Muchas son las dudas que el actual gobierno del Presidente
Macri presenta a la mayoría de los argentinos, quienes, lo hayan votado o no, no
pueden terminar de definirlo con absoluta certeza. Así, se oscila entre la silenciosa
paciencia frente a la falta de una oposición alternativa, el hartazgo declamado
frente el país y su incorregible clase dirigente, o la schadenfreude ante un eventual fracaso que permitiría regresar al
inmediato pasado. Las reacciones frente a las políticas del gobierno pueden ser
diversas pero, sin embargo, todas tienen algo en común: la persistente
convicción de que el destino del país depende del gobierno de turno y no de las
acciones privadas de cada uno de los argentinos.
Este gobierno, opuesto en esto al que sucedió,
se caracteriza por un absoluto dejar hacer en materia de opinión privada y
pública. Se dice y se publica todo. El gobierno responde en general a lo que la
opinión pública manifiesta a través de los medios de comunicación o en la voz
de personalidades que dejan oír su mensaje, sin que pueda registrarse más violencia
que la de los típicos vaivenes de toda relación política entre gobernantes y
gobernados. Las rispideces se absorben y pasan, dejando lugar a otras nuevas
que cumplen el mismo ciclo. Sin embargo, las dudas colectivas acerca de la
médula del programa gubernamental persisten y agobian a través de la diaria
avalancha informativa.
Las preguntas acerca de si el gradualismo en la
macroeconomía era la vía correcta o si las políticas elegidas sólo tienen la
mira puesta en la reelección, continúan apasionando a un periodismo que aún no
ha descubierto al principal actor en la comedia de enredos de la política
argentina y el único que no debería tener este tipo de dudas: el pueblo. Ese
pueblo, nombrado como abstracto y, no obstante, personificado en cada uno de
nosotros.
¿Qué dice el pueblo argentino en su voz colectiva o en las
voces particulares que surgen de sus entrañas para representarlo? Muy poco por
sí mismo o nada que no haya escuchado antes en boca de los dirigentes, de la
radio, la televisión, las poco espontáneas redes sociales o los periódicos. Ese
actor colectivo, principal responsable de la conformación de los partidos
políticos y votante de los candidatos presentados por éstos, ese actor
colectivo que hoy no sabe y duda, no se ha mirado aún al espejo. No ha
descubierto aún que la respuesta a sus dudas no está en el gobierno, sino en la
formulación propia e informada del destino común. El “pueblo”, así, pueblo en
su variopinto conjunto, no se ha dado aún los instrumentos para su propio
análisis y, por lo tanto, carece de las necesarias certezas en sus propias
metas. No puede así confrontar las dudas sobre el accionar del gobierno con sus
propias metas y verificar si el gobierno las cumple o las obstruye. Esta
característica en la relación entre gobernantes y pueblo, en la cual unos adivinan
y hacen y otros miran y padecen, es la explicación última del fracaso argentino
como Nación. La relación correcta, cumplida por muchos otros pueblos exitosos,
es la de gobernantes que ejecutan lo que el pueblo le marca como metas propias.
El pueblo argentino, ya sea que se manifieste como
apolítico, liberal, radical o peronista, no ha tomado aún debida conciencia de
que la pobreza conceptual y representativa de sus partidos políticos, la
confusión pública acerca de cuáles son los problemas reales del país y los verdaderos
efectos de cada posible política para solucionarlos, el empantanamiento en el
barro de los clichés ideológicos, y la relativa oscuridad acerca del destino
personalizado de Nación, son de su exclusiva responsabilidad.
Con mayor precisión, son estos rasgos negativos los que
producen una clase dirigente que replica las carencias intelectuales de base y
es sobre estos rasgos colectivos negativos sobre los que hay que trabajar. Es,
por lo tanto, más en las organizaciones privadas para el análisis de los
problemas y políticas públicas que hay que poner el acento y no en el gobierno.
Si algo se puede hoy reprochar con justeza al actual gobierno es que, en su
etapa civil y privada previa al acceso al gobierno, no haya dotado a sus varias
fundaciones con el rigor necesario para analizar y desmenuzar los problemas
nacionales allí donde el Estado debe reformar y remodelar, y que el público en
general y las organizaciones financieras, productivas y sindicales no hubiesen sido llamados a contribuir en dicha tarea con más recursos materiales e intelectuales.
Si el trabajo hubiese sido hecho con seriedad seguramente hoy veríamos algo
mucho mejor que un programa gradual y una gestión bienintencionada pero mediocre. Incluso quizá
asistiríamos a la revelación última de un viejo deseo nacional reprimido, el
del federalismo, y a la postergadísima construcción de un régimen fiscal
federal perfecto—semilla del único desarrollo argentino genuino posible—y no al zurcido
habitual de coparticipaciones en la inútil frazada centralista que ya no abriga
a nadie.
Que hoy el gobierno haga lo que sepa y puede, y que las
diversas y desorganizadas oposiciones hoy sólo se planteen a su vez hacer mañana
lo que sepan y puedan, perpetuará el fracaso de fondo. Desde las últimas bases
de la pirámide social hacia la cima, hay que pensar y decir, y aprender a
formular con claridad los problemas; el instrumento: nuevas organizaciones
privadas sin fines de lucro destinadas a estudiar a fondo la estructura general
de la Argentina y las modificaciones precisas a realizar en su aparato estatal
y en la legislación.
Este trabajo de diagnóstico preciso se ha comenzado muchas
veces en las etapas preelectorales, en forma acotada y con escasísima
participación popular, pero rara vez se ha extendido hacia los planes
específicos de acción, ya no enunciados en sus titulares, sino detallados y
listos para la ejecución. El verdadero cambio argentino sucederá cuando el
mismo pueblo genere organizaciones privadas para el estudio, análisis y
preparación de planes específicos, sabiendo que quien manda—el pueblo—debe saber
siempre más que sus servidores—los políticos. A menos que se prefiera resignar
la posición de mando en los servidores, invirtiendo la relación natural, que es
exactamente lo ha que sucedido en la Argentina durante muchísimo tiempo, a
pesar de las sucesivas revoluciones democráticas.
El fin último de la creación de estas organizaciones
privadas de alta participación popular sería el de permitir que el pueblo
argentino eleve su nivel de conocimiento de su propia realidad y se una en la
conciencia de un destino común, en la claridad racional acerca de los problemas
y sus posibles soluciones, y en la confianza de que, sabiendo dónde está y a
dónde quiere ir, llegará. Invirtiendo la relación pasiva entre
gobernantes/periodistas que “saben” y público que absorbe pasivamente lo que se
le dice, facilitar la creación de infinitos focos presenciales donde se debata,
razone y deduzca activamente, haciendo de gobernantes y periodistas los sujetos
pasivos destinados respectivamente a ejecutar o reportar.
Obtendríamos así una relación comunitaria entre gobernantes
y gobernados más sana y productiva, de la cual por lo menos tenemos una
intuición profunda, ya que en los últimos años el colectivo periodístico tomó
el rol vacante y representó a los gobernados pasivos. Pero, el periodismo no es
sino una minúscula fracción del pueblo que aún no ha decidido mandar por sí
mismo, y de ahí lo acotado de su éxito.
En contra de la opinión generalizada, se puede asegurar que
no es la “brecha”, lo que más desordena a la comunidad argentina. Es, más bien,
la gran ignorancia colectiva acerca del propio rol como pueblo en la construcción
de una nación moderna y viable. La resistencia, en fin, a asumir el mando del
propio destino.