Domingo Cavallo es quizá el único candidato en las elecciones porteñas con el respaldo de un partido que ha sufrido diversas fracturas hasta quedar hoy reducido al átomo esencial y fundante: él mismo, puerta de entrada y de salida hacia un nuevo reagrupamiento. Las características de disolución simultánea de los grandes partidos y la aparición de pequeñas fuerzas que intentan, como intentó la de Cavallo en 1997, crecer para sustituir a las anteriores, obligan a mirar la experiencia de Cavallo con una atención especial.
No se trata solo de su quijotesca y casi solitaria lucha por una cabal comprensión de la modernidad y de cómo la Argentina perdió su ingreso en ella, ni tampoco del esfuerzo de diez años para organizar una fuerza política y terminar compitiendo en esta próxima elección con un partido fantasma. Se trata de lo profundo detrás de esta historia: ¿por qué las fuerzas posteriores al peronismo, emergidas o vinculadas de un modo u otro a éste, abortan, nacen malparidas o mueren tempranamente? El fantasma es siempre el fantasma de lo vivo y, sin embargo, muerto antes de poder crecer.
Según las noticias de los últimos días, la batalla final por la hegemonía dentro de Acción por la República terminó con el retiro del último grupo liberal que durante los nueve años de existencia del partido se enfrentó y desplazó al inicial mayoritario grupo peronista. Este doble eslabón genético, que muchos analistas han señalado como el causante de la enfermedad que impidió el crecimiento de la fuerza, ha desaparecido del partido sin agotar con esto la eterna polémica acerca de la verdadera identidad genética de su fundador y de su capacidad para fecundar un movimiento con la suficiente vitalidad y fuerza como para desarrollarse y llegar a la adultez. La polémica no es menor, porque en el microcosmo de Acción por la República se llevó a cabo el ensayo de lo que, después de Menem, aún no se resolvió en la vida nacional: la mezcla de la experiencia política peronista con el know how de economía y gestión liberal. Desde los ocupantes no legitimados del PJ hasta la nueva coalición nacional de PRO, la pregunta continua siendo la misma y la lección del partido de Cavallo podría ser útil para más de uno.
La mejor definición del problema reside en los hechos: desde los días iniciales de dicho partido se observó una confrontación encarnizada entre los sectores de origen liberal y los de origen peronista, por motivos de identidad histórica más que de incompatibilidad ideológica. Unidos sin fisura en la idea de que las ideas económicas y geopolíticas de Cavallo eran las más acertadas para la Argentina, ambos grupos se separaban sin embargo en el prejuicio sobre sus distintas extracciones, reviviendo ahistóricamente en el seno de un partido nuevo, la clásica antinomia de la última mitad del siglo XX, donde se era peronista o se era gorila. A pesar del menemismo o quizá a causa de éste, la antinomia ha mantenido su vigencia hasta el día de hoy y se proyecta de modo estéril sobre todas las fuerzas, viejas o nuevas. Es útil notar que el grupo liberal disidente de estos días se opuso hace unas pocas semanas a la alianza Menem- Cavallo, mostrando que, a pesar de que cada día quedan menos peronistas históricos vivos, los prejuicios gorilas siguen con la buena salud de las enfermedades auto inmunes que atacan el organismo que deberían defender, ya sea éste un partido que expresa sus ideales o la patria a la que pertenecen.
La dificultad de un Cavallo que no pudo sintetizar en su partido político estas posiciones adversas representativas de la sociedad pasada, interesa por las características de su propia trayectoria personal. Vinculado al peronismo desde su primer candidatura como diputado por Córdoba y su posterior participación en el gobierno de Menem como Canciller y Ministro de Economía, Cavallo ha sido siempre un liberal peronista de excelente diálogo con aquellos peronistas que recorrieron el camino inverso hacia el liberalismo y quizá la figura política que en sí misma expresa mejor la naturaleza de la transformación histórica que está viviendo la Argentina. No se trata ya de la vigencia del peronismo, ni de la supremacía liberal sino de un fenómeno mucho más profundo: el fin del peronismo y su sublimación en un justicialismo modernizado junto a la reformulación de una nueva fuerza nacional que lejos de separarse del pasado, lo asuma y lo sintetice para poder avanzar.
Un niño que a la muerte de Perón hubiera contado con la edad mínima para comprender que un gran líder moría y sentir alguna emoción por esto, tendría hoy por lo menos cuarenta años. No hace falta ser un gran sociólogo para comprender que la gran mayoría de la población argentina no es más peronista porque peronista, “peronista”, fue aquel ya histórico soldado de Perón, hoy sin General. Desde luego, hay argentinos jóvenes que se autocalifican de peronistas por comodidad y por decir algo que los vincule con un líder sólido aunque éste haya muerto y no pueda ya liderarlos, y hay que respetarles ese cierto grado de idealismo que quizá no sea más que un extrañar el futuro, en un momento en que el equivalente de Perón como líder claro de una mayoría aún no ha surgido. Este punto es de la mayor importancia, cuando la comunidad política está dividida en tres grandes parcelas que se referencian en el peronismo y una cuarta que por tradición gorila –liberal o radical- se referencia también aunque sólo para negarlo. Importan sobre todo las tres que pretenden nutrirse de él: la del gobierno actual que desea dominar el espacio reconocido como propio del peronismo partidario, la de la oposición a ese gobierno por parte del mismo microcosmo partidario ortodoxo y reaccionario, y finalmente la de la otra oposición formada por liberales independientes, radicalizados o peronizados; por radicales liberales y por peronistas liberales, que a tientas y sin saber demasiado bien lo que está haciendo en términos de formar una nueva mayoría, trata de tener “su pata peronista” como si el peronismo fuera aún un animal vivo y real y no el cadáver de una representación social agotada con su líder muerto. El peronismo es una idea y no un sentimiento para la mayoría que no conoció a Perón. Es, sí, pura memoria emotiva para los que fueron sus seguidores y también una inspiración para el futuro, en su mejor versión. En la peor, el peronismo sólo es un árbol partidario que ya no tiene siquiera una forma institucional legítima, el árbol que impide ver el bosque de los argentinos sin representación. Si la realidad es la única verdad, la realidad es la del bosque donde hay muchas emociones disponibles y no la del árbol petrificado.
Así, las confusiones desatadas por la lucha doméstica en el pequeño partido de un hombre lo suficientemente grande sin embargo para haberse permitido abrevar en las dos fuentes antagónicas de la política argentina sin morir – ¡o no del todo!- envenenado, son ejemplares para todos aquellos políticos que sueñan con liderar el futuro. Cavallo puede contarles que no hay futuro sin síntesis, ni síntesis sin batalla contra todos los que viven en el pasado. ¿O un candidato que camina solo, dueño de un partido fantasma, abandonado por los suyos por no renunciar a alzar entrelazadas y unidas las dos banderas antaño enemigas, no señala a los argentinos la materia real del futuro?