La modernización de la Argentina, así como la de los demás países latinoamericanos, no parece viable como un exclusivo proyecto nacional y requiere ser pensada en el marco más amplio de la comunidad de países americanos, en la cual la presencia de los Estados Unidos comunica la idea de un federalismo continental como un instrumento para el crecimiento común.
La Iniciativa de las Américas, lanzada en 1990 por el primer Presidente Bush, y reafirmada en Abril de 2001 por el segundo Presidente Bush, como tratado de libre comercio en el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA o FTAA) fue desde sus inicios un proyecto político: el de contribuir a la modernización económica de los rezagados países de América Latina y asegurar un espacio continental de crecimiento común. El proyecto inicial reconocía que el crecimiento de los Estados Unidos requería también del crecimiento del resto de los países americanos y que éstos, a su vez, no crecerían sin modernizar su economía y sin la asistencia tecnológica y financiera de los Estados Unidos. Un proyecto transparente y comprensible, en el inmediato mundo post-comunista y aún pre-terrorista, donde no costaba demasiado convencerse en los mutuos beneficios de esa asociación.
La Argentina fue, en los años noventa, líder regional de la modernización y fiel amiga de los Estados Unidos en la concreción de ese proyecto, que interesaba a la Argentina por su propia proyección geoestratégica en el subcontinente, como modo de balancear al coloso brasileño. La abrupta contrarreforma económica antimodernizadora de Diciembre del 2001 en la Argentina y los acontecimientos terroristas en Septiembre de 2001 en los Estados Unidos, que se desplazaron hacia Medio Oriente en defensa de los mismos principios de libertad y modernidad, postergaron toda discusión profunda sobre un ALCA que continuó avanzando, a pesar de todo, en los acuerdos del CAFTA en América Central y el Caribe. Los intentos de algunos sectores políticos contrarreformistas de Argentina por separar aún más a ésta de todo vínculo estrecho con los Estados Unidos, creando y promoviendo una Unión Sudamericana, han vuelto a poner sobre el tapete los aspectos políticos, culturales y militares, hoy más significativos que los comerciales, de una unión del total de los treinta y cuatro países americanos firmantes del tratado del ALCA, a los cuales habría que agregar a Cuba en un futuro muy cercano. No se trata ya, en este mundo post-terrorista, sólo del comercio, sino de los alcances mismos de la modernidad en la vida de los pueblos y del combate cultural, político y militar que ella misma ha generado a escala planetaria.
Si en la Argentina, el retroceso en el proyecto ALCA coincidió con el fracaso de su proyecto modernizador y si Estados Unidos, para imponer una democracia política y comercial en Medio Oriente, optó por la guerra, las preguntas geopolíticas para la Argentina y los países que conforman la latente Comunidad Americana vuelven a pasar por la definición del tipo de vínculo a establecer con la modernidad y con su encarnación formal, los Estados Unidos de Norteamérica. La nítida línea de un mundo dividido entre amigos y enemigos de la modernidad que los sucesos terroristas de 2001 trazaron en el planeta, no sólo dibuja una frontera militar. También señala a los pueblos latinoamericanos, que no puede permanecer en la frontera de la modernidad sin conquistarla del todo, ya que a los tibios, no es sólo que los vomite Dios sino que al menor descuido, como se vio en la Argentina, terminan del otro lado, junto a los enemigos de la modernidad. No sería entonces ya posible limitar el proyecto de asociación a un tratado de libre comercio, y tampoco limitar el proyecto de modernización de las economías latinoamericanas, a un mero proyecto de asistencia financiera, ya que es imposible una asociación justa entre estados dispares, unos pocos muy organizados y la mayoría, con una muy baja calidad institucional. Por otra parte, y como demostró el caso argentino, no será posible una real modernidad económica ni en la Argentina ni en América Latina, sin concretar, simultáneamente, la reforma de los organismos públicos, la reforma de las instituciones políticas y sin construir en cada país un auténtico federalismo que asegure un crecimiento equitativo. El ejemplo argentino expresa con claridad la necesidad de un plan maestro de modernización, más amplio que el plan modernizador de los noventa, a escala nacional, para la Argentina y para cada uno de los países latinoamericanos necesitados de reformas, y subraya, muy especialmente, la necesidad de un plan continental supra nacional que dé consistencia y sentido a esa modernización.
Después de haber apoyado la modernización de la economía, el vital entusiasmo de los argentinos se trocó en desencanto y confusión cuando se vio que el esfuerzo no había servido para nada y que el país volvía a caer en el desorden y la pobreza, sin que los Estados Unidos comprendiesen tampoco la situación con la velocidad necesaria, para asegurar que el país latinoamericano más adelantado en las reformas avanzase en las mismas y ayudase así, con su ejemplo, a organizar al resto. A partir de esta frustrada experiencia, los argentinos y la mayoría de los latinoamericanos no han dejado de preguntarse si la modernización es posible, si lleva de verdad al progreso y si los Estados Unidos representan a un auténtico combatiente de la modernidad o a un mezquino e interesado administrador de la misma. El nuevo rol de los Estados Unidos en Latinoamérica debería entonces ser el de regresar a la batalla por la modernidad económica y, en esta nueva instancia reparadora, insistir y asistir en la promoción de una modernización total de los aparatos estatales y de las instituciones políticas en los países latinoamericanos, de modo de elevar a esos países al mismo nivel de calidad institucional de los Estados Unidos. Esta calidad institucional sería la que aseguraría en cada país la permanencia de las reformas económicas y el establecimiento de justos tratados comerciales entre pares institucionales y aventaría la sospecha de una gestión de tipo imperial en un continente subdesarrollado y vulnerable.
Por otra parte, si el objetivo inmediato es el de obtener en la Argentina y en cada uno de los países latinoamericanos una calidad institucional semejante a la de los Estados Unidos como único camino realista hacia el crecimiento, no puede ignorarse el más importante efecto político de este proyecto: con la equiparación institucional las bases de un federalismo continental quedarían firmemente asentadas. Naciones libres y unidas bajo un sistema federal, firmantes de un estatuto común institucional y comercial, inaugurarían para América una era de grandeza a la vez que se enlazarían al mismo proyecto más amplio de federalismo global. El continentalismo no es otra cosa que federalismo continental y la globalización no es sino federalismo a escala planetaria. Las reformas a escala continental y global plantean así otra posible resolución metodológica de la modernidad por medio de la política y no de la guerra.
La metodología política del federalismo continental y global es quizá el desafío intelectual más fuerte del momento para los intelectuales latinoamericanos y norteamericanos y la experiencia argentina ha dejado diáfanas y expresivas lecciones al respecto. A poco que se miren las enormes necesidades insatisfechas de América Latina coexistentes con la actual necesidad de los Estados Unidos de un máximo despliegue de su propia influencia política y militar, se descubre que los estrechos lazos establecidos por la Argentina con los Estados Unidos durante la década modernizadora de la economía tenían un profundo sentido continentalista y hablaban tanto del respeto al liderazgo norteamericano en la modernización y las nuevas tecnologías, como del propio interés argentino en desplegar su influencia en un continente principalmente hispano parlante y equilibrar a sus propias alicaídas Fuerzas Armadas en el contexto de una fuerza multilateral en la cual los antiguos enemigos fueran socios. No parece casual que en aquella fructífera relación entre los Estados Unidos y la Argentina –en aquel momento en la vanguardia de la modernización- estuviera el germen de la derrota: el éxito de la Argentina como potencia apadrinada por los Estados Unidos para ejemplificar el acceso a la modernidad hubiera significado para los Estados Unidos también la llave subcontinental para concretar una Comunidad Americana desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. A partir de fines de 2001, la pérdida por parte de la Argentina de su vocación de asociación con los Estados Unidos y su renuncia a la posibilidad de modernizarse, confirmó a la vez las peores sospechas de América Latina acerca de los consejos y recomendaciones de los Estados Unidos, vistos tradicionalmente como promotores de explotación y pobreza y no como los Reyes Magos que de verdad son, cuando comprenden qué es lo que deben hacer para expandir la libertad y el progreso general.
El actual clamor en contra de lo que se continúa llamando imperialismo yanqui se apoya en la confusión general de Argentina y Latinoamérica acerca de la modernidad e impide la percepción de lo obvio: que la relación latente entre unos y otros países americanos es de una índole completamente diferente a la de un Imperio y sus países vasallos. Los Estados Unidos se han constituido como una unión federal y es impensable que una comunidad de países americanos pudiese establecerse, con ellos incluidos, bajo otra norma que la de un equivalente federalismo continental. Cuando desde las izquierdas o desde los nacionalismos conservadores de Latinoamérica se alude al imperialismo yanqui, se elimina del razonamiento la más importante figura organizativa política de los Estados Unidos: su sistema federal. Un sistema federal que por su misma característica de descentralización es lo opuesto a un sistema imperial y que por su vocación de libertad y autonomía, sólo admite la paridad en cualquier tipo de asociación, transformándose en el más claro instrumento antiimperialista de que se tenga conocimiento. Por otra parte, los mismos Estados Unidos, al tratar de reducir el acuerdo entre países, a un mero acuerdo comercial, dejaron de lado lo que podría crear una sólida unión de mutuo interés e incluso mover la agenda comercial: una unión de estados americanos federados, o sea, la promoción lisa y llana de los países latinoamericanos con economías subdesarrolladas, con Estados obsoletos y disfuncionales e instituciones políticas desorganizadas y poco representativas, a la misma modernidad económica e institucional de los Estados Unidos.
Los líderes latinoamericanos más avanzados, desvinculados de un proyecto general y común a sus naciones pares, han tenido históricamente mucha dificultad en promover y sostener las reformas en naciones siempre demasiado débiles para provocar un giro total en su destino de subdesarrollo. En el marco de un federalismo continental, que alentase además el federalismo interno en las naciones asociadas, creando marcos aún más amplios de libertad, descentralización y crecimiento regional, las reformas en la economía, en los organismos públicos y en las instituciones políticas sucederían con mayor velocidad y con mejores niveles de confianza. El sistema de la asociación federal cooperativa permitiría que los Estados Unidos, lejísimos de ese rol imperial dibujado por sus enemigos, jugasen más bien el rol de líder ideológico y tecnológico de una modernidad en la cual el crecimiento de unos sólo es factible a través del crecimiento –y no de la explotación- de otros. El nuevo paradigma federalista, con su base de unión libre de los Estados en un conjunto regido por leyes comunes, aplicado a escala continental, con su nuevo recetario de modernización económica puesto al día con las reformas complementarias, serviría como base para un federalismo global. Dentro de esta nueva concepción, los países estarían más tentados a unirse que a separarse, y sin duda disminuirían el terrorismo y otras variantes de protesta y agresión, motivadas tanto por el escaso desarrollo como por la incapacidad institucional para salir de él.
Desde el punto de vista de la Argentina, importa saber que su capacidad de reforma no sólo permanece intacta, sino que puede ser sostenida por porciones cada vez más amplias de población toda vez que éstas comprendan el proyecto general de federalismo, en el marco del cual van a realizar aquellas reformas destinadas a proporcionarles un mejor nivel de vida, una mayor productividad y riqueza y un mayor despliegue cultural y político, no sólo en el continente sino el mundo. Desde el punto de vista del resto de los países latinoamericanos, necesariamente sujetos del mismo proceso de reformas modernizadoras, importa resaltar la identidad americana en su conjunto, más allá de la condición de hispanos, lusitanos o sajones, y de los beneficios que implicará el manejo común de la economía continental frente a los muy competitivos países asiáticos y a la Unión Europea. Desde el punto de vista de los Estados Unidos, importa el cambio de la estrategia inicial de despliegue comercial por una estrategia de despliegue político que eleve los países del continente a su propio nivel institucional, alertas a que el primer intercambio comercial va a estar no en la colocación de productos industriales estadounidenses en países sin recursos para comprarlos, sino en la venta de servicios de reforma pública e institucional para permitir, entonces sí, un flujo de mercaderías en ambos sentidos en condiciones más equitativas para ambas partes. Así, el negocio principal de los Estados Unidos no radicará —como los trabajadores manufactureros estadounidenses creen y temen— en el desplazamiento de fábricas a países con bajos salarios, sino en la exportación de servicios para que esos países tengan mejor nivel de vida con salarios más altos. Desde la asistencia técnica y financiera para la auditoria y reorganización administrativa de los organismos públicos nacionales hasta la actualización de infraestructura pública —autopistas, provisión de agua, energía y comunicaciones—, los Estados Unidos pueden ayudar a conseguir en menos de un lustro, el aumento de la calidad y abundancia de los servicios en los países semidesarrollados hasta el nivel, por lo menos, del más pobre de los estados de los Estados Unidos. Los negocios vinculados a estas áreas de servicios se convertirán sin duda en la inversión más rentable de las próximas décadas en un continente lanzado por fin a un proceso de crecimiento ilimitado, ofreciendo una nueva lectura y revitalización del alicaído tratado de libre comercio. Los países americanos, uniformizados en sus características institucionales, con sus organismos y servicios públicos actualizados podrán entonces enlazarse en el mercado común americano, aumentando a la vez su productividad y su capacidad de consumo, y proyectando a ambas al resto del planeta. La asociación bilateral de organizaciones no gubernamentales y organismos financieros para promover las reformas pendientes en el marco de un federalismo continental, constituye a su vez la base creativa, libre y descentralizada, el brazo operativo multiplicador de esta gran transformación que sólo está a la espera de sus líderes.
¿Es posible una Comunidad Americana semejante a la europea? Conviene quizá recordar que desde los días de la Independencia, el sueño de los patriotas americanos fue el de una América grande y unida. Desde Monroe a Perón, pasando por San Martín, Bolívar y Martí, el proyecto pasó por diferentes encarnaciones hasta llegar a la más reciente del ALCA. En esta última versión del sueño, se asumió que si los Estados Unidos crecieron a la medida de sus más altas aspiraciones materiales, no habrá forma de que el resto de los países los alcance sin adoptar el mismo sistema de organización institucional y económica, y se reconoció, a la vez, que los Estados Unidos no podrán seguir creciendo indefinidamente en un continente de hostiles y amenazantes países pobres. Y así puede decirse, a comienzos del Siglo XXI y parafraseando al Aparicio Saravia de fines del XIX, que habrá América para todos o no habrá América para nadie, si de la patria grande se trata.