A raíz de la
inteligentísima decisión del Presidente Macri de incorporar a Miguel Ángel
Pichetto a la fórmula presidencial, iniciando por fin, una vez más, la estrecha
colaboración del liberalismo con el peronismo, me parece oportuno reproducir
uno de los capítulos de mi reciente libro “El peronismo liberal y la Argentina:
Bases de gobierno”, publicado en Amazon Kindle y dedicado a explorar el
significado de esta unión.
Entre las tantas fantasías
remanentes del pasado que continúan actuando en la definición e interpretación
de todo aquello que es o se quiere ver como peronista, la consolidada oposición
peronista-liberal se sigue destacando e imposibilitando nuevos razonamientos
que tiendan a unir a las dos corrientes tradicionalmente contrapuestas.
Se trate de un
peronista o de un liberal y a menos que esa persona haya convenientemente
filtrado su opinión a través de una información educada y una visión desprejuiciada de la realidad, lo
más probable es que oigamos expresiones que definan al peronismo y al
liberalismo como filosofías tan opuestas como el agua y el aceite, y, desde
luego, como el bien o el mal para el país, alternando cada ideal en el rol del
destructor o del benefactor según quien lo proponga.
Desde luego, se
trata de dos filosofías con diferentes orígenes, con diferentes expresiones
políticas y, sobre todo, con contextos históricos y objetivos diferentes. En la
Argentina, sin embargo, ambos idearios se contradicen mucho menos de lo que
muchos quisieran creer: el peronismo histórico, con su estatismo pudo haber
contradicho en su etapa revolucionaria post-Segunda Guerra Mundial a un
liberalismo cuya base doctrinaria es la libertad, tanto de los individuos como
de las instituciones y empresas, para regirse por sí mismos sin la tutela del
Estado. El peronismo, sin duda, fue antiliberal en esta etapa y, más aún,
explícitamente opuesto a los países que como Inglaterra y los Estados Unidos
representaban al liberalismo en el mundo. Esta oposición, fundamentada durante
la etapa revolucionaria, fue muy específica: Inglaterra aún dominaba todos los
sectores de la economía y las finanzas en nuestro país y una revolución de
ascenso popular como la que proponía Perón no estaba en sus planes, ni en los
de unos Estados Unidos que quizá hubieran sido más laxos de no mediar sus propios
compromisos con Inglaterra. La historia sucedió de ese modo y, para muchos
liberales, esta actitud de Perón resulta aún imperdonable del mismo modo que
para los peronistas resulta inimaginable aún hoy una clara amistad o incluso
sociedad—como la que se proponía en tiempos del ALCA—con los Estados Unidos y,
ni qué decir, con Inglaterra, con todas las heridas de las Malvinas aún
abiertas.
Este pesadísimo
lastre histórico ciega hasta el día de hoy a ambos bandos, aunque el mundo y
las necesidades argentinas hayan cambiado drásticamente. Aunque en los tiempos
de Carlos Menem y Domingo Cavallo, mucho se reparó, demostrando que las
afinidades eran posibles y beneficiosas para el país, la torpeza de los años
kirchneristas, rescatando del pasado la vieja enemistad y el arraigado odio de
unos por otros, volvió la historia para atrás.
El hecho real es
que la historia del mundo, al volverse éste totalmente interconectado por la
tecnología y la facilidad del comercio, caminó en dirección a una organización
regida, en primera instancia, por la diseminación global de las democracias
representativas y de las economías de libre mercado. El aparente reciente paso
atrás de esta tendencia con el resurgir de los nacionalismos intervencionistas
no es más que una explosiva reacción destinada a fracasar ya que no se puede
combatir la cada día más creciente interconexión e interdependencia. Por lo
tanto, el peronismo que ya supo ser liberal en los años 90, no tiene otra
solución, si de verdad cree en el bienestar y la prosperidad de los argentinos,
que aceptar el marco global de referencia que es liberal y adaptarse a éste.
Tal vez a los resentidos
liberales que preferirían que todo peronismo desapareciese del mapa, les agrade por su parte revisar el
tipo de comunidad que el General Perón visualizaba en su libro La Comunidad
Organizada, compuesta por individuos libres, organizados libremente y fuera de toda
tutela del Estado, interesados tanto en su propia felicidad como en la
felicidad de la comunidad. Quizá sea esa la única gran diferencia, después de
todo, entre el peronismo real—el profundo, el desprendido de los avatares
revolucionarios de sus inicios—y el liberalismo: mientras el peronismo, fiel a
su origen cristiano, no puede imaginar
al individuo sin su dimensión comunitaria (“Un ser humano no puede realizarse
dentro de una comunidad que no se realiza” Gral. Perón 1973), el liberalismo
cree más bien en la felicidad individual del hombre, sin que le importe de sus
circunstancias otra cosa que la máxima libertad para lograrla.
Las reyertas del
siglo XX, aunque aún pesen en el imaginario colectivo, resultan sin embargo
menos importantes que dos realidades que emparentan estrechamente al
liberalismo y al peronismo en lo que han hecho por la grandeza de la Argentina.
Debemos al liberalismo del siglo XIX y a la exótica condición argentina de
colonia informal del Imperio Británico, única en Latinoamérica, con la
excepción de Uruguay, el asombroso desarrollo alcanzado hasta el final de la
década de 1920. Ese descomunal progreso que se cita tan a menudo, recordando la
expresión habitual en Europa “Rico como un argentino” y nuestro desarrollo
semejante al de las otras prósperas colonias inglesas como Australia, Canadá y
Nueva Zelanda fue, en efecto, admirable.
Pero, debemos al
peronismo la otra cara de la grandeza: el progreso como pueblo en la también admirable
y asombrosa gigantesca clase media, única en Latinoamérica, consciente de sus
derechos y embarcada en un seguro ascenso social por medio del trabajo. Ambos
movimientos hicieron de la Argentina un país excepcional y único en
Latinoamérica, pero también la lucha interminable entre ambos, hasta los años
90, hicieron de la Argentina el fracaso que hoy es, un fracaso sólo redimible
aceptando lo que cada uno ha hecho por el país y recuperando lo que en los 90
se demostró no sólo era posible sino que representaba la única solución estable
para el progreso de la Nación y la estabilidad del pueblo: la unión de las dos
grandes tradiciones para el bien común. La tan proclamada unidad nacional por
la que todos juran no es nunca, sin embargo—con la excepción de los años
90—expresada claramente como la unión de estos dos específicos opuestos: el
liberalismo y el peronismo.
Si el peronismo
debe aceptar la realidad global liberal e incluirla en toda organización de la
economía, el liberalismo debe hacer el trabajo complementario de aceptar a los
sindicatos, base de la más genuina organización peronista para la defensa y
progreso de los trabajadores, como socios actualizados y no como enemigos.
La síntesis de
una macroeconomía a tono con la economía global, de una economía de libre
mercado y de un sindicalismo con la misma misión pero con instrumentos
compatibles y complementarios de esa economía global, puede no sólo hacer
regresar el armónico clima de los años 90 sino sentar bases aún más sólidas
para un mayor crecimiento y un mayor despliegue de las clases medias en su
ascenso.
Los opuestos, al
unirse una vez más como durante la larga década de los 90, retomarán así la
senda perdida con las enmiendas necesarias y, si la alianza está bien
comprendida y aceptada en su razón histórica por la mayoría de la población, la
Argentina no deberá ya jamás temer por su futuro ni por su lugar en el mundo.
Volverá a tener aquel futuro promisorio que los hermanos opuestos, de un modo u
otro, soñaron.