martes, junio 14, 2005

LA CABEZA PERDIDA

Como si hubiéramos perdido la cabeza, negados a todo pensamiento sobre nuestros males, locos de dolor y de frustración por el país en que nos tocó nacer y la ciudad en la que elegimos vivir, nos encerramos en nuestra vida individual y entregamos, con los ojos cerrados, nuestro destino comunitario a quien quiera hacerse cargo de él.
Con una bronca pasional o con el más cínico de los desprecios, nos referiremos después a aquellos de nosotros que aspiran a comandar la comunidad como a “ellos”, otros ajenos a nosotros, extraños a nuestra vida, a nuestro sentir y a nuestras necesidades. Nos quejaremos luego de su falta de claridad para analizar los problemas comunes, de su escaso sentido de organización en la administración pública, de su remolona actividad ejecutiva y de su vocación para perder el tiempo en tareas lúdicas o vanas, siempre distraídas de lo esencial. Y entonces los cargaremos con el fardo de la culpa colectiva y llegaremos, desesperados, a la frontera última de la nacionalidad: la emigración, porque este país no tiene remedio. Desde los tiempos de San Martín, el ciclo de errar, perder la cabeza y partir, es uno de los más sólidos patrimonios argentinos.
¿Qué decir cuando la cabeza de Goliat, esa Buenos Aires orgullosa y centralista de Martínez Estrada, otrora dictadora del destino nacional, parece tan perdida como el resto del gigante federal? ¿Qué esperar como golpe de timón en el desmayado rumbo argentino cuando la suma de individualidades porteñas sólo ha producido en la última década la más extraordinaria trituración de todos y cada uno de los movimientos políticos compuestos por más de una persona?
Nuestra cabeza –porteña o argentina- continúa sometida, como en una telenovela, al mandato de las emociones más primarias. Aterrorizada por su propia confusión, sin poder ya discriminar entre el bien y el mal, se niega a ver y a reflexionar y no atina a ordenar otro acto voluntario que no sea el de emitir un desdeñoso voto cuando la ley lo imponga. A veces, ni siquiera esto último, ya que las leyes han dejado de ser la ley común, respetada y protegida por todos.
¿Quién encenderá la chispa en nuestra frente? La hoguera en la cual casi dos centenares de nosotros fuimos sacrificados en nombre de ningún dios y sin orden de ninguna inquisición, ha resultado también en fuego ajeno, útil para el asado dominguero de los políticos y las charlas en los quinchos. El único movimiento público continúa siendo el de los aspirantes a cargos en la administración pública, desde el ahora quizá plebiscitado Jefe de Gobierno hasta el último de los legisladores en la lista de la ciudad.
¿Cómo sucederá el cambio? Quizá alguno de nosotros bajará la guardia de la cerrada fortaleza mental y permitirá que un primer pensamiento salga a flote desde el submundo de la negación y descubrirá, como Descartes, filósofo francés además de pseudónimo de Perón en unas poco recordadas columnas, que “Pienso, luego existo”. De ahí a asumir como propios los problemas de la ciudad y de la Nación, hay un solo paso. Tan corto como el que llevaría a encontrar las soluciones y las personas encargadas de ejecutarlas, si descubriésemos por fin que los problemas sólo son insolubles cuando no se les aplica el esfuerzo racional para enfrentarlos y resolverlos. Las palabras análisis, debate y confrontación de posibles soluciones parecen ajenas a nuestro temperamento emocional y prejuicioso, ya sean nuestros prejuicios de izquierda, de derecha u ortodoxamente peronistas. Sin embargo, nuestra escasa vocación de reflexión sólo se anula frente a aquellos que de un modo u otro, son los encargados de representarnos, políticos u artistas, y en cuyo espejo no queremos mirarnos quizá porque persistimos en imaginarnos diferentes. Nuestros prejuicios y nuestras emociones más primitivas no rigen en la selección del edificio donde vivimos, del cirujano que nos opera o del colegio donde se educan nuestros hijos, donde por un instinto de auto-preservación que no extendemos a la vida comunitaria, nuestra mente vibra, creativa y vivaz, funcional a nuestros deseos.
Hay una sola verdad, la realidad, dijo nuestro propio Descartes, hablando, sobre todo, de los modos de conseguir eficacia en la política. Cabezas recuperadas mediante, podríamos redescubrir nuestra realidad y pensar en reorganizarla para nuestra común conveniencia. Podríamos también lograr un movimiento político, porteño y nacional, que nos represente en la realidad de nuestros deseos y aspiraciones. Un movimiento, el nuestro, nacido en el núcleo más verdadero del “Yo pienso” de cada individuo que se sueña en comunidad con otros.
Y habría, claro, una oposición a ese movimiento: el remanente de individuos que eligieran permanecer en las tinieblas de un individualismo no participativo, atados a sus antiguos rituales de negación, fijos en un pasado traumático. Minoría que, retrasada en la historia y en el colmo de su antigua locura, persistirá en el rechazo su más favorable imagen en el espejo. La de aquellos otros, los nuevos representantes de la nueva mayoría, más nosotros que nunca por haberse pensado tales, los capaces de reflexionar y hacer el bien por todos, sin esperar a ser comprendidos por aquellos que perdieron la cabeza y nada hicieron para recuperarla.