Las
divisiones entre los argentinos vienen, ya lo sabemos, desde el inicio de su
historia. Tironeados entre la tradición hispánica y la seducción del cada día
más extenso e importante Imperio Británico, los argentinos fundadores tuvieron
siempre ante sí el desafío de permanecer fieles a sí mismos e ingresar, a la vez, en la ola más próspera y
modernizadora. Otro hubiera sido el cantar si el Imperio Español hubiera
generado los recursos, expansión y liderazgo de la modernidad mundial.
Lamentablemente para nosotros, herederos de la Hispanidad, no fue así y—más allá
de tener que conformarnos con las glorias del pasado remoto de nuestro propio
Imperio—tuvimos que lidiar con nuestros sentimientos de envidia, desadaptación
y, más tarde, con la necesidad de no perder el tren mundial, encontrando a la
vez los recursos que nos permitieran mantener una identidad propia. La
globalización no es un tema de hoy y bueno es recordarlo cuando hablamos de nuestras
actuales divisiones entre argentinos, ya
no entre kirchneristas o anti kirchneristas, ya que el kirchnerismo, por
suerte, es cada día más reconocido como lo que es, una fracción minoritaria de
la izquierda anclada por conveniencia y no por convicción en el peronismo, sino
de la división que ya lleva más de medio siglo, entre peronistas y
antiperonistas.
Esta
división atravesó diferentes etapas, donde predominaba una u otra fracción, luego
de batallas siempre inconclusas en las cuales siempre se esperaba la próxima,
la definitiva, en la cual el peronismo o el antiperonismo serían derrotados
para siempre y la nueva historia de la Argentina quedaría lista para comenzar.
Es bastante extraño que, después de tanto tiempo, en el cual ambas partes
sufrieron desgastes y desprestigios inmensos, destrozando los partidos
tradicionales en su lucha, no sean más numerosos los intelectuales y los
dirigentes políticos que reparen en algo sencillo: la división existe porque se
continúa alimentándola de manera artificial.
En efecto, no existe en la realidad tal
división. La división real que aportó el peronismo en los años 40 y 50, que fue
la de introducir al poder a la clase trabajadora y organizarla, hace rato que
fue absorbida por el total de la sociedad argentina, ya que absolutamente nadie
discute ya el increíble aporte al ascenso social que realizó en aquel tiempo el
revolucionario general Perón, y mucho menos discute la existencia de los
sindicatos y de la CGT, aunque haya quejas fundamentadas acerca de su desempeño
actual en la economía, un desempeño que debe ser, como tantas otras cosas,
actualizado.
Tampoco
nadie discute la necesidad de la inserción de la Argentina en el mundo, aunque
muchos trastabillen ante los detalles de adaptación a la actual
globalización, sean peronistas o
antiperonistas, un rasgo que habla de una dificultad nacional de adaptación y
no de una división entre los argentinos.
Si
la división no existe en la realidad y es artificialmente cultivada por líderes
e intelectuales que buscan diferenciarse de este modo, ¿qué podemos hacer para
superar este escollo y diferenciarnos de un modo más productivo? En primer
lugar, ayudaría a unos y a otros asumir el total de la historia argentina como
propia, sin importar el lado de la preferencia. La historia argentina es la que
es, pasó lo que pasó, y somos, TODOS, lo que somos, es decir, la suma de TODOS
los anteriores, más allá de quién sea nuestro héroe nacional favorito o de
nuestro juicio personal sobre tal o cual período de la historia. El efecto inmediato de asumir la realidad como
lo que fue y es, será el de hacernos íntimamente dueños de la Argentina,
integrando todas sus partes del modo que
mejor podamos. Personalmente, como peronista, admiro enormemente el período de colonia
informal de Inglaterra que supimos tener y que puso a la Argentina a la cabeza
de la modernidad en América Latina y nos dejó el esquema de una Argentina
grande y productiva, globalizada (aún en términos coloniales, el flujo de
riqueza hacia la Argentina fue enorme, también en capital humano) y lista para
concretar la segunda parte de esta epopeya de grandeza, a la que admiro y con
la cual, por contemporánea, simpatizo, cuando el General Perón levantó a todos
los excluidos de la riqueza y los derechos a esta—una vez más, en esto, a la
cabeza de América Latina—y dejó el país listo para lo que nunca volvió después,
hasta el abortado intento de Menem y Cavallo en los años 90, una Argentina
globalizada, moderna, altamente productiva y con una población integrada en
términos de derechos e igualdad. Tener
esta visión y sentimiento integrados me ha permitido, desde hace mucho tiempo,
comprender a la Argentina como una totalidad, en la cual mi identificación
personal y mis preferencias no importan demasiado ya que lo que sobresale,
siempre, es la necesidad nacional del momento, vista a través de TODA la
historia del pasado y del futuro al cual queremos llegar, que no debe, nunca,
desmentir los logros del pasado. A lo sumo, esta posición integradora me ha
ganado el odio de todos aquellos que, peronistas o antiperonistas, prefieren
seguir en el recorte de uno de los pasados antes que ver la realidad histórica total
del presente.
Por
eso la disyuntiva argentina no es entre peronismo o antiperonismo, ni entre el
eufemismo de populismo o no populismo—ese comodín del lenguaje político que
intenta mantener la misma división del pasado vestida con un nuevo y
superficial ropaje. La actual división está justamente entre la gran mayoría de
peronistas y antiperonistas que cae en esta trampa y la minoría que se ha dado
cuenta de que la división es artificial e insiste en soluciones nacionales que
atraviesen todo el arco ideológico. En el mismo gobierno del presidente Macri coexisten
estas dos posiciones: unos insisten en alimentar las antiguas divisiones con el
objeto de un predomino electoral, otros han dado el verdadero salto a la
modernidad y el cambio y hablan de la Argentina y no de fracciones cuya
inexistencia está demostrada en la carencia de partidos políticos organizados
bajo claros liderazgos. En todo caso,
los incipientes movimientos y partidos políticos llaman a la organización bajo
nuevas premisas, no abstractas, como Cambiemos—símbolo cabal de esta etapa transicional de las
divisiones caducas a divisiones que reflejen la necesidad del momento—sino concretas,
alrededor de un proyecto específico.
El
camino hacia una asunción de la Argentina como un patrimonio querido y común no
será demasiado largo de recorrer una vez que la minoría que formula esta idea
lo haga de manera clara y sencilla, de modo que llegue al total de la población
y permita que lo que las grandes masas ya intuyen, sea un patrimonio colectivo consciente.
Adueñados
todos de la Argentina, tendremos las divisiones normales en cualquier país pero
no las de pulsión suicida o asesina que hemos tenido a lo largo de la historia
más reciente. Los otros son también nosotros, y han hecho, también, algo bueno
por el país, nos guste esto más o menos. Podremos entonces renovar nuestras
energías, afinidades y preferencias
anotándonos en aquellas nuevas batallas que vale la pena dar: ¿debe ser la
administración del país más bien social demócrata o liberal?, ¿cómo deben
integrarse sindicatos y empresarios para obtener una mayor productividad que
asegure una competencia global?, ¿cuáles son nuestras alianzas de mutua defensa
en el mundo? Estas son algunas de las cuestiones importantes a resolver, hoy
oscurecidas por una visión congelada de las divisiones del pasado que impiden
ver la realidad con una mirada fresca y nuevamente tan creativa como la de la
Generación del 80 o la del Gral. Perón.
Dueños
de toda la historia argentina, finalmente asumida orgullosamente como propia en
su totalidad, los argentinos habremos terminado con el lastre de las divisiones
del pasado, y podremos encarar batallas más productivas. Con la adrenalina y exagerada pasión de
siempre, claro, porque en eso, como argentinos (y no como peronistas, según
quería Borges) somos incorregibles.