Una marca país no se construye sólo sobre las características históricas y culturales. Una política exterior errada y disfunciones acentuadas en las instituciones políticas pueden también dejar, en el escenario internacional, una marca indeleble. Si el propósito de una marca país es favorecer a éste en la competencia global de las naciones, no basta el esfuerzo de construir una marca acertada, atractiva y positiva. Hay que evitar, también, una conducción errada de los asuntos externos del país, sean éstos geopolíticos, militares, económicos o financieros, con su consecuencia no programada de marca negativa y, a veces, casi irreversible.
En 1997 se comenzó a hablar en la Argentina de la necesidad de una marca país, siguiendo una tendencia mundial nacida dentro del acelerado proceso de globalización económica y de la explosión del comercio internacional Las nuevas condiciones del comercio global requerían nuevos objetivos de marketing. Para competir con ventaja, se precisaban no sólo calidad, precio y una estrategia de ventas agresiva, sino un fuerte dibujo global de la nación exportadora y un trabajo concienzudo de orientación, diversificación y diferenciación de su producción. Usada en su comienzo sólo como instrumento de marketing político, la idea de la marca Argentina avanzó en aquellos años de modo desordenado e inorgánico. Muchos, atrapados por lo novedoso de la idea, se conformaban con poco y confundían la bandera argentina aplicada sobre productos diversos, con la creación de una real marca país. El uso y abuso de localismos, desde la bandera al tango, distrajo la atención del tema de fondo que no es otro que el de la mirada del otro, del otro en tanto mercado comprador, sobre esa marca que describiría además el propósito y rol comercial continental y global de la Argentina, expresado en sus opciones de producción exportable. Personalidad política y rol exportador, productos y diferenciación: el trabajo de investigación sobre estos pares complementarios que construirían la marca y dilucidarían el plan productivo quedó apenas esbozado y sin concretar, mientras el golpe institucional de 2001 que se abatió sobre la Argentina, producía casi instantáneamente una marca de facto y una automática selección de productos a partir de la devaluación.
El mundo que antes de Diciembre de 2001 poco sabía de la Argentina, pronto la conoció y la Argentina, que no tenía marca, pasó a tener una: la de una nación en default, con varios presidentes auto elegidos en rápida y tragicómica sucesión, con un gobierno que no honraba ya no sólo sus deudas con los organismos e inversores internacionales, sino con sus desesperados ciudadanos. Antes de 2001 era posible construir una marca con las características argentinas que la hicieron diferente entre sus pares latinoamericanos –a saber, fuerte herencia europea en la Ciudad de Buenos Aires y sus industrias culturales, fuerte democratización debida al peronismo y con una inclinación capitalista en los modos de producción y de consumo, fuerte apego a la modernidad cultural con, por ejemplo, su condición de capital latinoamericana del psicoanálisis y una tradición de lujo y refinamiento desparramada al resto de la sociedad por la antigua oligarquía porteña y asumida como ideal por las clases populares ascendentes. A partir de 2001, y antes de que el mundo pudiera conocer la imagen de esa Argentina rica y sofisticada, súbitamente anulada por el golpe, se instaló la marca de un país sin instituciones, con presidentes bananeros y con un pueblo compuesto por clases medias y altas que destrozaban los bancos y por humildes que asaltaban trenes y camiones con alimentos. A través de la televisión satelital, y de los programas humorísticos del planeta, esta marca penetró bien hondo en un mundo que de todos modos comenzaría a recibir productos argentinos muy abaratados por la devaluación, sin prestigio pero con bajo precio y a enviar turistas y compradores inmobiliarios a una Argentina también devaluada, en obvia liquidación y remate.
No es cierto entonces que en 2005 hay que construir una marca país: la marca país ha sido construida gracias a los que irreflexivamente decidieron el golpe de Estado de 2001 y a las contrarreformas que destrozaran tanto la economía como la incipiente imagen de una Argentina que, en los años noventa, estaba tratando de dar lo mejor de sí misma. En todo caso, hay que pensar antes en borrar con sumo cuidado esa marca y en construir una nueva, a conciencia de que no se opera ahora sobre terreno virgen como en los años anteriores al 2001, sino sobre una imagen que dañó y continúa dañando a la Argentina.
Conviene entonces volver a replantear el trabajo alrededor de la marca, que hoy no es otro que el trabajo sobre el desorganizado y destruido país. La marca país es inseparable de su política exterior. Si no se piensa en destino y rol, no es posible pensar en trabajo exportador. En este sentido, el retroceso de 2001 creó también confusiones al retirar a la Argentina del escenario financiero internacional, al distanciarla de los Estados Unidos y, en un juego compensatorio, al acercarla a los países más cuestionados y marginados de América Latina, como Cuba y Venezuela. La Argentina debe ser redefinida como país americano, en su doble identidad de parte constitutiva del continente político y cultural americano y de heredera de diversas culturas europeas, la española en primer lugar. De la identidad al destino: el destino argentino es inseparable del destino de América. Y del destino al rol: el rol de líder político alternativo de los países americanos hispano parlantes, basado en su aptitud aún intacta para reformarse y crecer, y en su aptitud para producir productos de alto valor cultural agregado, con poca competencia en una región que por su semejante formación cultural, los precisa y aprecia. Una política exterior activa que trabaje la pertenencia americana implica la reformulación de los lazos con los Estados Unidos en primer lugar, pero también con México, el otro líder continental en el comercio con los países hispanos parlantes por el vacío dejado por la Argentina en su resistencia a su identidad americana total, y con Brasil, aspirante a líder subcontinental político. Se notará que el planteo actual de una Argentina limitada en su pertenencia a sólo la América del Sur, es tan empobrecedor de las posibilidades argentinas como el que llevó a retirar al país del mundo financiero internacional. La visión estrecha que propone una unión sudamericana opuesta a la del norte, imagina que Europa y China ayudarán a un país que se propone debilitar a los Estados Unidos, sin comprender que con esa política la que se debilita es la Argentina y sus chances de proyección política y comercial continental. El rol intracontinental redefine también el rol extracontinental: la Argentina es un país que venderá productos al resto del mundo también desde América, en la medida que el Tratado de Libre Comercio de las Américas se convierta en realidad. Rol y destino son entonces inseparables del reordenamiento de la política exterior, en particular de las relaciones con los Estados Unidos, y del reordenamiento de las irregularidades financieras creadas a partir del 2001 y que paralizan las alianzas políticas y los vínculos comerciales de la Argentina con el resto del continente y del mundo.
Si hablamos de un destino americano, de un rol de líder alternativo en el continente y de un comercio desde la comunidad americana hacia el mundo, surge el tema de las condiciones de producción, ligadas no sólo a la continuación de las reformas anteriores a 2001 sino a las reformas institucionales necesarias para equiparar aquellas condiciones a las condiciones globales. No se puede pensar en producción de exportación sin inversión y sin crédito, y esto está tan ligado al reordenamiento financiero como a la calidad institucional necesaria para no permitir que suceda otro golpe como el del 2001.
Clarificados la pertenencia, el destino y el rol; reencausados los efectos financieros del 2001 y retomado el camino de las reformas económicas, de las instituciones públicas y políticas, es posible volver al lugar esencial de la Argentina y retomar sus marcas históricas y reorganizarlas según convenga al rol. Es importante volver a recalcar que en la creación de una marca se debe trabajar asociando productos a características culturales específicas. La gran marca rural de la Argentina, con sus estancias de la pampa húmeda pero también con las otras producciones rurales regionales, desde el vino a las naranjas, es quizá la marca más potente para salir desde América al mundo: esta Argentina americana de las grandes extensiones y de la abundancia alimenticia es menos interesante en el resto de América por las características similares compartidas, y más atractiva en Europa y en Asia. La gran marca urbana de Buenos Aires con sus particulares características de puerto europeísta y universalista, con su sofisticación tradicional y su lujo, con su intelectualidad y su arte, es especialmente atractiva en el resto de los países americanos, incluyendo los Estados Unidos. La marca rural, vinculada a la producción agropecuaria tradicional y trasladada con énfasis a los productos industriales de la alimentación y los servicios anexos de gastronomía y aplicada también a las industrias de la moda y la decoración, y la marca urbana, vinculada por igual a la gastronomía, a la moda, la decoración y a todas las industrias y servicios del buen vivir, desde la perfumería al psicoanálisis, desde el instrumental científico a la medicina, describen a un país con una sólida y definida personalidad compuesta de dos fuertes rasgos contrastantes y complementarios. Esas dos marcas tradicionales argentinas y profundamente americanas, del campo y la ciudad, de lo rural y lo urbano, de lo “bárbaro” y lo civilizado, se suman y complementan también en el sostén de los productos de las industrias culturales convencionales como las de la música, las artes plásticas, el teatro, la danza, el cine, la televisión y la editorial, vinculadas indistintamente a la Argentina rural y a la Argentina portuaria, ambas creadoras de una valiosísima y poco explotada creación artística.
Hay una marca particular también que se desprende del rol y del destino: la Argentina como el país latinoamericano que fue capaz de hacer una audaz y veloz modernización económica en los años 90, así como en el pasado supo también protagonizar la vanguardia política de Latinoamérica con la revolución incruenta del peronismo, democratizadora en tiempo record de una sociedad postergada. Por lo tanto, la marca país no debería dejar de lado sus muy atractivos componentes de país con vocación democrática y tradicionalmente inteligente para adaptar cada vez para sí, lo más moderno del planeta. La Argentina ha sido desde siempre ejemplo, estímulo y valorizado socio para los otros países americanos que no han dejado de admirarla, aunque en los últimos años se haya empeñado en dar el mal ejemplo debido a algo que no es marca tradicional pero que es su marca desde hace algún tiempo, la horrible calidad política de sus dirigentes. La marca argentina deberá además incluir el concepto de un federalismo consolidado, por las mismas razones políticas de construirse como un ejemplo de país moderno e integrado, pero, sobre todo, por estrategia propia y de crecimiento. Las marcas provinciales, regionales y municipales deberán tener su propio espacio de construcción dentro del más amplio paraguas de la marca nacional. Contribuirán así, por su variedad y riqueza, al valor económico del conjunto e incidirán en forma móvil y alternativa sobre la marca país. Esta extensión de las submarcas regionales, provinciales y municipales hacia la marca nacional, repite en la superestructura lo que debería ser el modelo base de creación de riqueza y de crecimiento.
La forma de un país es su contenido. La gente, su modo de vivir y producir, su modo de organizarse política e institucionalmente, su percepción de destino y rol en el mundo y sus productos, conforman la marca real, esa que se adivinará debajo de los emblemas geográficos, históricos y culturales. Esta marca real constituye la síntesis cultural nunca explícita y sobre la cual el profundo trabajo intelectual y creativo de publicistas, políticos y comunicadores, encontrará la mejor expresión formal que revele lo esencial del contenido.
En este sentido, nunca se estará lo suficientemente prevenido contra la tentación de un nacionalismo emocional y superficial en la creación de marcas locales. Una marca eficiente requiere la actitud opuesta: la reflexión y el planeamiento, capaces de ayudar a la penetración de productos argentinos en mercados desconfiados y resistentes, ignorantes la mayor parte de las veces de lo que la Argentina ha colocado como valor agregado propio en esos productos. Una marca país, regional, provincial o municipal no se inventa a partir de un nacionalismo emocional sino de un nacionalismo reflexivo, en el cual la creación está puesta al servicio del estudio serio de las características culturales que en cada caso conviene promover y de la estrategia adecuada a cada producto o conjunto de productos en cada mercado, signado siempre por un conocimiento anterior acertado, errado o escaso de la Argentina. El nacionalismo emocional, sin análisis ni reflexión, es proclive a repetir imágenes gastadas en vez de ser creativo y en muchas incipientes tentativas de construcción de marca Argentina se registra, una y otra vez, un patrioterismo superficial sin creatividad profunda, sin concepto y sin rigor y destinado por la falta de claridad en su mensaje, a estrellarse en la indiferencia de los mercados a los que quiere tentar.
Cabe señalar que una también histórica repugnancia al nacionalismo de sectores formados en la admiración exclusiva a culturas extranjeras, constituye otro error, al perder por una errada desvalorización, las ventajas comparativas de la diferencia. Una marca Argentina, además de reasegurar a los compradores sobre las cualidades institucionales, comerciales y financieras del país exportador y de promover las bondades sus productos debe, en la economía global, explotar la diferencia como un plus a su favor.
Desplegada en el continente, en el marco de un tratado de libre comercio que no hará más que favorecer la exportación de productos culturalmente diferenciados y desplegada desde América al mundo, la Argentina como exportadora cuenta con muchas oportunidades si como productora responde al desafío de su rol y su destino. Un destino histórico y constructor, después de todo, de una marca más potente que la de los errores de sus malos dirigentes.