El triunfo de Hillary Clinton en los
Estados Unidos no hubiera asegurado la política antiestatista necesaria después
de los dos periodos de Obama fuertemente teñidos de social-democracia, pero sí garantizado algo más relevante para el
mundo: el libre curso de la globalización. Aun al paso cansino post-crisis del
2008, el primer país del mundo y líder de la globalización hubiese continuado
con la transferencia de tecnología y su inversión directa en el resto del mundo.
La victoria electoral de Donald Trump con sus promesas de anular los tratados
de libre comercio ya consolidados, paralizar las negociaciones de los nuevos, borrarse
de la acción global para paliar el cambio climático, y expulsar inmigrantes,
parecería traer consigo una inminente des-globalización.
En la Argentina y en muchas partes
del mundo, muchos se alegran ante esta perspectiva que, además de subrayar el
fracaso del ideario tradicional de libre comercio y democracia de los Estados
Unidos para el crecimiento cooperativo en el planeta, mostraría que los despectivamente
llamados “globoludos” jamás tuvieron razón. Peor aún, los menos fanáticos
encontrarían en el nuevo ejemplo estadounidense, la justificación y
legitimación para sus propios modelos de economía cerrada y “vivir con lo
nuestro”.
El punto es que Trump, sin la suficiente
experiencia política ni conocimiento profundo de la realidad global, no podrá
hacer grande a los Estados Unidos por ese camino. Podrá mejorar la alicaída
infraestructura que precisa, es cierto, un enérgico emprendedor que la
reconstruya, pero nunca podrá lograr lo que pretende, revalorizar a los Estados
Unidos en el mundo como auténtico líder y construir el mundo más seguro y
próspero que prometió a los estadounidenses en su campaña. Es cierto que, como
imaginan los optimistas, Trump puede cambiar y hacer totalmente lo opuesto a lo
que dijo, teniendo además a su favor un congreso republicano que no dudaría en
apoyar las buenas medidas que atiendan a un proceso seguro y continuado de
globalización con el liderazgo norteamericano. Pero, también puede seguir por su
peligroso camino desinformado y actuar tan irresponsablemente como se mostró
durante su campaña, en relación a Rusia, México, China, Europa y Japón en
particular.
A fines del siglo XIX y comienzos
del siglo XX, la Argentina se benefició enormemente por su integración
económica al Imperio Británico. Solución limitada, ya que sólo intercambiábamos
materias primas e importábamos prácticamente todos los productos manufacturados,
sin ser dueños, además, del capital local, en más de un cincuenta por ciento en
manos extranjeras. Aún dentro de esa dependencia, la Argentina se modernizó,
tuvo una red de transportes ejemplar y atrajo centenares de miles de
inmigrantes, sentando las bases de la nación completa en que intentaría
transformarse a partir de 1945, después del fracaso global de aquella primera
ola globalizadora británica. La segunda ola posterior a la caída del Muro de
Berlín también tocó las playas locales, en las impensadas manos de un
peronista, Menem, y de un cuadro internacionalista como Cavallo, que permitió su
articulación y la efectiva segunda actualización global de la Argentina. Fracasada
en los habituales términos locales de falta de continuidad y persistencia en el
camino elegido, con el empujoncito de unos Estados Unidos súbitamente obligados
en 2001 a interesarse en el terrorismo de Medio Oriente, la Argentina se retiró prematuramente de
la segunda ola globalizadora con grandes discursos lamentablemente compartidos
por una población casi tan ignorante como sus líderes de aquel momento, y se
perdió muchos de sus beneficios.