El actual tiempo de repliegue y
silencio, debería ser propicio para volver a imaginar la Argentina que
deseamos. Atrapados en las construcciones ideológicas del pasado—ya sean
liberales, radicales, peronistas o de izquierda—los dirigentes políticos
continúan fallando al no poder imaginar una Argentina en la que la mayoría de las
tradiciones políticas queden por fin integradas en una única identidad colectiva.
Sin embargo, no hay que ser pesimistas: cada
vez más se ha ido produciendo una integración de hecho, aunque nunca
explicitada por un dirigente, como un proceso en marcha que aún debe culminar.
En este sentido, hay que hacer
notar que el último presidente, Mauricio Macri, estuvo muy cerca de completar
el proceso. Si no se hubiera resistido hasta el último momento a incorporar
peronistas a su movimiento, además de ganar las elecciones, se hubiera llevado
los lauros de ser el primer dirigente integral argentino, después de Menem y de
veinte años de angustia económica. Veinte años sin un destino claro que se hubieran evitado si Menem no hubiese lamentablemente abortado el proceso, por no querer dejar un sucesor. Ese lugar hoy vacante del dirigente nacional que se anime a
construir el gran paraguas político que albergue todas las tradiciones
argentinas, podría muy bien ocuparlo el actual presidente, aprovechando la
simpatía que ha sabido ganarse en la mayoría de la población, por su gestión
paternalista de la pandemia.
En principio, el hoy gris
Presidente Fernández es alguien que generacionalmente
ha aceptado las tradicionales banderas radicales del republicanismo, además de
las obvias tradicionales banderas peronistas por ser él mismo peronista, e incluso algunas de las banderas progresistas
de la izquierda—por gravitación generacional y por su aún no renegada alianza
con el kirchnerismo—y sólo le faltaría hacer públicamente suya la tradición
liberal. Públicamente, ya que
privadamente, su paso político por el gobierno de Menem primero y, más aún, su paso por el partido de
Domingo Cavallo aliado a Gustavo Béliz después, brindan una certeza de su familiaridad con los
presupuestos liberales en la economía. Como esto es algo que aún al peronismo
le falta la valentía de aceptar masivamente y de hacer suyos los instrumentos liberales para poder cumplir mejor con los propios objetivos, por ejemplo, crear mucho más trabajo y riqueza y nuevos modos de progreso sindical, nadie más indicado que un
peronista conocedor del tema para alzar otra vez esta revolucionaria bandera de
reforma integral de la economía. Y, de paso, salir de la grisura, para tomar un color propio.
Así es que, junto con las fantasías
rusas de que la Argentina sea una nueva playa en Latinoamérica al estilo
cubano, o las fantasías chino-kirchneristas de la gran granja china destruyendo
a la “oligarquía estanciera” comprando sus tierras y adueñándose de puertos y
vías fluviales, o las más modestas fantasías estatistas y europeístas
remanentes en un peronismo no actualizado, se levanta una posibilidad más
realista, a la que incluso la ex presidenta Cristina Kirchner, si viese muy
trabada su fantasía china y en un brote de sensatez y autoprotección judicial,
podría adherir.
Esta posibilidad no es otra que la ya
probada unión del liberalismo económico tradicional y el liberalismo político radical con el
peronismo modernizado, en una unión y acuerdo político que, sin eliminar las
procedencias de origen, convergiese en una idea amplia de nación con espacio
para todas sus viejas tradiciones. ¿Existe acaso lo opuesto, el espacio para seguir negando hoy lo que ya es historia y sigue firmemente encarnado en un sector u
otro de la comunidad? La guerra civil se acabó y no la terminó la victoria de
un bando sobre el otro, sino un virus letal al que no le costó el menor trabajo
unir a los dos para el bien de la Nación.
El problema básico de la Argentina
desde el advenimiento del radicalismo primero y el peronismo después, ha sido
el de no poder integrar la tradición liberal que hizo grande a la Argentina,
con la tradición federal anterior que aseguró sus fronteras y su condición de
Nación, y así continuar con la persistente división, oponiendo siempre la
necesidad de crecimiento y expansión en el mundo, a la necesidad de progreso de
los trabajadores y desposeídos, cuando en realidad, la Argentina no puede
prescindir de satisfacer ambas necesidades al mismo tiempo.
Es la hora de que los dirigentes
más inteligentes sepan hacer suyas todas las tradiciones y combinarlas del modo
más adecuado para asegurar, otra vez, la grandeza de la Nación—la Argentina es siempre,
inevitable y potencialmente, una gran Nación, ya lo fue y, para ser ella misma,
debe volver a serlo en toda su dimensión—y la felicidad de su pueblo. La frase
es peronista, pero define muy bien cuál es la meta, la única meta a la que puede
aspirar un dirigente digno de ese nombre y capaz de hacer honor a todos los
dirigentes que hicieron antes que él, una Argentina grande y un pueblo feliz.
Y para los argentinos de a pie, ¿no
es mejor ser los orgullosos dueños de un conjunto de ricas y variadas tradiciones,
que los huraños y rencorosos soldados de sólo una de ellas?