Si Jorge Asís tiene razón con su
boutade acerca de que estamos viviendo el Tercer Gobierno Radical de la era democrática y no el gobierno de un partido nuevo, el PRO, apreciamos cómo el
extraordinario triunfo de Elisa Carrió en la Capital Federal puede reafirmar el
derrotero social-demócrata elegido por el actual gobierno. Un gobierno, debemos
decir, al cual muchos reprochamos su
demasiado tibia apuesta por el liberalismo, su lentitud en cerrar de una vez
las cuentas fiscales y su predilección por movilizar el Estado en vez de las
fuerzas sociales—en particular las sindicales—para lograr una rápida salida de la condición estructural de pobreza.
La tragedia del votante liberal o
del votante que, aún si estar demasiado informado acerca de las posibles opciones,
reclama un programa comprensible y de resultados veloces, consiste en la
ausencia en el horizonte político de un candidato específico que lo represente. A saber, un
candidato capaz de reproducir el veloz cambio de rumbo de la economía tal como
sucedió en los años 90 y capaz a la vez de corregir los dos errores que, desde
un punto de vista liberal tuvo aquel programa y que fueron, por un lado, no pasar a una moneda flotante en el momento
oportuno y, por el otro, reformar el sistema impositivo de modo de lograr una
justa federalización fiscal.
Si recordamos que aquel programa
fue la justa combinación de un liderazgo peronista elegido en internas libres,
Menem, con un equipo liberal altamente capacitado y dirigido por Cavallo,
estamos quizá recordando la fórmula exacta para el éxito argentino. Un éxito
que duró el tiempo que duró el equipo Menem-Cavallo, un éxito que ralentizó su
marcha a partir del momento en que se separaron, con las reformas a mitad
camino (faltaban sobre todo el ya mencionado paso a una moneda flotante, con la
economía ya estabilizada, y la federalización fiscal que hubiese impedido que
más tarde las provincias sin recursos hundiesen y arrastrasen a la Nación con
ellas) y un éxito, finalmente, que quedó ante la opinión pública como el mayor
de los fracasos y como una tragedia colectiva cuando todos los esfuerzos del
gobierno radical de la Rua con un Cavallo regresado al gobierno pero impotente
en esa ocasión, fallaron y sucumbieron a la presión de los anti-liberales, en
la ocasión Duhalde y Alfonsín.
Por mucho que se cuente esta
historia, ordenadamente, ni la opinión pública ni la mayor parte del periodismo
ni la mayoría de los actuales dirigentes peronistas, parece terminar de
comprenderla. Al no comprenderla, no se comprenden las opciones actuales y se
sobredimensiona el anticuado, ineficiente y corrupto kirchnerismo. Del mismo modo, el lugar del PRO se oscurece
dentro de los límites de un radicalismo social-demócrata y el lugar del
peronismo más genuino no termina de encontrar sus dirigentes, cayendo en la
misma trampa de una social-democracia que nadie cuestiona y desdeñando, por lo
tanto, su espacio electoral legítimo y su no tan remoto éxito plausible de ser continuado
con las mejoras del caso.
El peronismo más genuino y el PRO,
como demostraron el apoyo de de la Sota y Massa a Mauricio Macri en la elección
presidencial de 2015, resultan aliados naturales frente a los diversos
populismos y experimentos de izquierda. Ambos, sin embargo, se resisten a
asumir la herencia de los años 90, a ampliarla y corregirla, muy en particular
utilizando los instrumentos que ofrecen los sindicatos, por un lado, y , por el otro, la aún pendiente
federalización fiscal.
El peronismo será revolucionario, o
no será nada. La famosa frase de Eva Perón que no han dejado de reinterpretar las
sucesivas generaciones peronistas, sigue teniendo hoy una vigencia insospechada.
Si revolución en los años 60 y 70 quería decir para muchos, socialismo y, más
tarde, otra vez peronismo estatista o socialismo democratizado, en el siglo XXI
quiere decir acceso de las grandes mayorías a todos los bienes de la civilización,
en particular al conocimiento, a través de los modos más eficientes y menos
costosos. Es decir, a través de un Estado que empuje y facilite la actividad
privada, incluyendo en esta actividad privada a las organizaciones sindicales y
cooperativas.
La revolución actual exige actualizar la revolución peronista de
1945 con los instrumentos disponibles en 2017, totalmente diferentes de los
utilizados en aquel momento. Un 30% de argentinos extremadamente pobres exige
otra vez aguzar el ingenio, al modo del Perón que de la nada logró la clase
media más poderosa de América Latina, integrando a todos los postergados e
incluyéndolos en el mundo de la educación y el trabajo.
El panorama electivo debe cambiar y
quizá ya mismo, antes de las próximas elecciones legislativas de octubre, comenzando
a dibujar el espacio del hoy peronismo ausente. Muy posiblemente, un conjunto
de gobernadores y diversos representantes sociales, sindicales e intelectuales
pueda emerger como una entidad nacional—informal por el momento—y representativa
de la continuidad de la modernización de los años 90. De ese modo, las minorías
más liberales en ambas cámaras podrán aliarse para concretar todas las reformas
que la modernización exige, empujar al PRO hacia las soluciones correctas, y
abrir al mismo tiempo el paso a una nueva dirigencia peronista, genuina y
renovada.
Un peronismo hoy ausente no
significa un peronismo muerto, sino un peronismo ignorante de sí mismo y de sus
posibilidades. La única pregunta política que cabe hacer entonces en estos días
es si este peronismo despertará a su única identidad genuina posible y empujará
hacia el gran cambio, o si será el PRO el que tardía y trabajosamente,
desprendiéndose de sus tendencias social-demócratas, ocupe finalmente el lugar
que la historia reservó al peronismo.