Ya sabemos que no alcanza con ganar
ampliamente las elecciones en los principales distritos electorales, cuando la
mayoría en ambas cámaras del Congreso permanecerá en manos del kirchnerismo. Ya
sabemos que, al día siguiente de las elecciones, la Corte Suprema es capaz de traicionar
al pueblo al que debería defender y regalar una ley al Gobierno, y también de
conseguir una victoria pírrica en la promoción del nuevo Código Civil, aunque éste
termine siendo redactado por el kirchnerismo. Ya sabemos que la enfermedad de
un presidente, sumada a una grave capacidad para administrar, no impide que
todo el mundo—incluyendo al periodismo combativo—se paralice y acepte como una
gracia las reformas cosméticas destinadas más que a enderezar el país, a salvar
a sus cuestionados dirigentes de la segura cárcel a la que accederían si las
instituciones que deben velar por los intereses del pueblo argentino
funcionaran como corresponden.
Por lo tanto, los agitados
acontecimientos de los últimos tiempos y la expectativa suscitada por la
aparente inminencia de medidas salvadoras de la estanflación en que finalmente
cayó la Argentina—tal como bien predijera hace ya varios años el nunca bien comprendido
ni debidamente apreciado ex Ministro Cavallo—no deben hacer perder de vista que
el genio del mal continua vivo y operando. El kirchnerismo y el Frente para la
Victoria pueden bien estar en su fase terminal pero las fortunas de las cuales
se han apropiado a través de una década por cierto muy ganada y rendidora para
ellos, tienen aún un gran poder de acción sobre aquellos siempre vulnerables a
cambiar su opinión (o una ley, o una sentencia judicial). Con lo cual la
corrupción latente va a durar por lo menos dos años más y, en la medida en que
la comunidad se duerma sobre los escasos laureles que hasta ahora supo
conseguir, es posible que se prolongue aún más allá de las elecciones
presidenciales de 2015.
Por supuesto, siempre es posible
contar con los famosos anticuerpos peronistas y esperar que un oportuno,
ambicioso y fuerte liderazgo de algún peronista arrase con todo lo que se
interponga en su camino y descubra que lo que más repulsivo para todos los
votantes—con los históricos votantes peronistas tan indignados como el resto—es
la impunidad del saqueo. Puede haber dudas en muchos acerca de si el peronismo
debe tomar un cariz más bien socialdemócrata o atreverse a ser fiel a su carácter
innovador promotor de la riqueza en beneficio popular asumiendo un liberalismo
vital, pero nadie soporta ya la profunda vergüenza de tener que hacerse cargo
de la codicia irresponsable de ambos Kirchner, los Boudou, los de Vido, y
asociados. El líder presidencial que emerja del peronismo, si no quiere descontar
sus chances frente al paciente y hasta ahora infinitamente más honorable
Mauricio Macri, deberá presentarse con la espada que desate para siempre el
nudo gordiano de la corrupción o resignarse a perder. Es decir, deberá tomar la
espada justiciera del General Perón que, a decir verdad y hasta ahora, ninguno
de sus hijos honró. Tal vez sus nietos vuelvan a ennoblecer su nombre y restituir
las fortunas mal habidas y el honor al pueblo que el peronismo juró defender.
Sería un buen final de historia y una pacífica resolución de un peronismo que
tanto por sus virtudes como por sus defectos ha tenido a la Argentina entre sus
manos por más de medio siglo.
No estamos coronados de gloria, no
desde hace un buen rato, más bien coronados por los cuernos que nos han metido
los dirigentes mentirosos y estafadores—aún en el nombre de ideologías que
tampoco han sabido defender bien. Tampoco se nos ve muy dispuestos a morir en
nombre de nada, pero, lamentablemente, tampoco dispuestos a un juramento menos
rimbombante y más fácil de cumplir, como custodiar con energía nuestros propios
intereses, a la espera de líderes que representen lo mejor de nosotros mismos. Esa
inefable calidad y divina aspiración a lo mejor que todavía nos gusta creer que
poseemos, aunque la proximidad de las fiestas, las vacaciones, el calor, y ese
no sé que de la desidia de estar quizá, de todos modos, condenados sin remedio,
nos hagan bajar la guardia y mirar, una
vez más, hacia el costado.