En uno de sus más conocidos pero menos revisitados textos, “La comunidad organizada”, el General Perón planteaba, unos pocos años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial y con un fuerte tinte anticomunista, que “El problema del pensamiento democrático futuro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la comunidad, sin distraer la atención de los valores supremos del individuo; acentuando sobre sus esencias espirituales, pero con las esperanzas puestas en el bien común”. Con gran clarividencia advertía además, que el futuro traería grandes batallas acerca de la forma que los individuos integrantes de una comunidad democrática diesen al Estado, de modo de permitir una eficiente articulación entre la libertad del individuo y las necesidades del conjunto, e instaba a los peronistas a preocuparse en encontrar el modo óptimo de organización de su comunidad. Desde entonces, los dirigentes peronistas que recogieron su herencia, se han preocupado poco por el tema, y han preferido volcar su entusiasmo y su desborde emocional, a la discusión sobre la economía. Esta omisión tiene una gran importancia para la Argentina actual, ya que los restos desarticulados del peronismo siguen dominando el panorama político. El peronismo es a la vez gobierno y oposición. El peronismo ha protagonizado la reforma de la economía y también su contrarreforma. El peronismo, finalmente, ha producido, en Diciembre de 2001, la más extrema desorganización de la comunidad argentina contemporánea.
Confusos acerca del mérito o desmérito de la reforma económica de los 90 y desencantados con los políticos, los argentinos, refugiados en su vida individual, han comenzado sin embargo a percibir, inmersos en la más desorganizada comunidad de que tengan memoria, que quizá los problemas que los aquejan no provienen sólo de la economía, sino que “algo” vinculado al Estado quedó olvidado en los planes políticos de reformistas y antirreformistas.
La reforma de los años 90, parcial y discontinuada por la interrupción de Diciembre de 2001, apuntó sólo a una reorganización de la economía, descuidando lo que hoy, en los mismos centros de poder desde donde se impulsaron las reglas de la nueva economía global, se reconoce como la condición necesaria para el éxito de toda reforma económica: la reforma simultánea y paralela de las instituciones públicas obsoletas o corruptas, y de las instituciones políticas disfuncionales. A su vez, la característica fundamental de la contrarreforma, el ataque a la libertad económica, ha tenido su correlato en el plano institucional, con una intervención directa sobre la libertad de los ciudadanos en las instituciones políticas, impidiéndoles elegir en forma individual y directa a sus representantes, y en las instituciones públicas, acentuando la desorganización y corrupción que las incapacita para ofrecer, por ejemplo, seguridad y justicia.
La discusión entre reformistas y antirreformistas no se limita entonces a la economía ni al protagonismo exclusivo de los políticos, sino que requiere la participación de todos los argentinos y la inclusión de la nueva agenda en el debate. Como señala Fukuyama (La construcción del Estado, 2004): “Una demanda nacional de instituciones y de reforma institucional insuficiente es el único y más importante obstáculo para el desarrollo de los países pobres”. En el largo tránsito de Perón al siglo XXI, la doctrina justicialista y el liberalismo han terminado por converger en el punto preciso de que no habrá comunidad organizada sin la participación activa de cada ciudadano para crear una demanda suficiente de instituciones públicas y políticas de alta calidad, funcionales a las necesidades de todos y cada uno de los individuos que conforman esa comunidad.
En la actual desorganización argentina, se siente el peso del enorme atraso en la discusión de este tema central de la modernidad cultural: el de los nuevos modos de organización de la comunidad, no sólo en la reestructuración y conversión administrativa de las instituciones públicas, sino en la reforma de la base misma de la construcción de poder, las instituciones políticas. Si bien la responsabilidad primaria del fracaso de la reforma económica, de su contrarreforma y del atraso en plantear los temas de la modernidad cultural, pertenece en primer término al predominio de dirigentes políticos escasamente formados, sin calificación ni formación profesional en la administración del Estado, hay que reconocer que éstos han tenido exitosos cómplices en los ciudadanos apáticos que les permitieron acceder al poder y que declinaron la responsabilidad de buscar alternativas civiles para la promoción de dirigentes más capacitados y, sobre todo, profesionalizados. En el particular caso de la reforma económica, cabe señalar también la incapacidad de los mismos Estados Unidos, promotores de la modernidad, para reconocer temprano la debilidad de la demanda de instituciones sanas por parte de la población y para sostener, con convicción y firmeza, en medio de las terribles dificultades, a los dirigentes más capacitados, permitiendo así por omisión, el acceso al poder de los peores, tan enemigos de la modernidad como de los Estados Unidos.
La reforma de las instituciones públicas está, por otra parte, estrechamente ligada a la de las instituciones políticas, ya que en su instancia final, la reforma no puede ser ejecutada sin el poder político en manos de personal formado e idóneo. Este no sería difícil de encontrar entre los muy calificados argentinos, si no fuera que la cantera de reclutamiento de ejecutivos del Estado, de legisladores y jueces no proviene del conjunto de los argentinos sino de partidos políticos dominados por dirigentes muchas veces ni siquiera elegidos por los afiliados del partido e intervenidos, otras tantas veces, por jueces que responden a los intereses particulares de esos u otros dirigentes. A los problemas de comprender la modernidad económica, de reformar las disfunciones económicas remanentes del Estado y de encarar las nuevas reformas que hacen al resto de las instituciones públicas, se agrega entonces la necesidad de encontrar un método para que los ciudadanos tengan una participación directa no sólo en la promoción de la modernidad económica, sino en la conformación de ese Estado que debería ser la expresión de su propia y elegida organización comunitaria. La permanencia de las listas sábanas, que impide la elección directa de sus representantes por parte de los ciudadanos y bloquea el mandato de éstos, para citar el más obvio de los ejemplos, obliga a las preguntas que tanto los políticos no formados como los deshonestos, evitan formularse: ¿cómo ordenar una comunidad si las órdenes de la comunidad no se hacen Estado?, y ¿cómo ordenar una comunidad si el acceso al Estado de esas órdenes está mediatizado por partidos políticos organizados fuera de la comunidad como parcialidades ajenas a esta?
Para desandar el camino de la desorganización y reorganizar la comunidad, quedan entonces tres puntos a resolver: la continuidad de la reforma económica, la reforma de las instituciones públicas y la reforma de las instituciones políticas. Las tres reformas requieren una modernización de los políticos y de las instituciones partidarias en primer término, una modernización de las estrategias de los ciudadanos para hacer valer su deseo y aplicar su poder de decisión, y una modernización en los instrumentos de reforma del Estado, que pasan por la creación de nuevas instituciones civiles, organizaciones no gubernamentales capaces de investigar en forma sistemática la forma óptima de cada institución pública, estudiar e implementar su reforma y, finalmente, ejercer control sobre su funcionamiento.
La participación popular no puede de ningún modo limitarse a las manifestaciones espontáneas de protesta y a las asambleas populares, sino que debe también profesionalizar su organización y su metodología para promover primero la construcción de un Estado moderno y funcional, y para luego estar en condiciones de supervisar y controlar su buen funcionamiento. La estrategia de construir un Estado paralelo, altamente profesionalizado, en modelo de simulación, institución por institución, listo para sustituir a las instituciones deficientes del Estado actual, parece ser la primer obligación del hoy desorientado movimiento de disconformidad popular y cuyo primer destino participativo, más que el partido político, deberían ser las asociaciones civiles o fundaciones, organizaciones no gubernamentales locales, con misiones específicas de reforma de las instituciones públicas. La comunicación entre ciudadanos y partidos, por medio de estas organizaciones para el cambio, aseguraría el poder para sustituir las instituciones deficientes, corruptas o anticuadas, por nuevas instituciones construidas con las más modernas técnicas de administración y gestión.
No se insistirá lo suficiente en repetir que la reforma económica no pudo ser continuada por la limitada comprensión de la población del esquema total de la modernidad, por la falta de comunicación y de profesionalismo de los dirigentes y por la escasa conciencia, incluso en los Estados Unidos, acerca de la amplitud del paso a la modernidad, que requería y requiere la convicción de que no habrá modernidad económica sin nuevos instrumentos de organización comunitaria. Esta búsqueda de nuevos instrumentos, representa también un crucial cambio de cultura, tanto para la vieja derecha conservadora y el peronismo antiguo, que rechazan toda modernidad, como para los sectores de izquierda, que agitan la bandera de un progresismo igualmente anticuado en lo que hace a la relación de los ciudadanos con su Estado.
Es a causa de esta falta de discusión acerca de los nuevos instrumentos, que aún predomina, en buena parte de la sociedad argentina, la ya antigua modernidad cultural de los años 70, impregnada de socialismo, y que pasa por resolver la relación del individuo con el Estado, desde el mismo Estado. La impotencia del actual Estado argentino para mediar entre los argentinos y para lograr proteger la vida, la salud, la educación y el trabajo indican que ese punto de vista no es el acertado – así como no resultó acertada la contrarreforma económica para promover el crecimiento- y que la modernidad pasa ahora por el polo opuesto de lo colectivo: por el individuo capaz de gestionar y promover su propia relación con el Estado. Los caceroleros del 2001 protestando contra la reforma económica y contra los políticos, consiguieron más poder sin control para los gobernantes estatizadores, gestaron un hasta hoy irreversible divorcio entre el Estado y la comunidad, y dejaron a ésta dividida en facciones cada vez más pequeñas, atomizada en individuos dispersos, regresados a su condición de masa y no de pueblo organizado. No advirtieron a tiempo que, en las democracias modernas, el Estado es un instrumento del pueblo, y no al revés.
“Perón hace lo que el pueblo quiere” “El hombre no puede realizarse en una comunidad que no se realiza”, “La comunidad organizada es el punto de partida y arribo del Justicialismo”, las famosas frases siguen resonando en el presente. Curioso destino el de los argentinos gobernados por políticos peronistas que parecen no haber aprendido su doctrina y que se niegan a construir una gran Nación y a hacer feliz a su pueblo. A menos que, simplemente, no conozcan cuales son los instrumentos modernos para hacerlo y en cuyo caso sólo queda un camino, que los mismos argentinos los descubran, los señalen y los exijan.