Y se fue el Presidente Menem, correctamente despedido en el Congreso con los honores que le correspondían y, como era previsible, despreciado hasta el último momento por mucho de la derecha y el centro y por toda la izquierda. Para unos, por los eternos defectos atribuidos al peronismo que borran la visibilidad de cualquier éxito y, para los otros, por haber transformado el peronismo en un peronismo liberal o, lisa y llanamente, por ser él mismo un desenfadado “neoliberal”.
La muerte del exitoso
presidente que junto a Domingo Cavallo, logró una década con estabilidad
monetaria y sin inflación, un despliegue de la Argentina en el mundo nunca
antes visto con la inserción de la Argentina en el selecto grupo de los 20
países más importantes del mundo, y el descomunal nivel de inversión, crecimiento
y modernización de toda la infraestructura productiva, incluyendo la energía y
las comunicaciones, parece no haber echado una nueva luz sobre los años 90,
exceptuando algunos sentidos y lúcidos homenajes aquí y allá.
Lo que Menem hizo, no pudo hacerlo el macrismo, cuando debiera haberlo hecho. Lo que Menem hizo, el peronismo cooptado por el kirchnerismo, se resistió hasta hoy a hacerlo. No se puede aceptar que haya sido un peronista el que encontró la llave política para destrabar el clásico antagonismo peronismo-liberalismo que consumió a la Argentina durante casi medio siglo en una guerra civil ya abierta, ya solapada: el Presidente Menem terminó con un abrazo el clásico antagonismo. El peronismo pudo no solo amigarse políticamente con el liberalismo sino adoptar todo su instrumental económico para hacer la grandeza de la nación y la felicidad de su pueblo.
Desde luego, los que hoy
tienen menos de 30 años no tienen mucha idea de todo esto y consumen las
interesadas versiones de los muchos liberales que siguen siendo antiperonistas
aunque nunca tuvieron alguien que gobernara el país más de acuerdo a muchos de
sus ideales que el mismo Menem, en especial en su etapa Cavallo, en las
versiones del peronismo ortodoxo que no terminó de entender lo que pasó y sigue
tan confundido como cuando apostó a los Kircnher, y, desde luego, el frívolo kirchnerismo
heredero de los ideologismos setentistas. Bueno sería que se preguntaran por
qué se persiste en disfrazar de fracaso a un éxito, ese tradicional recurso de
los envidiosos incapaces de triunfar y crear un éxito propio, como demuestran
los últimos veinte años de derrumbe argentino. En estos jóvenes está hoy el
volumen del voto para cambiar el destino de la Argentina. ¿Despertarán a
tiempo?
¿Dónde está el dirigente
peronista que se anime por fin a reclamar para sí y la Argentina el legado
peronista de un presidente peronista y de una década peronista, brillante y
exitosa? ¿Dónde está el dirigente peronista que se anime por fin a señalar a
Duhalde no como el ilustrado piloto de tormentas sino como el creador de la
tormenta—como bien lo definió Jorge Asís—al destruir la convertibilidad y la
seguridad jurídica de los contratos en dólares de la Argentina? ¿Dónde está el
dirigente peronista que se atreva por fin a describir el sinsentido de la
ridícula “gesta” kirchnerista para hacer una revolución que sólo consiguió que
hoy tengamos más de un 50% de pobres, una economía en la miseria, y ningún rol
en el mundo?
El legado de Carlos Menem
no tiene quien lo reclame.
¿Nadie tiene vocación de
triunfo? ¿Nadie quiere encarar una verdadera gesta de redención del país y de los
pobres? Cómo hacerlo no es un secreto: ya se hizo. Es fácil, solo hay que
volver a hacerlo.
¿Quién se anima a
reclamar el legado disponible y pendiente?