(publicado en http://peronismolibre.wordpress.com )
Que el país está siendo gobernado por un equipo mandatario de escasísima formación económica, anestesiado además por ideologismos vetustos, y especialmente destacado por la soberbia de su ignorancia–esa que lleva a su principal exponente en la presidencia a mentir descaradamente en forma permanente– no es ninguna novedad.
Tampoco es ninguna novedad la haraganería intelectual de la mayoría de los dirigentes de la oposición, que salvo honrosas excepciones, no desmonta sistemáticamente el engaño, ni desnuda la ignorancia en tanto representa el más brutal ataque a las mejores chances de crecimiento y desarrollo del país, y se limita a quejarse del también inexcusable autoritarismo con que se imponen la mentira, el engaño y la versión ignorante de los hechos, conocida popularmente como “el relato”.
Lo que sí es una novedad es lo que los argentinos reclaman en estos días a sus líderes políticos y sociales: acción mandante sobre una mandataria que desobedece el mandato popular de gobernar bien, a favor de los argentinos y no en favor propio, en temas que van desde la economía hasta la seguridad.
Aunque fuese real—que tampoco lo es por las mismas tácticas de mentira y engaño usadas por un gobierno juez y parte en las elecciones internas de 2011 y en las generales—la supuesta mayoría obtenida no representa una carta blanca para actuar en contra de los mejores intereses de los argentinos.
Perjudicado hoy por una u otra de las acciones del gobierno, desde la inflación hasta la restricción en los mercados, desde la necia negativa a volver a las reglas del mundo financiero, a continuar exponiendo a la Argentina a las peores asociaciones políticas del planeta, desde la persistencia en considerar a las fuerzas de seguridad como enemigas a preferir las organizaciones libres del crimen, cada uno de los argentinos se pregunta cómo detener el error, cómo poner un punto final a la ignorancia, cómo corregir el rumbo que hoy se percibe hacia una catástrofe anunciada. O sea, cómo mandar a una mandataria que cree que los argentinos están allí para obedecerla y no ella en la obligación de obedecer lo que le ha sido encomendado, es decir, administrar bien.
Bien y sin robar ni mantener en pie los negociados vigentes durante tres gobiernos consecutivos, lo cual se ha transformado en un tema que va más allá del pintoresquismo de un peronismo visto siempre como corrupto o de los hábitos bananeros de cualquiera con una pizquita de poder para hacerse de unos mangos salvadores, hábitos de los cuales los Kirchner han hecho una doctrina desde sus tiempos en Santa Cruz. Ahora se trata también de nuevos hechos, como el aún irresuelto caso del vicepresidente elegido por la mandataria por ser de su máxima confianza y lealtad, encargado de la empresa privada de dudoso origen que imprime los billetes necesarios para navegar la inflación y el déficit fiscal crecientes. Administrar bien, también en temas de seguridad: los argentinos nos preguntamos cómo detener la criminalidad creciente en las calles y cómo detener el desamparo ante la agresión permanente a que nos somete la escasa inteligencia del gobierno para brindar seguridad. La mandataria no sabe, y por oscuros motivos, tampoco quiere ocuparse del tema.
No hay otro tema en las mesas familiares, en las oficinas y en las calles: la incredulidad, la desesperanza y la ira se concentran en una pregunta: ¿cómo recuperar el mandato? Es decir: cómo hacerse obedecer por una persona que se ha excedido en el uso del poder, que ha abusado de él, y esto desde hace ya mucho tiempo. ¿Quién debería actuar? ¿Quién debería ayudar a reestablecer la sensatez? Tenemos un Congreso, con diputados y senadores que no representan a un partido o a una facción, sino a los argentinos y a las provincias. Tenemos jueces, muchos no corrompidos por el Gobierno, y tenemos una Corte Suprema, que también debe obedecer el pedido de orden y justicia de los argentinos. Pero: ¿dónde está el botón que pone a las instituciones en acción?
El tema de la recuperación del mandato y su dificultad ha recorrido ya varias etapas en el imaginario argentino y ahora parece haber superado la fantasía de que uno o más dirigentes de la oposición van a finalmente interpretar el pedido del pueblo y mandar en nombre de éste. En las últimas semanas, se ha comprendido con dolor que esto sencillamente no va a suceder si los argentinos no tenemos antes en claro en nuestra propia voluntad y poder de mandar. Los gobernadores se pondrán a la cabeza sólo cuando perciban esta voluntad popular expresada con decisión y firmeza, temerosos de que si no lo hacen—ya todos conocemos el dicho—el pueblo los decapite. Mientras no perciban en la sociedad civil un intenso pedido específico de controlar, frenar y hasta tomar el poder si fuera necesario para evitar más daño, no harán nada. Tendrán miedo de adelantarse y quedar en desventaja con sus competidores, de comprometer sus carreras y se ampararán para justificar su inacción en el mismo tramposo 54% que esgrime el gobierno.
Por otra parte, nada cambiará en la Argentina mientras nos conformemos con las válvulas de escape de la impotencia, a saber, las críticas bufonescas o el ataque académico al, por cierto, lamentable mamarrachismo intelectual de la mandataria. Si estas modalidades de pseudo-participación política persistiesen como la única y exclusiva reacción popular, terminarían por fortalecer a quien pretenden destruir sin conseguirlo, y, peor aún, atenuarían a corto plazo la visibilidad de la urgencia en la demanda por un cambio.
Hace falta más expresión popular conciente, reclamando cambios específicos, y también más expresión popular debidamente informada. En este sentido, la reaparición de Domingo Cavallo en el escenario público para volver a mostrar el modelo opuesto al actual, aquel que los argentinos perdimos en 2002, sirve para que los cambios específicos en la economía sean reclamados ahora por ciudadanos con la información y el conocimiento técnico apropiados. Los mandantes no pueden tampoco mandar si mandan mal, desde la misma ignorancia de los que hoy gobiernan, con la misma credulidad a las mentiras no testeadas por la búsqueda honesta de información verdadera, o con la misma tolerancia al facilismo y negación de la realidad.
Cada argentino tiene derecho a decir: “Yo mando al gobierno a gobernar bien, sin mentiras ni atajos, y si no pueden, yo mando que se vayan. Yo mando, y mando junto a cuarenta millones más. Yo mando, y no en soledad, sino en la compañía de todos los que como yo, están también convenciéndose de que no hay otro poder que el que está en nuestras manos. Yo mando: no sólo el día de elecciones, sino cada día de cada mes de cada año.”
En efecto, estamos autorizados y hasta obligados a ejercer nuestro poder sobre la administración de nuestro patrimonio común y a decidir sobre su destino. Somos el poder real detrás de cada una de las instituciones a las cuales sostenemos y damos origen y legitimidad. No precisamos someternos a ninguna otra dictadura que la del propio deseo e interés del conjunto de la comunidad nacional. En nuestras manos está el poder, también el de cambiar al mal administrador, al que nos miente, al que nos engaña, al que nos estafa y al que, por ignorancia o interés personal, arruina las mejores oportunidades del país para progresar de verdad.
“Yo mando”: que cada argentino se convenza de que puede decirlo con más legitimidad constitucional que cualquier mandatario empleado en el gobierno por ese mismo “Yo mando” popular que hoy pretende desconocer hasta el punto de usurparlo.
“Yo mando”: en ese convencimiento individual comienza la marea colectiva que cambiará todo lo que hoy creemos no cambiará jamás. Los liberales no precisan tanto las lecciones de individualismo y confianza en los propios recursos, como un peronismo maniatado en su potencial que parece haber olvidado que muerto Perón, Perón es todos y cada uno de sus herederos, ese pueblo total de peronistas y no peronistas que dejó a cargo de su legado. El “Yo mando” de cuarenta millones de líderes de sus propias vidas y de la vida colectiva nacional, hoy en campaña para, por fin, elegirse a sí mismos como autoridad máxima de la Nación.