americano”, con su significado no de ciudadano estadounidense sino de ciudadano continental.
Como en la famosa melodía, el cóndor pasa y vuela, por qué no, tan alto como el águila. Y lo que está en el aire entre ambos se parece quizá más a una boda que a una pelea. Si vemos signos de batalla, no nos alarmemos: pueden ser los aleteos del cortejo que precede al más fértil de los apareamientos.

La conga, o cómo construir un federalismo continental

Mientras los tambores repican en son de alerta de valle en valle, los americanos de todas partes se aprestan a dar batalla en contra del Área de Libre Comercio para las Américas. Desde California hasta la Patagonia, como dice la vieja canción, una multitud de ochocientos millones de personas está taconeando, más dispuesta a marchar con fiereza a una manifestación, que con regocijo a un salón de baile.
La guerra en contra de una temida y creciente pobreza, así como también en contra de la huida de capitales e industrias locales, ha comenzado. Los que protestan frente a la globalización y su más reciente cría, el Continentalismo, atraen la atención de personas moderadas que dudan acerca de si este nuevo tratado de libre comercio puede serles de algún beneficio o si representará, más bien, un rápido atajo a la miseria. Mientras no se comprenda que un tratado de libre comercio no es únicamente un tratado comercial sino, además, un acuerdo político y cultural, los tambores no tocarán una música alegre que una a los pueblos continentales en una feliz danza de amor y próspero crecimiento.
El tratado del Área de Libre Comercio para las Américas, o alca, no es un libre tratado entre iguales. Aunque su más inmediato y semejante antecesor, el nafta, haya ofrecido innumerables ejemplos de éxito, el hecho de que esta vez los asociados sean treinta y cuatro países con diferentes situaciones políticas y económicas ofrece escasas esperanzas de un camino fácil. Puesto que el liderazgo de este proyecto pertenece hoy a los Estados Unidos de Norteamérica, la mayor posibilidad de éxito o fracaso reside en el grado de aptitud que tengan los Estados Unidos para ejercer este liderazgo sobre una mayoría de países latinos. Por otra parte, como iniciadores actuales de este proyecto y como país más poderoso, no sólo del conjunto continental sino del planeta, los Estados Unidos tienen que tocar los tambores a la vez que bailar; y para batir el parche de las ventajas asociativas cuentan con la ayuda de Argentina, que a través de la doctrina continental del general Perón tiene una sólida base teórica para esta construcción política.
Por supuesto, Perón imaginó en los años ‘50 que sería la Argentina el líder natural de dicha asociación, y que ésta incluiría a los Estados Unidos sólo en su última fase, cuando los países iberoamericanos hubiesen consolidado su propio poder frente al gigante vencedor de la posguerra. En aquel primer plan continental, cuya expresión política primera fue el tratado del abc —Argentina, Brasil, Chile—, los países iberoamericanos se unirían primero en una asociación política facilitada por la identidad cultural cuasi común; y los Estados Unidos serían explícitamente excluidos de dicha asociación, que muchos entendían además como el freno necesario a una imaginada y posible expansión territorial y económica norteamericana. A pesar de sus abundantes recursos naturales y de sus gentes talentosas, durante el último medio siglo los iberoamericanos han tenido un muy pobre desempeño y han perdido la iniciativa y la oportunidad de toda asociación confrontativa con Estados Unidos. Este, muy lejos del fracaso de sus vecinos, se convirtió durante el mismo período en el primer país del mundo, así como el indiscutido líder económico, financiero y militar del planeta. Así, el plan de Perón ha debido sufrir un cambio fundamental: para constituir la históricamente inevitable asociación continental, Argentina y el resto de los socios iberoamericanos deberían no sólo incluir a Estados Unidos sino aceptar su temporario rol de líder.
¿Cómo sucedió que este proyecto terminó siendo un proyecto norteamericano de alta prioridad, cuando desde los inicios fue esencialmente hispanoamericano —ni siquiera iberoamericano, ya que Brasil, con sus propias aspiraciones de líder, siempre rechazó la idea de un continente más allá de los límites de Sudamérica—? Desfavorecidos por su condición de minoría continental en una amplia mayoría de países iberoamericanos, los Estados Unidos prefirieron siempre jugar un papel importante en el planeta que en lo que fue su llamado “patio trasero” —o sea, un montón de países latinos semidesconocidos, aptos sólo para comprar productos manufacturados estadounidenses o para endeudarse a altas tasas de interés con los bancos norteamericanos rebosantes de divisas—. La concreción en Europa del primer mercado común del mundo, continuada por la unión política y cultural, dio el ejemplo y marcó el giro en la posición de desinterés continental que había prevalecido durante casi todo el siglo xx: para que los Estados Unidos no perdiesen el liderazgo mundial a manos de una Europa fortalecida, la Unión Europea debía ser naturalmente imitada y hasta desafiada por la Unión Americana.
La eventual construcción de un libre mercado planetario con las mismas reglas políticas comenzaba igualmente con esa primera piedra continental. Europa y América serían quizá rivales en la conducción pero, sin duda, socias en el proyecto universalista. La necesidad de un planeta más seguro, con países ligados entre sí por mercados abiertos e interdependencia financiera, haría el resto. Así, el Continentalismo fue entendido también como el camino más conveniente a la cooperación asociativa militar para la seguridad y la paz. Proponiéndoles el Área de Libre Comercio de las Américas a todos los países del Continente, los Estados Unidos contribuyen a ampliar el área de libre comercio del mundo, a la vez que obtienen un mercado a gran escala mediante el cual poder entablar una justa competencia con la Unión Europea. En este sentido, los beneficios de esta competencia no sólo favorecerán a los Estados Unidos, sino también a cada uno de los países participantes en el comercio continental americano.
Las preguntas acerca de adónde van a reinstalarse las industrias para obtener productos de precios más competitivos pertenecen al pensamiento precontinental, y son formuladas casi siempre por los líderes sindicales que aún no se han adaptado a las condiciones de la nueva economía. Este tema, si bien es el que conquista con mayor frecuencia los titulares de las secciones económicas en la prensa, no es, sin embargo, el más relevante en la futura economía continental. Puesto que el problema mayor reside en la construcción política, la economía va a estar más afectada por cómo Estados Unidos —en tanto líder político—, organice el continente y por cómo —en tanto país más rico del mundo— se las ingenie para levantar el resto de los países del Continente a su propio nivel de vida. Los problemas económicos a resolver se encontrarán más en el área de las inversiones para infraestructura y servicios, que en la relocalización de empresas.
Con la ayuda de líderes secundarios emergentes, que no pueden ser ignorados por su tamaño y por la influencia que ejercen en la región, como es el caso de Argentina, Brasil y México, los Estados Unidos pueden evitar tanto la trampa cultural de la incomprensión aceptando que viven en un continente, al menos bicultural y bilingüe, así como la trampa del imperialismo, proponiéndoles a los países la organización en un auténtico sistema federal. El modo de conseguir que los países opten por una asociación cooperativa voluntaria pareciera estar basado principalmente en el reconocimiento de la paridad entre las dos culturas dominantes —la angloamericana y la iberoamericana—, así como en la estructuración de sistemas administrativos semejantes a los de los Estados Unidos, para proveer iguales derechos e igual justicia al resto de los países del continente.
La idea de un federalismo ampliado, en el cual todos los países del continente se uniesen en igualdad de condiciones en una Unión Americana, apunta sólo a enriquecer a un continente con múltiples dueños y beneficiarios, más que a un imperio compuesto por un país rector y por sus vasallos. Este federalismo continental necesita la activa participación de los países iberoamericanos, que temerán menos el poder de los Estados Unidos si les es permitido instalar en sus territorios las mismas leyes y regulaciones que existen en Estados Unidos —por otra parte, el país del mundo que tiene la más exitosa experiencia de federalismo nacional y, por lo tanto, la capacidad de repetir la experiencia a nivel continental—. Esta sola idea es lo suficientemente potente como para ganar la inmediata aprobación de sociedades tradicionalmente desorganizadas, injustas y violentas, que quedarían así liberadas para dedicarse a una justa competencia federal por las inversiones y la producción.
El negocio principal de los Estados Unidos no va a estar —como los trabajadores manufactureros estadounidenses creen— en el desplazamiento de fábricas a países con bajos salarios, sino en la exportación de servicios. Desde la reorganización administrativa de los aparatos estatales nacionales hasta la actualización de infraestructura —autopistas, provisión de agua, energía y comunicaciones—, los Estados Unidos pueden conseguir el aumento de la calidad y abundancia de los servicios en los países semidesarrollados hasta el nivel, por lo menos, del más pobre de los estados de los Estados Unidos. Los negocios vinculados a estas áreas se convertirán sin duda en la inversión más rentable de las próximas décadas.
Al mismo tiempo, la producción local en cada país —contradiciendo a los líderes sindicales que se sienten amenazados por una invasión masiva de productos norteamericanos— se elevará a un nivel competitivo internacional: además de ampliar su clientela a los demás países del continente, exportará al resto del mundo bajo la bandera continental, junto a los Estados Unidos.
En el Gran Sello de los Estados Unidos, se lee E pluribus unum, lema federalista inscripto en un pergamino que el águila lleva en su pico. Ese Gran Sello, por todos conocido, tiene además un reverso esotérico bastante menos difundido: las imágenes de una pirámide, del ojo de la Providencia, y un nuevo pergamino que se refiere esta vez al Nuevo Orden de los Tiempos, en una profecía americanista que supera la independencia de las trece colonias y parece aludir al federalismo como un modelo de organización no sólo nacional sino supranacional. Una nueva visión, que considera al federalismo como la herramienta política del Continentalismo y a los servicios —en lugar de la producción— como la exportación preferencial de los Estados Unidos a sus vecinos, destinada a mejorar dramáticamente la vida de los iberoamericanos así como los negocios norteamericanos en la región, puede cambiar el sonido de los tambores de una marcha militar a un alegre son. Los países rebeldes a toda idea de asociación continental podrían así desprenderse por fin de sus antiguas ideas acerca del fantasma del imperialismo, aceptar el continente como la patria común y unirse, uno a uno, a la muy equitativa y festiva fila de la conga continental, en la cual todos son uno.

Los americans dicen “I”, los americanos decimos “yo”

Y os americanos dicen “Eu”, y les Américains, “Je”. Y los americanos de todas partes, hablando lenguajes nativos americanos, europeos, asiáticos o aun africanos, usan una palabra diferente para referirse a sí mismos y decir, por ejemplo, que son ciudadanos de algún país del continente americano: “Je suis Canadien” o “Yo soy cubano”. Y cuando intentan asumir el hecho cultural de que, además de su nacionalidad específica, también son americanos, deben aclarar, porque la palabra “americanos” alude tanto a los ciudadanos del continente como a los ciudadanos de los Estados Unidos de Norteamérica, del mismo modo que América designa tanto el continente como, para los estadounidenses, su propio país. Así es que I am an American y “Yo soy americano” podían significar cosas muy diferentes en los tiempos anteriores al Tratado de Libre Comercio para las Américas, pero significarán necesariamente lo mismo en un futuro cercano, cuando la Unión Americana fluya desde el tratado comercial. Los Americans serán americanos y los americanos, Americans, y los dos lo mismo y lo único en la común identidad americana.
Sin duda, después de esta aseveración, se puede esperar un abucheo en contra del imperialismo yanqui, sosteniendo que, después de todo, es para esto que se ha inventado el Área de Libre Comercio de las Américas: para hacer de todos los ciudadanos del Continente Americano, súbditos del Imperio de los Estados Unidos. Hemos oído esta letanía durante el último siglo, recitada tanto por un “yo” como por un “I”. Pero puesto que los americanos existieron antes que los Americans —los españoles llegaron primero—, lo que yo y no lo que I digo es que soy tan american como los americanos de los Estados Unidos. Y yo, siendo yo misma —una argentina del continente americano que escribe en español pero también puede hacerlo en inglés—, soy al mismo tiempo “yo” y “I”. I agrego —o yo add—, que los Americans de los Estados Unidos no son mis súbditos, pas plus que moi la suya, y que I, yo, eu y je compartimos una identidad: yo y I, eu y je somos americanos.
Podemos decir “yo”, “I”, “je” o “eu”, pero en cualquier lenguaje sólo vamos a asentar un hecho: somos americanos y esa americanidad es —con el más módico pretexto del Tratado de Libre Comercio— la excusa para finalmente unirnos en una asociación política, cultural y militar. Como lo hizo Europa, América lo hará; aunque a muchos americanos les cueste entender que se han separado para siempre de Europa, que no hay más madres: sólo pura adultez continental. Detrás del “I” o el “yo” americano, para mencionar únicamente los dos lenguajes más generalizados, lo que está escondido no es una amenaza imperialista sino un destino común.
¿Cómo pueden individuos con diferentes lenguajes y orígenes nacionales construir una cultura común? La experiencia de los latinos en los Estados Unidos y su particular nuevo lenguaje —el Spanglish—, así como su nueva cultura mestiza—medio yanqui, medio hispánica—,muestran qué mezclas inesperadas pueden resultar cuando las fronteras geopolíticas se transforman en una línea muy fina en el alma de personas reales, viviendo en una real cultura dual.
Mexicanos, portorriqueños, dominicanos y cubanos cruzaron la frontera de los Estados Unidos llevando a cuestas el contrabando invisible del antiguo imperio español: lenguaje, costumbres, historia y religión, todo empaquetado en la memoria y en las emociones. El recuerdo de la vieja madre España fue así introducido en el reino de la vieja madre Britannia, y ambos se mezclaron entre penas, desigualdades y sufrimientos. El casamiento de esos pueblos que comparten la frontera va a ser continuado en la próxima década por un mucho más amplio matrimonio continental, que incluirá a una vasta mayoría de países hispánicos. La última palabra acerca de la historia de los pueblos en el continente americano no ha sido dicha aún, y una nueva aventura cultural está por comenzar.
Si los Estados Unidos fueron los herederos de un imperio victorioso, los países hispánicos fueron los hijos de un imperio derrotado. Arrastraron hasta el presente el karma de la derrota, junto al legado de una de las más notables y originales culturas del planeta. Cuando alguien dice “I”, el “I” lleva consigo una historia de éxito. Cuando alguien dice “yo”, el yo duele y se ve obligado a esforzarse para recordar que España fue un imperio victorioso mucho antes que el británico, y para abrir la mente a la idea de una posible reiteración del éxito. Al mismo tiempo, en la confrontación con los hispanos, el “I” tiene el oscuro sentimiento de que, hace mucho tiempo, los españoles fueron muy superiores a los británicos, y conserva el miedo íntimo de que en cada hispánico crezca la semilla de un posible enemigo
Cuando el I y el yo se pelean, ambas mentes de raigambre imperialista pueden sumarse para decidir que sólo es posible la batalla, y que entre el I y el yo únicamente puede haber un ganador y un perdedor. No lleva mucho tiempo a este tipo de pensamiento concluir que, si los latinos obtienen el permiso para hablar y estudiar en español en los Estados Unidos, pronto el inglés estará condenado al olvido; o que, si los chicos en los países de habla hispana estudian y hablan inglés, pronto perderán su identidad nacional y, con ella, su independencia.
Pero cuando el I y el yo conviven en la misma persona, un doble sentimiento imperial crece, con dos herencias, dos lenguajes y dos religiones. La idea de ser dos en uno, y no precisamente un dos compuesto por un gigante y un enano, sino un dos compuesto por dos gigantes, no está instalada en ninguna de las dos culturas. Por lo tanto, el I y el yo enloquecen, no comprenden y no pueden reaccionar ante la nueva realidad. Pero cuando el I y el yo se unen, aunque más no sea por el milagro de la creencia en un ideal común, un terremoto emocional disuelve tanto al I como al yo, y las memorias retroceden —en el lenguaje, al latín; en la historia, a los mismos reyes europeos; y, en la religión, a los antiguos tiempos de la cristiandad antes de la separación anglicana—. El I y el yo desaparecen, y también el eu y el je, hechos de la misma memoria y la misma materia. Y la persona sólo es capaz de decir “sum”. Y ahí se da cuenta de que de esto se trata cualquier vida americana. Sum aquí, en América. Yo, I, je, eu, los sum suman y agregan más sum, que suman más gente, formando una inmensa muchedumbre americana, y autorizando a consumar la boda entre gigantes. Acepta también que nazca un bebé gigante, cuyo primer grito primario será, por supuesto, “Sum!”, pregonando la fundación latina de América, regresando al tiempo original en el cual los bárbaros aún no habían hecho rancho aparte. Ni yo ni I ni je ni eu: sólo sum americano, sum de un continente espejo de otro continente, sum de América como joven espejo de Europa. Para aquellos que tienen distintos antepasados europeos, ser americano significa entonces ser hijos culturales de Europa —una madre más antigua que España, Portugal, Francia o la Gran Bretaña—. Llamarse americanos alude a una nueva patria común, en la cual los americanos nativos y los americanos de ascendencia europea, africana o asiática acuerdan en cerrar el pasado y abrir el futuro. Un futuro en el que América estará compuesta por treinta y cinco países, y poseerá una cultura americana multilingüe, diferente de la europea y también de la africana y la asiática, aunque incluyendo partes de ellas en una auténtica semilla de universalidad.
Los Americans dicen “I” y los americanos “yo”, pero no durante mucho tiempo. Oiremos “us” y “nosotros” más pronto que mañana; y “nos” y “nous”, y muchas cosas más que no nos atrevemos a soñar, en los nuevos tiempos americanos por venir.

Contrabandistas de palabras: un beautifulissimus efecto del continentalismo

Los estadounidenses usan la palabra “gusto” donde los hispanohablantes usamos “brío”, y con más propiedad usan “pronto” por “inmediato” o “rápido”, y han aprendido a recibirnos con un amistoso “mi casa, su casa”, tomado de los mexicanos. Los hispanoamericanos les tomamos prestadas cantidad de palabras, tantas como las que les deformamos adaptándolas al español. Y descubrimos que ese superlativo que tanto nos falta en inglés puede rescatarse del latín para que nos sintamos cheerfulíssimus, o que creamos que es wonderfulissimus que pronto nos unamos todos en un greatissimus common market, o grandísimo mercado común. Por un pase mágico del latín aplicado al inglés según un espíritu hispano, la sensatez anglo del very puede elevarse a la dimensión extraordinarísima con la cual los iberoamericanos percibimos lo que nos rodea.
Un sentimiento erótico sucede cuando transgredimos las fronteras del lenguaje contrabandeando, a la vez que palabras, una nueva visión del mundo. Sabemos acerca de la fascinación de muchos de los habitantes de la América Hispana por las palabras en inglés americano, y la automática ilusión que brinda de pertenencia a una sociedad próspera y rica. Para estos otros americanos que viven más allá de la frontera de los Estados Unidos, algunas palabras en inglés son el mantra que necesitan como aspirantes al éxito. Ok, sorry, I love you, sale, top, a full, fashion, cool, estas palabras permiten concretar, aunque sea en el lenguaje, la fantasía de poder. Desde el otro lado, americanos estadounidenses, incluyendo al más visible de todos ellos, George W. Bush, parecen igualmente complacidos intercambiando las palabras inglesas por sus equivalentes españolas, y contrabandeando, en el corazón de Yanquilandia, el misterioso deleite de ser otro, un hispánico. El latín primario que resuena debajo del sajón trae a su conciencia el sentimiento de una antigua pertenencia. Roma y Grecia reclaman a sus hijos ahogados y revividos dentro de la bárbara oleada nórdica, y les proponen una nueva y más duradera hermandad de sólidas bases con quienes supieron permanecer como fieles latinos, más allá del Atlántico.
Los idiomas, en el marco de la Gran América, esa América Continente que incluye a los Estados Unidos, son los protagonistas de una boda íntima en los corazones de todos los americanos. Ciudadanos de un recién estrenado proyecto para las Américas, el Tratado de Libre Comercio, los americanos de todas las latitudes se dan cuenta de que son parte de una nueva realidad cultural que llevará a un nuevo acuerdo político. Americans o americanos, pals o hermanos de ascendencia nativa, europea —ya sea británica, ibérica o de cualquier otro país—, africana o asiática, se encuentran comprometidos en la creación de una nueva identidad: la identidad cultural común americana.
La política que favorece el desarrollo de esta nueva cultura americana, en lo económico, jurídico, artístico y militar se llama Continentalismo. Y en este punto, una actualización de la palabra continente en el idioma inglés es necesaria, ya que el continente no es Europa vista desde las islas británicas sino el continente americano, entendido como esa totalidad que incluye a las tres Américas, la del Norte, la Central y la del Sur. De tal modo, ya no habrá que usar más ese comodín de “las Américas” para entender que la América Continente no es la América recortada como nombre de su país por los Estados Unidos de Norteamérica, un contrabando de palabras que ha significado más la negación de la posible grandeza común continental que una apropiación indebida del término por parte de los Estados Unidos. Dentro del Área de Libre Comercio para las Américas, el comercio continental enlaza a los Estados Unidos con el nafta tanto como al nafta con el resto del Continente. Continuado por la necesidad de una inevitable fusión cultural y del lenguaje, el futuro tratado emerge como la pesadilla de la Unión Europea. Los europeos ven en este mercado americano de ochocientos millones de potenciales consumidores la definitiva señal de su decadencia y su retiro a un honorable segundo puesto en el mundo, por más que compensen la pérdida, expandiendo la unión hacia el este. La realidad de esta anunciada y justa declinación, después de regir el mundo durante veinticinco siglos, está en el origen de muchas críticas y resistencias al matrimonio cultural entre los pueblos de América. Si los dos gigantes, la América anglosajona y la Iberoamérica se aparean, las chances de que nazca un enorme bebé superdotado con lo mejor de las dos culturas son muy fuertes, y lo que Europa teme más es a esa Gran América a la cual el Tratado de Libre Comercio está dando la oportunidad de nacer.
En muchas novelas y cuentos, los escritores latinos de los Estados Unidos han dejado constancia de la experiencia oral de portorriqueños, mexicanos, cubanos y dominicanos viviendo dentro de la comunidad norteamericana, en la cual el español y el inglés se han fundido en una jerga nueva, el Spanglish. Una manera más sutil de tratar con una vida bicultural es la adoptada por la gente de educación superior, que tiende a usar sólo algunas palabras o construcciones gramaticales que agreguen un nuevo punto de vista a un muy bien conservado lenguaje propio. Hablen inglés o español, a la hora de intercambiar costumbres y no palabras, los americanos que comparten la vida son menos prejuiciosos y reflexivos, y es de esperar que esa fructífera convivencia se extienda a todo el plano continental. Así, mientras los hispanohablantes están ansiosos por obtener las llaves del éxito comercial y financiero, los angloparlantes quisieran aprender de sus vecinos algo acerca de la calidad emocional de la vida, de la pasión, del amor, de la amistad, de la buena comida compartida y de la afición al ocio para disfrutar de todo esto.
Al mismo tiempo, una cierta desconfianza anida en muchas mentes americanas: este mezclarse y casarse, este ilegal contrabando de palabras quizás lleve finalmente a un mal lugar, ese infierno de los patriotas en el cual las naciones pierden su identidad y se autodestruyen para siempre. Cruzadas para el uso exclusivo del idioma inglés en California o para el uso exclusivo del español en los medios argentinos testimonian el miedo a la fusión, y no perciben la potencial riqueza de un lenguaje ampliado y de una identidad ampliada. Las frases “El inglés es nuestro” y “Spanish is ours” son equivalentes y legítimas para los ciudadanos de la nueva asociación americana. Podrían expresar también el grito de guerra de los sensuales contrabandistas de lenguajes, que han comprendido quizás antes que nadie que comparten no sólo el uso irrestricto de los idiomas americanos sino la propiedad del total del continente, con todas sus riquezas, las existentes y las por crearse entre todos.
La belleza del inglés y la belleza del español compiten entre sí, tanto como las inmanentes visiones del mundo, y nadie aseguraría que esta competencia no llevará a una mutua victoria antes que a una derrota de alguna de sus partes. Más bien, como la creciente abundancia de traviesos contrabandistas de palabras parece demostrar, esta creatividad ilegal pasará a otra instancia. Demasiados contrabandistas, ya lo sabemos, terminan por conseguir que el libre comercio sea legal.

El liderazgo estadounidense: el bien y el mal en la batalla por el alma del mundo

En el mismo momento en que las conversaciones por el Tratado de Libre Comercio de las Américas comenzaban, después de la declaración de Quebec, a tomar velocidad e impulso, el ataque terrorista al Pentágono y al World Trade Center puso un punto de interrogación sobre este proyecto. Cuando las torres se derrumbaron, se estaba discutiendo el “cuatro más uno”, una tratativa que hubiera vinculado a los cuatro países del mercosur a los Estados Unidos. Sin embargo, por un salvaje acto de guerra, los Estados Unidos de América fueron apartados de su propósito e interés continentalista y enviados, una vez más, a los campos de batalla de Asia.
Si el proyecto del Área de Libre Comercio para la Américas reafirmaba la posición de Estados Unidos como líder constructivo, tratando de organizar un Continente Americano con igualdad de oportunidades para cada país en un increíble y generoso reparto del conocimiento y de los recursos norteamericanos, la guerra contra el terrorismo parece apelar más bien al destructivo poder militar de la primera superpotencia, para garantizar la modernidad en el globo. Pero, quizá la confusión en los medios termine por arruinar el fin.
Otrora brillante ejemplo de cómo el crecimiento y la prosperidad eran posibles en los países de América Latina, la actualmente destruida economía argentina ofrece una clave al tipo de dilema que Estados Unidos debe enfrentar como líder y que, por cierto, va mucho más allá del terrorismo. A raíz de las dificultades que el modelo capitalista instaurado en la década del noventa no pudo superar, por falta de decisión política en profundizar ese mismo modelo, se instaló en la Argentina un gran decepción acerca del capitalismo, y junto a esta decepción creció un enorme sentimiento de rechazo a los Estados Unidos. Ampliamente promovidos por los medios, estos sentimientos anticapitalistas y antinorteamericanos fueron expresados tanto en las elecciones de 2001, que son las que aportaron al actual Presidente Duhalde los senadores necesarios para encaramarse sin elecciones en el poder, como en los reiterados actos de violencia urbana a lo largo de 2001 y 2002. Una cierta unanimidad en la desesperada opinión pública, a raíz del posterior hundimiento de la casi totalidad de la economía, ha consagrado la idea de que la amistad argentino-norteamericana terminó expresándose más en un estrepitoso fracaso que en el prometido destino exitoso.
Tradicionalmente ligados al pensamiento socialdemócrata, liberal o marxista europeo, la mayoría de los medios argentinos muestran la profunda debilidad de la posición de los Estados Unidos en la región. Los líderes argentinos que abogan por un estrecho y profundizado lazo con los Estados Unidos, así como una resuelta decisión de caminar hacia la modernidad, cueste lo que cueste, no tienen el suficiente apoyo popular, porque la gente no les cree. Y no les cree porque los Estados Unidos no muestran gestos explícitos de interés en el desarrollo de relaciones más intensas y comprometidas. Ni aun la catástrofe y miseria en que se ha hundido el pueblo argentino y el descrédito en el que han caído los líderes argentinos más identificados con los Estados Unidos han podido aún construir la política bilateral que sirviese de modelo para el desarrollo armónico continental.
A la eterna distracción de los Estados Unidos sobre los temas hemisféricos, se ha sumado una brutal indiferencia después de los terribles ataques terroristas. Sólo el contagio de la crisis argentina a la región pudo reavivar el fuego del Área de Libre Comercio, suspendido durante casi un año a partir del 11 de septiembre, fecha que para los doloridos argentinos, y hasta que cambie la relación, seguirá siendo la de la muerte de Sarmiento. La indiferencia o escaso entusiasmo de los Estados Unidos serían irrelevantes, si no fuese que de esta misma fuente de indiferencia, distracción, falta de atención y planificación es de donde pueden surgir los nuevos terrorismos promusulmanes continentales.
Décadas de terrorismo en el mundo, basado en una teoría según la cual los ricos deben ser destruidos en el nombre de la pobreza —una teoría vastamente difundida y gozando de buena salud en países de lo que aún algunos llaman Tercer Mundo, como la Argentina—, muestran a los planificadores políticos y estrategas militares que la mejor manera de evitar la destrucción es proponer planes para una construcción común. En otras palabras, es a los países ricos —que cuentan con el suficiente know-how— a quienes les corresponde construir con los países más pobres estrategias para un mundo mejor y más seguro, en el cual puedan ser satisfechas las necesidades elementales de todos. El Tratado de Libre Comercio para las Américas tiene este profundo significado, basado además en una fraternidad continental. Representa, además, el comienzo de un compromiso también militar, ya que se cree que la amenaza terrorista puede provenir también en algún momento desde el mismo interior del continente, como demuestran las guerrillas colombianas. Una alianza militar extra nato se desarrolló en los años noventa entre la Argentina y los Estados Unidos, como un ejemplo de posible cooperación; pero, sin un fuerte interés de los Estados Unidos en el común destino continental, esta alianza no sería suficiente para evitar que los argentinos y otros pueblos continentales deviniesen en masas resentidas, más afiliadas con la violencia que con la justicia.
Los países latinoamericanos han sido considerados el patio trasero de los Estados Unidos, pero no es menos cierto que los Estados Unidos son el patio trasero de los países latinoamericanos. El ataque a la ciudad de Nueva York y al Pentágono significa que el vulnerable y debilitado patio puede ya no ser ese Jardín del Edén para los latinoamericanos en busca de un modelo de país. Existe la posibilidad de que, desconfiados y desilusionados, vuelvan sus mentes y sus economías hacia Europa, como en el pasado. Así, el efecto del ataque terrorista de septiembre de 2001 podría ser visto, como en los viejos tiempos de los Tres Mundos, no como un golpe de un Tercer Mundo envidioso, sino como una carambola, el golpe maestro de billar de un Segundo Mundo declinante, sobre un poderoso nuevo Primer Mundo en ascenso.
Quizá, mientras persigue y castiga a los terroristas, los Estados Unidos deberían invertir inteligencia en la reconstrucción de la idea del paraíso, así como en las estrategias para compartirlo con todo el planeta, comenzando con su propia región continental y terminando por qué no, en Afganistán, donde millonarios locales como Osama Bin Laden continuaron jugando el mismo rol que siempre han jugado las regresivas oligarquías en todo el mundo: destruir y dividir para reinar. El rol que los Estados Unidos tienen en esta inesperada y tal vez, de verdad, guerra santa —para tomar la expresión del enemigo— es el de ser, nada más y nada menos, que los cruzados de la riqueza y la prosperidad.
Parte de la idea del paraíso es la abundancia. Nada mejor que esta promesa de abundancia a los pueblos hambrientos del mundo, para hacer bien visible la real diferencia entre el bien, que construye, y el mal, que destruye.

La guerra y el Área de Libre Comercio para las Américas

De Monroe a San Martín, de Martí a Bolívar, de Kennedy a Perón, la unión de las Américas en una única nación americana ha sido el más acariciado sueño de los patriotas americanos. No importa desde qué nación sostuviesen el pensamiento. Desde los días de la Independencia, la idea de una América Grande, donde todos ellos pudiesen concretar una nueva civilización, ha guiado los más audaces proyectos continentalistas.
George Bush revitalizó el sueño en 1994 con el proyecto del Área de Libre Comercio para las Américas. Pero la administración Clinton, más inclinada a la idea del comercio global que a la expansión del comercio continental, postergó la iniciativa. Continuando la propuesta de su padre, el nuevo presidente George W. Bush, durante la Cumbre de Quebec, en abril de 2001, reafirmó su compromiso de terminar la totalidad de la negociaciones del Área de Libre Comercio de las Américas antes de 2005. Unos meses después, con el ataque terrorista del 11 de Septiembre al corazón del poder de los Estados Unidos, el sueño del Área de Libre Comercio de las Américas fue nuevamente postergado, aunque esta vez por la inesperada ayuda que el terrorismo brindó a los enemigos de la unión americana.
Mientras Estados Unidos se mantiene atareado en esta guerra de autodefensa, el resto del mundo —a la vez que se pregunta cuánto de esta guerra servirá para consolidar también el indomable poderío militar estadounidense— contempla con cierto inocultable alivio que el Área de Libre Comercio de las Américas, con su mercado común de ochocientos millones de consumidores, no es para mañana. La complicada relación entre los Estados Unidos y el resto de los países americanos —en la que el amor y el odio, así como la envidia y los impulsos cooperativos, están ligados en sentimientos irresueltos— también ha mostrado fisuras en los tiempos que siguieron al 11 de septiembre. Desde la famosa y soberbia declaración de Fernando Enrique Cardoso, presidente del Brasil, quien afirmó que los Estados Unidos, después del ataque, ya no eran confiables para liderar el mundo y que los países del mercosur harían bien en buscar una sociedad con la Unión Europea antes que adherir al proyecto de los Estados Unidos para el Área de Libre Comercio de las Américas, hasta las inmediatas reacciones defensivas de países tradicionalmente amigos de los Estados Unidos, como la República Dominicana, que se apresuraron a sustituir el flujo turístico norteamericano —renuente a volar— por nuevos proyectos con Europa. Argentina, que fuera el más entusiasta impulsor del proyecto del Área de Libre Comercio, se hundió en una desesperante situación política y económica en la cual la tentación de estrechar sus tradicionales lazos con Europa es a menudo vista como la única posible salvación. La guerra ha atacado tanto la economía de los Estados Unidos como su comercio con el resto de los países americanos. Desde las ofensivas de septiembre, el mensaje de expansión que el Área de Libre Comercio promovía ha sido súbitamente revertido, y el sueño de un área de comercio común podría ser otra vez un sueño archivado en las mentes de los patriotas utopistas, si las múltiples comisiones del Área de Libre Comercio no estuviesen trabajando en silencio, muy adelantadas al conocimiento público de las negociaciones destinadas a asegurar el triunfo final de la unión americana.
Hemos oído hasta el hartazgo aquello del doble significado del ideograma chino que designa tanto a la crisis como a la oportunidad, cómo cada crisis puede ser considerada una oportunidad. Quizá podríamos ahora ponernos a pensar acerca de cómo las oportunidades se pierden por crisis inesperadas. Pero la gran oportunidad del Área de Libre Comercio puede volver a encontrar su hora, más allá del terrorismo, la guerra y las propias crisis de la región, y desafiar al mundo con el imparable poder de la América Grande, el nuevo nombre de la esperanza de una vida mejor para todos los americanos.

Mi América, su América

Durante una celebración por la Herencia Hispana —Hispanic Heritage— el presidente George W. Bush —tejano asumido, cuñado de una mejicana, tío de un joven dirigente republicano de impecable español— con una sonrisa traviesa y un guiño a la predominante audiencia hispanohablante, convirtió el bien conocido dicho mejicano, “Mi casa, su casa”, en “Mi Casa Blanca, su Casa Blanca”. Los latinos —es decir, los estadounidenses de origen hispano— tal vez no necesitaban esa aseveración, puesto que, a pesar de su ascendencia latina, se perciben a sí mismo como ciudadanos estadounidenses de pleno derecho. Pero, en los tiempos de la creación del Área de Libre Comercio de las Américas, quizás el tema internacional más importante para los Estados Unidos, dejando de lado el de la guerra contra el terrorismo, podría ser que el amplio público continental fuera el destinatario más perfecto para la simpática y amable invitación del sociable Presidente de los Estados Unidos.
Más allá de México, el exitoso socio hispánico del nafta, Los latinoamericanos se preguntan si en la ya próxima concreción de la zona de libre comercio serán de verdad bienvenidos a participar en la más poderosa economía del continente y del planeta. Al mismo tiempo, el presidente Bush y la presente administración no han hecho aún una clara afirmación sobre los niveles de protección que los Estados Unidos van a eliminar para permitir un real libre comercio con países menos favorecidos que —al igual que los Estados Unidos— también precisan con desesperación nuevos mercados.
Fidel Castro tiene un pensamiento muy claro acerca de lo que una amistosa asociación con los Estados Unidos podría significar para los países latinoamericanos —ya no entonces dubitativos acerca de los beneficios del capitalismo— y ha expresado reiteradas veces que el Área de Libre Comercio no es sino una anexión disfrazada. Para Castro, América Latina no tiene otra opción, ya que considera que la deuda externa de cada país es imposible de pagar. Ya no más exportador de socialismo, y sin duda enojado con la desacertada exclusión de Cuba del proyecto continentalista, el líder cubano promociona la idea de que sólo existen dos opciones —anexión o bancarrota—, una idea que hará su camino en las conciencias latinoamericanas, a menos que sea debidamente discutida.
El pensamiento binario que opone imperialismo a socialismo es un recurso fácil para los escépticas mentes latinoamericanas: el Área de Libre Comercio se puede explicar con contundente brevedad, como la amenaza de anexión por parte de los Estados Unidos de todos los países al sur del Río Grande. La idea de que un capitalismo justo se expanda en los mismos países en los cuales todas las teorías económicas han fracasado para erradicar la pobreza aún precisa de poderosos pensadores y comunicadores. La idea de un desarrollo capitalista a nivel continental y de una extraordinaria expansión de todas las industrias regionales y del comercio de todos los países entre sí no es planteada siquiera como una utopía. Desafía todo lo que se conoce en la actualidad en el tema de las relaciones de los Estados Unidos con países más pobres. El ejemplo de la posguerra en Japón, Alemania e Italia, y aun tardíamente en la España franquista, podría, sin embargo, dar una pista de qué trato económico es capaz de dar Estados Unidos a países que, aun enemigos derrotados, son capaces de entrar en una asociación cooperativa para beneficio de sus pueblos.
Los trabajadores de uno y otro lado parecen precisar ser incluidos en un proyecto que estimule la exportación de servicios de infraestructura —caminos, agua, comunicaciones, construcción, ferrocarriles— por parte de los Estados Unidos, así como exportación de productos industriales diferenciados, por parte de los países latinoamericanos. Empresarios de uno y otro lado deben ser alentados a fusionar empresas para dominar con mayor eficiencia el mercado común y para exportar bajo la nueva bandera continental a otros países. No haría ningún daño al proyecto continental si los Estados Unidos fuesen los primeros en renunciar al viejo pensamiento e invitasen también a Cuba a unirse al Área de Libre Comercio, quizá canjeando el fin del bloqueo por un inicio de elecciones libres en un nivel más bajo que el Ejecutivo. Exportaciones al Asia, al África y a Europa bajo la marca continental —una marca amplia, con todos incluidos— aumentaría a grados hoy inimaginables la riqueza de todos los países de América y terminaría de demostrar que hay un nuevo camino posible hacia la socialización de las riquezas.
La experiencia del nafta, en lo que hace a Estados Unidos y Canadá por un lado, y México por el otro, se ha constituido en el perfecto ejemplo de qué sucede cuando la confianza mutua y un propósito comercial común lideran una asociación entre una economía rica y una menos desarrollada. Asociaciones de tipo cultural y militar seguirán los pasos de los acuerdos comerciales, y finalmente una asociación política —no muy diferente de la Unión Europea— ofrecerá el marco adecuado a una unión entre iguales. Un sistema federal continentalista será por fin aceptado como lo opuesto a una expansión imperialista; y una unión en libertad se constituirá en la definitiva respuesta a aquellos que con ceguera pudiesen aún hablar de anexión.
Desafiando a aquellos que no tienen confianza en la buena voluntad de los Estados Unidos, quizá por falta de asentamiento de su propio nacionalismo, y aquellos que no creen que el Área de Libre Comercio para las Américas es el más generoso proyecto capitalista para la creación de riqueza y bienestar, el Presidente Bush podría pronto decir: Mi América, su América. Aclararía así, de una vez por todas y para siempre, que América es el continente común, una unidad desde el comienzo, y que la gente inteligente debería comenzar a revisar su posible confusión entre liderazgo e imperialismo.

lunes, octubre 03, 2005

LOS SESENTA AÑOS: TREINTA Y TREINTA

El General Perón y Eva Perón decían que los peronistas tenían que hablar, siempre, en la primera persona del plural. ¿Cómo usar el nosotros, sin embargo, cuando aquel nosotros no quiere decir ya casi nada y en vez de identificar, confunde? Antes de que los recordatorios, festivos, nostálgicos o aún críticos, del memorable 17 de Octubre de 1945 ocupen, en la prensa y en nuestros pensamientos, un espacio aún mayor que el de la discusión mediática acerca de si los peronistas seguirán gobernando el país hasta el fin de los tiempos, conviene reflexionar sobre un hecho no por obvio más claro. Los sesenta años son en realidad treinta y treinta. Treinta años de peronismo y treinta de post peronismo. Treinta años de peronistas conducidos por Perón y treinta años de peronistas tratando de conducirse entre sí y de conducir al resto de los argentinos, incluidos además por el mismo Perón en la categoría de herederos.

El peronismo, como tal, existió hasta la muerte de Perón, con una ligera prolongación en el tiempo debido a que Isabel Perón llevaba el mismo apellido y ejerció su particular liderazgo espiritual para evitar que nadie, ni siquiera ella, pudiera adueñase de una herencia que según Perón, sólo pertenecía al pueblo, a los argentinos en su totalidad y no a los militantes de su movimiento. Muerto Perón, quedaron, eso sí, muchos peronistas. Como Perón no era Jesucristo ni quería tampoco serlo, se preocupó de que su doctrina fuera algo muy separado de él y de su nombre, y le dio el nombre de Justicialismo, en homenaje a una de las aspiraciones más auténticas del rebelde pueblo argentino, al cual él sirvió hasta el día de su muerte. Al General le agradaba, eso sí, que los que lo seguían se llamasen a sí mismos peronistas, porque dicha identificación le parecía una prueba de lealtad. Eva Perón hizo mucho para que peronista fuera sinónimo de soldado en combate, ofreciendo ella misma la vida por Perón, que era lo mismo que darla por los argentinos más humildes y desposeídos. Ser peronista significaba así, en tiempos de Perón, entregarse a la lucha de Perón, tratando de ayudarlo en la tarea de ubicar a una inmensa mayoría de argentinos sin acceso a condiciones dignas de trabajo, de salud, de educación y de vivienda, en justa paridad con los otros argentinos más favorecidos. Esta parte de la revolución peronista se completó cuando después de dieciocho años de lucha entre peronistas y antiperonistas, la sociedad argentina entera dio la razón a Perón y lo votó por tercera vez como su presidente. Así, con la muerte del entonces Presidente Perón terminó la era de los primeros treinta años de peronismo y con la intensificación de la guerra comenzada inmediatamente antes de su muerte entre los peronistas que reivindicaban por anticipado su herencia, se inició la segunda era de treinta años, la de los peronistas con sus interminables batallas, que durará mientras los dos últimos peronistas sigan vivos, si es que antes no logran ponerse de acuerdo.

Si bien Perón había declarado que el peronismo se terminaba con él y que su único heredero era el pueblo, a los peronistas les resultó difícil, desde el comienzo, comprender el alcance de esa sencilla verdad. Usando el nombre emblemático de Perón, en los últimos treinta años han peleado por el predominio en tres campos diferentes: 1) en el de la conducción de los afiliados y simpatizantes peronistas del institucionalizado y nunca más proscrito partido peronista, 2) en la reinterpretación histórica de la doctrina justicialista y 3) en el liderazgo de la Argentina y de los argentinos, tratando de ser un líder hegemónico como Perón, igual a Perón o mejor que Perón. El modelo paterno amado, odiado o corregido por una generación de hijos que hoy cuenta con algo menos o algo más de sesenta años, hijos simbólicos de Perón y Evita.

Del peronismo no quedó peronismo en sí mismo, sino lo que hoy inquieta a muchos por su imprevisibilidad: peronistas, hijos del peronismo, hoy con nombres diversos e incluso con sus propias crías que ya llevan otros nombres. Movimientos surgidos de batallas ganadas en el campo del PJ, en el campo de la revitalización doctrinaria o en el del mandato de una amplia mayoría de argentinos. Para nombrar sólo los dos movimientos más notables: el Menemismo, con los desprendimientos posteriores del Chachismo y del Cavallismo, y el Duhaldismo con su desprendimiento actual del Kirchnerismo. Casi todos han tenido la oportunidad de liderar, de un modo u otro, a los argentinos y de torcer, en un sentido o en otro, el destino de la Argentina, pero ninguno hasta ahora ha logrado completar el ciclo doctrinario de Perón: proponer una revolución, sostenerla y recorrer sus etapas hasta institucionalizar definitivamente la propuesta.

Resulta así absurdo seguir hablando de peronismo, cuando éste no existe más, en vez de hablar de peronistas, y más absurdo aún que no se defina a éstos en el único campo de batalla que es relevante para el futuro de la Argentina: el de la reinterpretación de la doctrina. Los peronistas, que de modo personal creen haber recibido un legado de parte de su jefe histórico, pueden predominar, con cierta maña y sin mucho esfuerzo, en el aparato partidario y, con mañas también, han sido capaces de ganar elecciones nacionales. Pero eso no basta para cumplir objetivos profundos: si pretenden, como Perón, servir a la grandeza de la Nación y a la felicidad del pueblo, no pueden eludir el honesto trabajo de comprender el mundo moderno y de actualizar los instrumentos doctrinarios según éste. Por otra parte, a lo largo del tiempo, los no peronistas de la misma generación, partes del pueblo heredero, han desposeído a los peronistas de su única ventaja comparativa, aprovechando ellos también el patrimonio público de la valiosa lección de interpretación del pueblo argentino y de conducción política. Por esto el peronismo y los peronistas aparecen además, en tanto generación, como derramados sobre todo el espectro político y por eso mismo la discusión del futuro, además de llevar otros nombres que el de Perón, no se centra en la guerra por la posesión de un aparato partidario sino en la reformulación de la doctrina argentina.

Esta democratización de la experiencia peronista hace también que la división electoral soñada por algunos analistas políticos, en las cuales un “no peronismo” unido se opusiese a un “peronismo” reagrupado en el PJ, resulta, además de anacrónica y gorila, irreal. La división actual de los argentinos está más bien en el irresuelto campo doctrinario, allí donde doctrinas de interpretaciones políticamente antagónicas en el pasado, pueden hoy buscar y encontrar una síntesis operativa, como justicialismo y liberalismo, e incluso como justicialismo y marxismo, para aquellos sinceramente convencidos de que el planeta se encamina al socialismo, y donde el éxito de la reinterpretación doctrinaria se medirá en la mayor o menor eficacia a la hora de resolver los problemas argentinos. También el destino final del PJ – Pejota, partido justicialista y no partido peronista- depende de la resolución doctrinaria. Esta resolución dirá finalmente si los argentinos contemporáneos pueden volver a reconocerse en un partido que supo ser la vanguardia de la modernidad o si este rol de vanguardia corresponderá a un nuevo partido emergido de los argentinos sin lugar en un PJ congelado en el peronismo del pasado o extraviado en la construcción de un improbable futuro socialista.

A sesenta años del día en que los argentinos se unificaron como pueblo, en un primer gesto de democrática modernidad, en aquella integración sometida a votación y sostenida con autoritarismo por necesidad revolucionaria, la herencia de Perón rige aún, colosal y omnipresente, en la política argentina. Atesorada durante treinta años por los peronistas que aún viven, la herencia sirve como automático movimiento reflejo, incluso de la prepotencia, y como inspiración superior, a la hora de servir mejor a los argentinos. De los últimos peronistas ya añosos se espera todo, menos que algún día terminen de morirse sin haber completado lo que la historia les encomendó: que honren a su padre, siendo, dentro de lo posible, mejores que él.

Entre los festejos del 17 y las elecciones amañadas del 23, en las cuales los peronistas del cualquiera de los infinitos y disímiles PJ se opondrán a los peronistas de las infinitas disidencias organizadas en otros frentes o partidos, quizá nadie tenga tiempo de formular y responder con solvencia técnica, la única pregunta que hoy Perón se haría: ¿qué instrumentos me conviene usar para lograr la grandeza de la Nación y la felicidad del pueblo?

lunes, septiembre 26, 2005

LA BATALLA DE OCTUBRE

Aunque el mayor atractivo mediático de las próximas elecciones de octubre parezca aún residir en el desenlace de la interna partidaria entre el Presidente Kirchner y su padrino Duhalde, se percibe un lento y sólido esfuerzo del público por tratar de comprender la batalla real, más allá de las peleas entre peronistas ortodoxos o izquierdistas entre los cuales, además, no han podido hacerse un lugar los peronistas liberales que dominaron el PJ en los años noventa.

Más allá de las innumerables demandas populares sobre todos los niveles de gestión del Estado y de la preocupación incesante por estos temas, se nota en la opinión pública un mayor cuestionamiento acerca del rumbo general del país en su política económica y en su inserción en el mundo y una mayor conciencia acerca de que la respuesta a tantas demandas insatisfechas podría provenir de una correcta decisión en ambas áreas. Así, octubre plantea dos nítidos campos ocultos y disimulados en infinidad de partidos y nuevas alianzas. Por un lado, se encuentran los que proponen una economía estatista, con un capitalismo tímido y muy acotado por el Estado, y una alianza con países gobernados de modo semejante –sean latinoamericanos o europeos- y por el otro, los que proponen una economía abierta, plenamente capitalista y una alianza con países gobernados bajo esas pautas y abiertos a integrarse en una federación continental o global.

La primera posición es la que hoy rige y gobierna, muy bien representada por Duhalde, Kirchner y Lavagna, y también por figuras más novedosas y creativas como Elisa Carrió y Luis Brandoni. La segunda posición, en cambio, que define en modo preciso la globalización, resulta muy difícil de asir a quienes aún no han logrado vivir siquiera en un país federal. Esta dificultad explica la falta de predominancia masiva de esta posición, que requiere un esfuerzo imaginativo grande, una sólida información sobre el resto del mundo y, sobre todo, una disposición a entender que no hay nacionalismo viable sin inserción global.

Estas dos posiciones, que definen los dos campos reales de la batalla de octubre, constituyen a la vez la base del bipartidismo hacia el cual nos encaminamos nuevamente, una vez terminado el proceso de desarticulación del bipartidismo anterior. Las dos nuevas grandes formaciones políticas albergarían así, por un lado, a los estatistas centralistas y antifederales y por el otro, a los capitalistas modernos, federalistas a escala global. Una batalla que no hace más que recrear las históricas opciones argentinas con la novedad de que esta vez la lucha por la Nación no se desarrolla exclusivamente en el seno de esta sino que se despliega por todo el territorio continental y más allá de éste, al planeta en su totalidad.

El rol de los periodistas independientes aclarando estas dos posiciones en la elección de octubre ayudará a que los argentinos exijan a sus los líderes políticos una definición contundente y elaborada acerca de hacia cuál de estos dos rumbos pretenden orientar el país. Se deberá también estar alerta al probable travestismo oportunista pre o post electoral de Kirchner, que no dudará en adoptar falsos ropajes de modernidad económica –como elegir un ministro de economía que parezca más capitalista- sin adscribir a lo esencial: el modo de creación global de riqueza y su distribución. Las fantasías de que Kirchner resulte en un nuevo Felipe González han sido canceladas no sólo por el tiempo que ya tuvo para operar dicha transformación, sino por la realidad histórica: la Argentina ya tuvo esa encarnación local en la figura de Carlos Menem. Los votos que el Presidente consiga en estos días alimentado esta ilusión, sólo hablarán mal de un periodismo que no aventó este peligro a tiempo.

Los resultados electorales se medirán así del modo que corresponde. En vez de medir si Kirchner le ganó a Duhalde o viceversa, se medirá cuántos son los votos sumados de una posición, representada por Kirchner, Duhalde, Carrió, Brandoni, Patricia Walsh, etc. Y cuántos son los votos sumados de Macri, López Murphy, Sobisch, Patricia Bullrich, Menem, etc. Aunque los dos campos aún no constituyan dos partidos o dos alianzas firmemente eslabonadas, quedará formada la base política para encarar las elecciones presidenciales del 2007 con la población lista para organizarse y empujar con entusiasmo sus convicciones. Los argentinos estaremos así, por fin y como inicio, dentro la modernidad política, que requiere un espacio de participación organizado, tanto para quienes la promueven como para quienes la niegan.

viernes, septiembre 23, 2005

CAVALLO: BORRON Y CUENTA NUEVA

Después de las insalvables dificultades con su partido, a casi nadie tomó de sorpresa la renuncia de Domingo Cavallo a competir por una banca de diputado en las próximas elecciones de octubre. Deja un lugar vacío que se va a notar en los próximos debates: nadie como él para explicar por qué la Argentina que para el gobierno luce bien, está en realidad mal, y nadie como él para advertir acerca de los peligros que se ciernen sobre el país si no se cambia el rumbo.

Si bien hay muchos y muy valiosos candidatos opositores al gobierno que comparten en líneas generales su misma visión, sólo Cavallo parece tener las reacciones viscerales de quien es, a la vez, un ciudadano de la Argentina y un ciudadano del mundo. Para los argentinos, dirigentes o ciudadanos votantes, resulta aún difícil de comprender que no se puede ni pensar ni proponer ni ejecutar políticas sin la doble percepción del interés nacional y de la inexorable marcha global.

Lo que diferencia a Cavallo de los demás no es su pensamiento, compartido por muchos dirigentes afines ideológicamente, sino su doble experiencia en Argentina y en los centros de poder del mundo, allí donde se piensa, se propone y se gestiona la política global. La mayor carencia de la política argentina actual continúa siendo precisamente esta escasa aptitud global que permitió primero, en enero de 2002, que el país se arrepintiese dramáticamente de su ingreso en la modernidad durante los años noventa y que hoy, cuatro años más tarde, se mantenga obcecadamente en una opción económica y política anticuada e inadecuada a las necesidades de la población. Falta que los argentinos completen su propio pensamiento global y razonen con mayor conocimiento y justeza acerca de su propio país. Esto no sucederá sin liderazgo y docencia y, ya fuera de cualquier candidatura, éste es el rol que corresponde a un Cavallo renacido a la función de la mejor política. Fuera ya del heroísmo de competir sin compañía ni recursos, puede reencontrar su mejor destino en el don a los demás de su inmenso caudal de conocimientos acumulados en más de treinta años de estudiar el país y el mundo.

La larga crisis de su partido parece haber terminado aunque aún persistan algunos episodios legales y rutinas a cumplir, y el fin de esta crisis es una buena noticia también para el país, sediento de partidos funcionales a una vida política real y participativa. Los internismos ahistóricos y los intereses personales molestan a la población cuando coartan el servicio que un partido político moderno debe brindarle, y que consiste en transmitir conocimiento especializado acerca del país, propuestas de gestión y de personal representativo y ejecutivo calificado y, sobre todo, en proporcionar a los ciudadanos una estructura organizativa que le permita participar para defender sus propios intereses. Por otra parte, un partido político eficiente no precisa dirigentes o aspirantes a serlo, que no comprendan que la horizontalidad de una organización moderna, abierta y competitiva exige la verticalidad a la hora de ejecutar una propuesta.

Borrón y cuenta nueva, Cavallo está disponible ahora para rehacer su partido y servir como pieza valiosa en el difícil armado de la fuerza de la nueva mayoría que requiere no sólo cuadros de excelencia preparados para gobernar sino cuadros políticos excepcionalmente capacitados para organizar. Junto a su leal grupo de jóvenes profesionales que ambicionan acceder a la gestión pública podrá intentar, una vez más, llenar ese ya insoportable vacío político de la Argentina: el de una palanca hacia la modernidad.

martes, septiembre 20, 2005

CAVALLO Y EL PARTIDO FANTASMA

Domingo Cavallo es quizá el único candidato en las elecciones porteñas con el respaldo de un partido que ha sufrido diversas fracturas hasta quedar hoy reducido al átomo esencial y fundante: él mismo, puerta de entrada y de salida hacia un nuevo reagrupamiento. Las características de disolución simultánea de los grandes partidos y la aparición de pequeñas fuerzas que intentan, como intentó la de Cavallo en 1997, crecer para sustituir a las anteriores, obligan a mirar la experiencia de Cavallo con una atención especial.

No se trata solo de su quijotesca y casi solitaria lucha por una cabal comprensión de la modernidad y de cómo la Argentina perdió su ingreso en ella, ni tampoco del esfuerzo de diez años para organizar una fuerza política y terminar compitiendo en esta próxima elección con un partido fantasma. Se trata de lo profundo detrás de esta historia: ¿por qué las fuerzas posteriores al peronismo, emergidas o vinculadas de un modo u otro a éste, abortan, nacen malparidas o mueren tempranamente? El fantasma es siempre el fantasma de lo vivo y, sin embargo, muerto antes de poder crecer.

Según las noticias de los últimos días, la batalla final por la hegemonía dentro de Acción por la República terminó con el retiro del último grupo liberal que durante los nueve años de existencia del partido se enfrentó y desplazó al inicial mayoritario grupo peronista. Este doble eslabón genético, que muchos analistas han señalado como el causante de la enfermedad que impidió el crecimiento de la fuerza, ha desaparecido del partido sin agotar con esto la eterna polémica acerca de la verdadera identidad genética de su fundador y de su capacidad para fecundar un movimiento con la suficiente vitalidad y fuerza como para desarrollarse y llegar a la adultez. La polémica no es menor, porque en el microcosmo de Acción por la República se llevó a cabo el ensayo de lo que, después de Menem, aún no se resolvió en la vida nacional: la mezcla de la experiencia política peronista con el know how de economía y gestión liberal. Desde los ocupantes no legitimados del PJ hasta la nueva coalición nacional de PRO, la pregunta continua siendo la misma y la lección del partido de Cavallo podría ser útil para más de uno.

La mejor definición del problema reside en los hechos: desde los días iniciales de dicho partido se observó una confrontación encarnizada entre los sectores de origen liberal y los de origen peronista, por motivos de identidad histórica más que de incompatibilidad ideológica. Unidos sin fisura en la idea de que las ideas económicas y geopolíticas de Cavallo eran las más acertadas para la Argentina, ambos grupos se separaban sin embargo en el prejuicio sobre sus distintas extracciones, reviviendo ahistóricamente en el seno de un partido nuevo, la clásica antinomia de la última mitad del siglo XX, donde se era peronista o se era gorila. A pesar del menemismo o quizá a causa de éste, la antinomia ha mantenido su vigencia hasta el día de hoy y se proyecta de modo estéril sobre todas las fuerzas, viejas o nuevas. Es útil notar que el grupo liberal disidente de estos días se opuso hace unas pocas semanas a la alianza Menem- Cavallo, mostrando que, a pesar de que cada día quedan menos peronistas históricos vivos, los prejuicios gorilas siguen con la buena salud de las enfermedades auto inmunes que atacan el organismo que deberían defender, ya sea éste un partido que expresa sus ideales o la patria a la que pertenecen.

La dificultad de un Cavallo que no pudo sintetizar en su partido político estas posiciones adversas representativas de la sociedad pasada, interesa por las características de su propia trayectoria personal. Vinculado al peronismo desde su primer candidatura como diputado por Córdoba y su posterior participación en el gobierno de Menem como Canciller y Ministro de Economía, Cavallo ha sido siempre un liberal peronista de excelente diálogo con aquellos peronistas que recorrieron el camino inverso hacia el liberalismo y quizá la figura política que en sí misma expresa mejor la naturaleza de la transformación histórica que está viviendo la Argentina. No se trata ya de la vigencia del peronismo, ni de la supremacía liberal sino de un fenómeno mucho más profundo: el fin del peronismo y su sublimación en un justicialismo modernizado junto a la reformulación de una nueva fuerza nacional que lejos de separarse del pasado, lo asuma y lo sintetice para poder avanzar.

Un niño que a la muerte de Perón hubiera contado con la edad mínima para comprender que un gran líder moría y sentir alguna emoción por esto, tendría hoy por lo menos cuarenta años. No hace falta ser un gran sociólogo para comprender que la gran mayoría de la población argentina no es más peronista porque peronista, “peronista”, fue aquel ya histórico soldado de Perón, hoy sin General. Desde luego, hay argentinos jóvenes que se autocalifican de peronistas por comodidad y por decir algo que los vincule con un líder sólido aunque éste haya muerto y no pueda ya liderarlos, y hay que respetarles ese cierto grado de idealismo que quizá no sea más que un extrañar el futuro, en un momento en que el equivalente de Perón como líder claro de una mayoría aún no ha surgido. Este punto es de la mayor importancia, cuando la comunidad política está dividida en tres grandes parcelas que se referencian en el peronismo y una cuarta que por tradición gorila –liberal o radical- se referencia también aunque sólo para negarlo. Importan sobre todo las tres que pretenden nutrirse de él: la del gobierno actual que desea dominar el espacio reconocido como propio del peronismo partidario, la de la oposición a ese gobierno por parte del mismo microcosmo partidario ortodoxo y reaccionario, y finalmente la de la otra oposición formada por liberales independientes, radicalizados o peronizados; por radicales liberales y por peronistas liberales, que a tientas y sin saber demasiado bien lo que está haciendo en términos de formar una nueva mayoría, trata de tener “su pata peronista” como si el peronismo fuera aún un animal vivo y real y no el cadáver de una representación social agotada con su líder muerto. El peronismo es una idea y no un sentimiento para la mayoría que no conoció a Perón. Es, sí, pura memoria emotiva para los que fueron sus seguidores y también una inspiración para el futuro, en su mejor versión. En la peor, el peronismo sólo es un árbol partidario que ya no tiene siquiera una forma institucional legítima, el árbol que impide ver el bosque de los argentinos sin representación. Si la realidad es la única verdad, la realidad es la del bosque donde hay muchas emociones disponibles y no la del árbol petrificado.

Así, las confusiones desatadas por la lucha doméstica en el pequeño partido de un hombre lo suficientemente grande sin embargo para haberse permitido abrevar en las dos fuentes antagónicas de la política argentina sin morir – ¡o no del todo!- envenenado, son ejemplares para todos aquellos políticos que sueñan con liderar el futuro. Cavallo puede contarles que no hay futuro sin síntesis, ni síntesis sin batalla contra todos los que viven en el pasado. ¿O un candidato que camina solo, dueño de un partido fantasma, abandonado por los suyos por no renunciar a alzar entrelazadas y unidas las dos banderas antaño enemigas, no señala a los argentinos la materia real del futuro?