martes, mayo 16, 2006

EL FIN DE LA TRANSVERSALIDAD


Que el Presidente Kirchner base su proyecto de reelección en la construcción de una transversalidad peronista-radical, no significa que su estrategia política vaya a resultar exitosa. Más bien, al igual que toda su estrategia general para el país, este pensamiento parece teñido de un casi incomprensible y suicida atraso, incluso medido en términos de su propio predominio en el espacio político. La construcción de un sistema democrático transparente y funcional a la legítima necesidad del pueblo argentino de contar con instrumento útil para seleccionar en forma eficiente a sus líderes y administradores, continúa pendiente.

A la anarquía posterior a las escisiones de los dos grandes partidos tradicionales, se superpuso la fantasía, ya agotada por la experiencia y enterrada en las últimas elecciones de 2005, de un nuevo bipartidismo, compuesto por dos grandes alianzas, una de izquierda y otra de derecha, que sustituyesen en forma duradera a los grandes partidos del pasado. La realidad de hoy verifica que la transversalidad de derecha y la transversalidad de izquierda han fracasado en su objetivo organizador de nuevos grandes partidos y obliga a asumir que las ideologías, finalmente, no resultaron más fuertes que las pertenencias históricas. Lamentablemente para los soñadores de dos nuevos grandes partidos, quedan aún demasiados peronistas y radicales vivos, definidos por su experiencia histórica y por sus viejos amores y lealtades, como para imaginar transversalidades exitosas que los agrupen en forma estable. No se trata de izquierdas y derechas solamente. Convendría tener en cuenta este dato, para tratar de resolver lo que continua siendo una necesidad para el país: un ordenando sistema bipartidista que asegure el correcto debate de las políticas nacionales y permita en mayor escala –por medio de afiliaciones masivas semejantes a las del pasado- o en menor escala –por medio de afiliaciones selectivas y votaciones abiertas- la necesaria participación popular.

Si, atento a la experiencia histórica desde 1995 hasta la fecha, se descarta el sistema residual de alianzas transversales por no constituir un suficiente basamento democrático duradero para la expresión de las minorías, siempre excluidas de la participación en el poder y de las grandes decisiones nacionales por agrupaciones masivas fortuitas y fundadas en una específica necesidad electoral, lo que resta es el regreso al esquema original que no se pudo resolver e intentar resolverlo con éxito. Las elecciones generales de 2007 reclaman este esfuerzo de ordenamiento institucional y los políticos están llamados a instalar este tema en la opinión pública y promover el creativo pensamiento colectivo hacia una solución permanente.

Durante las décadas pasadas, el partido radical, primero, y el peronista después comenzaron a desmembrarse, atomizarse y casi destruirse por un solo motivo: la falta de una prolija democracia interna que aceptase, a la vez que gestionase, las disputas ideológicas en el interior de cada partido. El sistema político del rancho aparte parece haber terminado y, terminada la destrucción, sólo queda por delante la reconstrucción. Detrás de la realidad de la opción entre transversalidad o regreso a los partidos tradicionales, se esconde la única verdad: la necesidad de dos grandes partidos que ordenen la puja política.

Lo que en el pasado no se pudo o se supo organizar , quizá se pueda organizar hoy, aplicando a las dos grandes cáscaras históricas de los dos grandes partidos históricos del Siglo XX, el sistema de multiunidad de las grandes empresas globales, un modelo de organización que aún no ha sido aplicado al espacio político y que sirve para gestionar en el tiempo y en el espacio la productividad de distintos grupos, con ideología y proyecto propio, pero protegidos bajo un paraguas unificador capaz de dar identidad y proyección en el tiempo al conjunto. Así, puede imaginarse hoy un sistema nacional bipartidista, aprovechando las estructuras nacionales y la identidad histórica de los dos grandes partidos radical y peronista y, bajo la protección de cada uno de ellos, una multiplicidad de grupos políticos con diferentes ideologías y proyectos de país, compitiendo entre sí y tiñendo a cada partido, según el resultado de las internas, con su propio color político, siempre aleatorio y reflejo de tendencias profundas en la comunidad.
La multinunidad de cada partido permitiría la coexistencia y puja de izquierdas y derechas en el mismo espacio, y permitiría a cada partido una mayor variedad de selección de dirigentes y una más afinada adecuación del partido a cada momento histórico. Este ordenamiento evitaría a la ciudadanía el permanente sobresalto institucional, le aseguraría un estimulante ejercicio democrático de extrema participación y movilidad y, finalmente, le garantizaría que ninguna tendencia hegemónica dominase el espacio electoral – sea por coartar la democracia interna, sea por destruir el partido madre y fomentar alianzas bipartidistas como en el pasado reciente. Si llegase el caso de que los dos partidos tuviesen en su oferta electoral final a dos representantes de una misma ideología, elegidos democráticamente en sucesivas internas, los representantes de ideologías opuestas en ambos partidos perderían el turno pero no el sistema, que les garantizaría predominar toda vez que la tendencia ideológica de los votantes se manifestara en su dirección, en un partido, en otro o en ambos. Una temporaria derrota no sería nunca excluyente y siempre quedaría habilitado el instrumento para asegurar representaciones fieles a la voluntad del electorado. Un funcionamiento de democracia abierta, comparable a la economía competitiva y abierta del mercado global, que sólo exige la renuncia al estancamiento ideológico para asumir la aventura de las identidades históricas.

Si Perón creía en el movimientismo, también creía en la institucionalización, y quizá la solución de este, para muchos, irresoluble acertijo, pasa por descubrir que hubiera sido necesario impulsar el movimientismo dentro de cada partido y no fuera de ellos. Moviéndose al compás de los tiempos del país y del mundo, anclados en una firme estructura institucional, los partidos quizá puedan resistir en esta nueva ocasión electoral a la tentación de la ideología hegemónica y acepten reconstruirse en la múltiple y enriquecedora variedad de la pugna democrática interna. Si Kirchner cree en la verdad de la transversalidad, los peronistas tal vez decidan que prefieren seguir creyendo en la verdad de Perón. No por casualidad, a los radicales también Perón les conviene esta vez.