martes, junio 14, 2005

FEDERALISMO, DESCENTRALIZACION Y CRECIMIENTO

Desde los sucesivos desmembramientos del Virreinato del Río de la Plata hasta la guerra por las Malvinas, pasando por los enfrentamientos entre unitarios y federales durante el siglo diecinueve y la campaña del desierto, la historia argentina puede leerse como la historia del pánico del poder central, tanto a la pérdida territorial como a la pérdida de control sobre los pobladores alejados del centro de poder y proclives a los mismos impulsos independentistas que dieron luz a la Nación. Como víctima de una particular psicopatología política, después de la Independencia, el puerto de Buenos Aires se creyó en la obligación de revestir el poder y la autoridad de la Corona Española, y las provincias, en la consiguiente obligación de continuar el desafío para asegurarse su propio crecimiento. Medio siglo de anarquía, una férrea dictadura para asegurar la unidad territorial y la final batalla por una constitución federal y liberal, dieron por fin vía libre a lo que hoy se llama la Argentina, un país problemático que, un siglo y medio después de promulgar su Constitución, no ha terminado de organizarse.
La tensión entre una constitución en teoría federal, pero que retiene en manos del gobierno central la mayor parte del poder de recaudación de impuestos y de redistribución mediante un complejo sistema de coparticipación, expresa en la economía argentina moderna, la proyección de aquel antiguo pánico histórico. Si la Constitución de 1853, moderadamente federal, respetaba la posible autonomía fiscal de las provincias, la reformada Constitución de 1994, se ocupó de aclarar, tanto en el artículo 75 como en las disposiciones transitorias referidas a los Gobiernos de Provincia, que la decisión sobre las contribuciones directas e indirectas son una atribución del Congreso Nacional, que el control sobre la ejecución y fiscalización corresponden a un organismo fiscal federal y que la distribución de los fondos recaudados se realiza según una ley convenio de coparticipación, sobre la base de acuerdos -no precisados en el texto- entre la Nación y las provincias. En pleno proceso de acceso a la modernidad económica, la nueva Carta Magna no sólo ignoró el principio básico de la moderna administración del Estado, la descentralización, sino que se permitió, además, como copia interesada de las Comunidades Autónomas de España, abrir la puerta a la posible unión de provincias en regiones. Este proyecto, impulsado desde algunos sectores del peronismo, prometía descentralizar lo suficiente como para que eventuales caudillos provinciales se transformasen en presidentes de una gran región autónoma y pudiesen presionar con más fuerza al siempre distribuidor poder central, con la latente extorsión y amenaza de secesión que el tamaño regional permitiría. Con el pretexto de ahorrar en gastos legislativos y ejecutivos, el proyecto evitaba descentralizar lo necesario para llevar la autonomía fiscal a cada provincia y sustituía así el poder central por el poder intermedio de un gobierno regional, igualmente centralista a escala local y que empeoraba la situación, suprimiendo las instituciones políticas de las provincias: un uso engañosamente federalista del mismo pánico histórico.
No hay crecimiento sin descentralización, es decir, sin economías provinciales plenamente autónomas, y no hay descentralización, sin renuncia al miedo a la libertad. Estas dos verdades, tan nacionales, liberales y federales, como peronistas, progresistas y populares, forman parte del más negado patrimonio cultural argentino, y aunque proviniendo de los inicios de su historia, constituyen la base misma de la modernidad cultural en la organización nacional. Juan Bautista Alberdi murió pobre y olvidado en Paris, después de haber sentado las bases liberales y federales para la creación de la Constitución Argentina. Quizá los sufridos argentinos del siglo XXI que propongan respetar el principio de organización federal también en el bolsillo provincial, mueran tan pobres y olvidados como él, en algún otro lugar del planeta, mientras la Argentina continúa preguntándose acerca de la razón de su fracaso.
A pesar de la obvia disparidad entre el crecimiento, producción y nivel de vida de la Ciudad de Buenos Aires y su zona de influencia, con respecto a la mayoría de las capitales provinciales, los diferentes gobiernos a lo largo del siglo XX y a comienzos de este siglo XXI han persistido en eludir la solución de raíz: permitir la auténtica autonomía fiscal en el sistema federal que ordena la Constitución. Una enmienda o una simplificación de la actual ley convenio entre la Nación y las Provincias, por la cual se otorgase autonomía total de recaudación, control fiscal y gestión a aquellas, allanaría en forma sustancial el crecimiento de provincias potencialmente ricas pero malogradas por su falta de independencia. La misma falta de independencia que ha favorecido, por otra parte, su irresponsabilidad al desvincular los presupuestos provinciales de su propia capacidad de recaudación impositiva y que las ha empujado a endeudar a la Nación, captadora de impuestos, pero sin voz ni voto sobre los gastos o el endeudamiento. El golpe institucional dado por la Provincia de Buenos Aires a la Nación en Diciembre de 2001, es el mejor ejemplo de la extrema perversión que han alcanzado, en la Argentina contemporánea, las relaciones entre Nación y Provincia, a contramano de todo pacto moderno de gestión de Estado.
Desde el punto de vista de la Nación, sólo la tradicional desconfianza de la libertad y el arraigado miedo a que las provincias no cumplan con su pacto fiscal con la Nación, explican que ningún partido político tenga aún en su programa la sencilla propuesta de que cada provincia recaude por sí misma, se haga cargo del total de su propio presupuesto y sea responsable por las deudas que contraiga. Se sustituiría así la actual modalidad de cesión del total de los recursos a la administración central para que esta retenga lo correspondiente al presupuesto nacional y redistribuya el resto según el criterio de quitar a las provincia “ricas” para dar a las provincias “pobres” , por una modalidad más justa y realista, en la cual serían las mismas provincias las que contribuirían, según sus recursos, al presupuesto nacional, ejerciendo un verdadero poder y una participación política real en la Nación. El total control sobre las propias rentas, impulsaría además a crear modelos propios y originales de crecimiento basados en los recursos locales y la propia identidad productiva. Convendría, en este sentido, ya dejar de hablar tanto de la marca argentina para concretarla, y comenzar a pensar en las relegadas marcas provinciales. Programas nacionales crediticios, regulados con normas bancarias y no políticas, para favorecer el desarrollo de proyectos en las provincias menos desarrolladas, no harían más que estimular los hoy dormidos reflejos creativos de muchas de ellas, que al crecer de un modo genuino, aumentarían el total de la riqueza nacional.
El mismo concepto de descentralización que cuesta aceptar en organismos públicos para evitar gastos burocráticos y de mal aplicación de recursos, se aplica a las economías provinciales, que al no dominar el total de sus ingresos fiscales se ven limitadas en su creatividad, su independencia y propia responsabilidad de gestión. El mismo concepto de participación popular en la reforma del Estado Nacional y de las organizaciones políticas nacionales, requiere además ser aplicado por los ciudadanos de cada provincia en la reforma de su Estado provincial, de sus organismos públicos y sus organizaciones políticas. Además de sufrir, como argentinos, las distorsiones del Estado Nacional, los ciudadanos de cada estado provincial y de la ciudad Estado de Buenos Aires, padecen la particular castración de no ser dueños de su propio destino, la renovada tentación de la irresponsabilidad fiscal y el peligro permanente del acceso al poder de caudillos feudalistas amparados en la falta general de libertad y en la escasa participación popular genuina. En provincias donde no existe la menor posibilidad de un desarrollo plenamente capitalista, con un estado provincial modernizado y reformado, sólo cabe el subsidio desde el gobierno a ciudadanos que automáticamente se transforman en esclavos político-dependientes del caudillo de turno. La provincia de Buenos Aires vuelve como el ejemplo inevitable: siendo la provincia más rica, es la que más pobres dependientes del Estado tiene, aquella a la cual el gobierno central le retiene más recursos y le devuelve menos por la ley de coparticipación, aquella que por ese mismo motivo más se ha endeudado, con las trágicas consecuencias institucionales ya mencionadas, la peor en seguridad, la del más alto índice de desempleo y la que continúa obsequiando al país con la más estalinista organización política de la actualidad, el anticuado partido peronista bonaerense.
La modernización económica de los años noventa avanzó en algunos cambios y descentralizó gran parte del sistema educativo, por ejemplo, permitiendo a las provincias una propia y mejor administración de éste. Si la descentralización es la llave maestra de la modernidad en la organización y administración del Estado, y si la modernidad del Estado es una de las condiciones necesaria de la modernidad económica, se comprende entonces mejor la imperiosa necesidad de promover una genuina organización federal. En este sentido, conviene volver a señalar que, encubiertos con el disfraz de un aparente progreso federal, los planes siempre latentes para agrupar las provincias en regiones, aún cuando regiones federalizadas, iría en contra del concepto básico de la modernidad en la organización del Estado: la descentralización. No sólo la descentralización de las provincias en relación al Gobierno Nacional sino también de las comunas en relación al Gobierno Provincial, de forma de hacer posible la otra gran premisa de la modernidad: la participación ciudadana en el control de gestión de organismos públicos, reformados en unidades cada día más pequeñas para permitir una eficaz auditoria por parte de la población a la que sirven. Como dato curioso, hay que anotar que derechas e izquierdas, tanto como el peronismo menos reflexivo, han padecido el mismo terror a la descentralización y han favorecido, con los más diversos pretextos, una férrea centralización que mantuviese bajo control político a las provincias.
Aunque la perfecta y más que exitosa organización federal de los Estados Unidos de Norteamérica ofrece el ejemplo necesario para los escépticos, el federalismo es un tema poco transitado en los debates políticos recientes. Como parte irrenunciable de la modernidad cultural, el federalismo real se presenta, sin embargo, como uno de los objetivos más urgentes a la hora de pensar en un óptimo crecimiento nacional, más armónico y eficaz, con la segura migración de centenares de miles de jóvenes argentinos, hoy sin futuro ni destino, hacia provincias por fin prometedoras de una vida mejor, dueñas de los instrumentos y los recursos de una gestión autónoma para promover su propio desarrollo. Un Tucumán perfumado jardín de industrias no contaminantes, al que Alberdi estuviese orgulloso de volver, una Mendoza donde San Martín encontrase también su lugar en el mundo, entre vinos y damas bordadoras de la alta moda nacional, una Buenos Aires donde Rosas pudiera dedicarse a una agresiva industria agroganadera de exportación sin temor a las retenciones, un San Juan donde Sarmiento sentase una fuerte industria editorial, un Chubut donde Perón se sentase a actualizar la doctrina y a remover el retrasado aire patagónico con impensados bríos, una Corrientes donde el Sargento Cabral fundase un colegio militar especializado en las tecnologías de última generación, una Santa Fe musical y láctea donde se rescribiesen las definitivas cláusulas de la reorganización federal, y, entre tantas otras provincias a la búsqueda de su destino singular, una Entre Ríos donde Urquiza estudiara con Lula cómo, después de la definitiva federalización del país, continúa la historia, con la Comunidad Americana y el nuevo federalismo continental, en ese otro último paso local hacia el federalismo global.